83 || verona

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Helena Rivas Silva

El domingo diecisiete de julio, cerca de las seis de la tarde, el timbre de mi piso sonó y, tras echar una ojeada por la mirilla e identificar a Charles, abrí.

—Hola ... —lo saludé y volví hacia dentro a toda velocidad—. ¿Por qué no usas las llaves? —Cogí el bolso negro que me llevaría y revisé todo lo que había en su interior mientras Charles entraba—. Te dejé un juego, ¿no? —dudé de mi memoria.

—Sí, pero me las he dejado en ... —El portazo de cierre y la ausencia de su voz me preocuparon por un segundo—. Merde ... —blasfemó él.

Lo miré correctamente. Llevaba unos pantalones de pinza negros, a juego con unos zapatos de vestir bien resplandecientes, y una camisa blanca de alguna marca que desconocía. Lo supe porque había varias líneas azules surcando los puños de la prenda y, a pesar de mi falta de conocimiento en moda, deduje que esa debía ser la impronta personal del diseñador. Además, parecía que la habían cosido para su tipo de cuerpo, a medida, pues se ceñía a su torso a la perfección.

También pensé en lo guapo que estaba y en que pasaría calor si no refrescaba por la noche.

—¿Qué pasa? —interrogué.

—Pues ... —titubeó a la par que sus ojos verdes examinaban mi atuendo—. Que estás increíble.

Yo había escogido un vestido que todavía no había tenido la oportunidad de estrenar. La pieza me llegaba por debajo de las rodillas. Después de la zona de las caderas, la falda caía recta, en contraste con cómo se me ajustaba la tela al cuerpo, fortaleciendo mis atributos femeninos exponencialmente.

El vestido, a simple vista, era un palabra de honor negro. Nunca me había comprado uno porque mi pecho era demasiado voluminoso como para sentirme cómoda con algo tan escotado, pero aquel tenía una tela sobre la base que cubría la prenda de arriba a abajo con motivos florales de colores verdosos, anaranjados y castaños. Esa tela traía consigo un par de tiras gruesas con el mismo estampado que me daban una mayor de seguridad. En su conjunto, era un vestido precioso con unos cortes que marcaban mi silueta y entallaban grácilmente mis caderas.

La forma recordaba a un reloj de arena. Por eso me fijé en él y lo compré, pero nunca habría esperado que alguien más creyera con tanto fervor que me quedaba como un guante.

Para acabar, añadí uno de los pocos pares de tacones que guardaba en mi armario. Negros, con una pulsera fina al tobillo que acababa en un dulce lazo. Acabados en punta y con un tacón de ocho centímetros, la tela del calzado se parecía mucho a la del vestido, así que se me antojó una buena elección. Me gustaban porque no eran incómodos, pero no estaba muy convencida de poder llevarlos toda la tarde y parte de la noche sin que los pies me sangraran.

En cuanto al peinado, me había hecho un recogido con una pinza de pequeños detalles dorados, aunque habían dejado fuera algunos mechones de mi flequillo. Al tener el cuello tan despejado, decidí coger de mi joyero un medallón dorado que me regaló mi abuela por un cumpleaños. A todo eso le sumé un par de pendientes de oro; unos aros gruesos, pero no muy grandes. Y, por supuesto, algo de maquillaje que tapara mis ojeras, un buen eyeliner, una pizca de colorete y mi pintalabios favorito, de un rojo oscuro que afilaba todavía más mis facciones. Tampoco conservaba mis gafas; las había sustituido por unas lentillas que casi no usaba. Otra diferencia eras mis uñas, que, aún con su usual forma almendrada, estaban pintadas de un color blanco roto que chocaba con la oscuridad de mi vestimenta.

fortuna » charles leclerc Donde viven las historias. Descúbrelo ahora