37 || jaén

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Helena Silva

Charles y Carlos volvieron a hacer doble pódium en Miami. Lamentablemente, solo pude darles un abrazo a los dos antes de que se marcharan a sus ruedas de prensa y, más tarde, al avión que los llevaría a Maranello. Yo llegué un día después a la ciudad, pero no tuve apenas tiempo para nada porque por fin pude instalarme en el piso que me había conseguido la escudería.

En un principio, pensé que compartiría casa con otras personas. A raíz de unos retrasos en la disponibilidad de la vivienda, que debería haber estado libre desde que regresamos de Australia, me ofrecieron otro piso diferente. Un apartamento entero para mí por todos los inconvenientes que me habían generado al estar en un hotel durante más días de los previstos. Habían atrasado mi asentamiento en el país y, a modo de disculpas, se ocuparon de que, a mi regreso de Miami, todo estuviera listo. Y lo estuvo.

La casa estaba en perfecto estado; los inmuebles parecían nuevos y no había ni una traza de polvo. Un buen recibimiento, desde luego. No era muy pequeña, sino del tamaño perfecto para una sola persona. A pesar de los problemas, aquel lugar no podía parecerme más adecuado.

No obstante, al tener que colocarlo todo y vaciar mis maletas, no pude ir al apartamento de Charles ese martes por la noche. Él se fue a Mónaco a la mañana siguiente, por lo que concretamos los detalles de aquella escapada a Jaén por videollamada.

No nos vimos hasta ese domingo, a primera hora de la mañana. Mientras yo cogía mi vuelo a las seis de la mañana, Charles se sirvió de su jet privado para llegar al municipio andaluz. Solo tuve que esperar unos quince minutos a las afueras del aeropuerto antes de que una furgoneta de cristales oscuros me diera las luces.

Aunque eran las nueve de la mañana, no había mucha gente fuera del edificio principal, así que se bajó del coche con el objetivo de ayudarme a guardar la maleta. También me saludó con un cálido beso que pasó bastante desapercibido gracias a la simpleza de su atuendo y las gafas de sol que traía puestas. El hecho de que no hubiera pedido manejar un Ferrari mientras estuviera en mi ciudad natal ayudó mucho a que no le reconocieran.

Durante el viaje en coche, me contó qué había hecho en Mónaco esa semana. Me habló de las cenas con su familia, de su madre, de un par de visitas a amigos que no veía desde Navidades y yo me sentí mucho mejor al escucharle hablar de momentos tan felices. La tensión que viajaba conmigo desde que salí de Bolonia se apaciguó cuando él empezó relatarme sus historias, mucho más entretenidas que mis horas de reuniones en Maranello.

El corazón me zumbaba cuando llegamos a la ubicación de la finca.

Charles detuvo el coche frente a la verja de la entrada y sujetó con fuerza mi mano. No dijo nada. Ni siquiera después de que se abrieran las puertas, dando paso al automóvil. Él sabía que estaba entrando en pánico por todo lo que suponía aquella casa y aguardó los siguientes tres minutos y medio a que yo le devolviera el apretón para pisar suavemente el acelerador.

La preocupación y el miedo no se irían por arte de magia. Solo podía afrontar ambos sentimientos y mantenerme firme.

El tiempo en el sur de España era digno de mayo. Tras aparcar en la amplia explanada que mi padre dispuso como recibidor para los vehículos de las visitas, comprobé que había veintinueve grados centígrados fuera. Charles apagó el motor y tomó aire. No se bajó del coche hasta que yo no abrí la puerta y bajé primero.

Solo habían pasado cinco segundos. Me quitaba las gafas de sol y las ponía en el cuello redondo de mi vieja camiseta negra de los Rolling Stones cuando la puerta principal se abrió y un niño de metro treinta echó a correr en mi dirección.

—¡Lena!

Sonreí en grande y recibí su placaje en el instante en que se abrazó a mi cintura. No recordaba que tuviera tanta fuerza, pero bien podría haberme tirado al mismísimo suelo si no hubiera controlado mi penoso equilibrio.

fortuna » charles leclerc Donde viven las historias. Descúbrelo ahora