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Charles Leclerc

Después de discutir con Helena, me arrepentí de haber juzgado su silencio.

Sabía que le costaba horrores contarme una verdad que podía dolerme. Porque me dolía. Claro que me dolía. Que no quisiera hablarme de su encontronazo con Max ni de que había salido malparada de la discusión, me mataba. El otro tema también me atormentaba. Aunque me iba a dormir y me levantaba con la aspiración de no sufrir cuando ella me compartiera sus planes de futuro, tenía la sensación permanente de que dolería independientemente del esfuerzo que pusiera en tomarlo de la mejor forma.

Helena solo quiso ahorrarme ese mal trago por el momento y yo había priorizado mi maltratado orgullo a su verdadera intención detrás de aquel silencio.

Ella podía haberse equivocado, pero yo también. Reaccionar como lo hice no solucionó nada. La tristeza en su semblante me lo confirmó. Creí que nada me dolería más que su deseo de no hablarme sobre algo tan importante como una agresión, más o menos grave, o una oferta formal de Red Bull, pero contemplar sus ojos, fatigados y decepcionados, fue mucho peor. Muchísimo peor.

¿De verdad te merecía la pena montar una escenita por una información que te habría terminado contando, Charles? No. No si eso perjudicaba nuestra relación o lastimaba sus sentimientos.

Al llegar al box, no logré sacar ni un maldito minuto para hablar con ella. Primero la vi viajando de la sala de reuniones al muro, comentando algo con Riccardo, que parecía estar satisfecho con lo que Helena le explicaba. Después, le perdí la pista y volví a localizarla hasta unos cuarenta minutos antes de que la carrera diera comienzo. Mientras me acababa mi botella de agua y buscaba cobijo bajo la sombra de un paraguas de Ferrari, analicé la forma en que se expresaba ella y cómo Mattia asentía a las palabras de la española. Estaban apartados del grueso de la gente que paseaba entre los coches, colocados en orden en la parrilla de salida, y nadie los molestó durante tres largos minutos. Tuve el presentimiento de que Binotto no había dicho lo que Helena quería oír por la mueca que se instaló en sus labios. El jefe de nuestro equipo la dejó sola, pues lo reclamaban para dar algunas declaraciones a un medio de comunicación italiano.

Helena se llevó la mano al cabello y se palpó los cascos rojos. Parecía que le molestaba tenerlos en el cuello, pero era la incomodidad de esa conversación lo que enturbiaba su imagen. Pronto se recuperó y fue hacia el coche de Carlos, que quedaba justo tras mi monoplaza. Saludó al piloto y compartieron impresiones.

Andrea, a mi lado, decía algo sobre el caluroso tiempo de Barcelona, pero no le escuchaba. Acabé con mi botella y él me la quitó de las manos, llamando para que me trajeran otra.

Entonces, Helena comenzó a abanicarse con la mano, agobiada por el calor, y se echó contra el muro. Sin contenerse más, lanzó una discreta mirada en mi dirección. Una mirada que yo capté gracias a la precisión de mis Ray-ban negras. No me había buscado desde que apareció en la parrilla y ni siquiera yo era capaz de entender cómo había hecho para resisterse a ello.

No sabía que mis pupilas habían estado en su figura durante casi diez minutos. Debió de haberlo notado porque su sexto sentido era magnífico para presentir mis indiscretas ojeadas. No obstante, al traer las gafas de sol puestas, mis ojos se escondieron de los suyos y no le di el placer de pillarme observándola.

Si quería pedirle perdón, lo haría correctamente. No serían unas disculpas lejanas y desatendidas. Nada de eso.

La carrera dio comienzo sin que cruzáramos palabra. Todo estuvo bastante bien durante la primera hora. Lideré al grupo hasta la vuelta veintisiete, con Russell a más de ocho segundos y un ritmo más que bueno. De repente, el motor falló. Perdió potencia hasta dejarme tirado y tuvimos que retirarlo.

fortuna » charles leclerc Donde viven las historias. Descúbrelo ahora