Capítulo 40: El legado de un saiyan

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Cuadrante 36, Sistema Malvarala, planeta Tarsex.


- Al final salió todo tal y como dijiste – susurró Auber terminando su relato mientras apoyaba la mano sobre la fría piedra de la tumba -. Lo logramos, en el último momento y contra todo pronóstico, pero vencimos. Hemos cumplido nuestra primera misión, ya somos oficialmente miembros de pleno derecho del Cuerpo de Exploradores.

Ojalá estuvieses aquí para verlo... - pensó con amargura. Inmediatamente se arrepintió de esos pensamientos -. Los saiyans no se lamentan, solo siguen el camino del guerrero.

Un saiyan debía centrarse en la dulzura de la victoria, sin considerar las pérdidas que conllevase. Vivir el momento, hasta su inevitable final. Sin embargo, a su mente no paraban de acudir las caras de Ulif, Plum y Tich... Sobre todo la de Tich.

- ¡Todo es culpa de esta condenada espera! – maldijo. Tras derrotar a Tomber y hacerse con el control del planeta, los saiyans habían empleado el tiempo hasta la llegada del capitán Raditz en curar sus heridas, registrar la base de los tardalianos y poner en marcha la mina de cristales de exel.

Así, mientras Prico y Auber se recuperaban en las cápsulas, Lych, Umber e Ion se habían dedicado a explorar las instalaciones tardalianas y el laboratorio de los soldados de la Facción Cooler. Por desgracia, por mucho que habían buscado, no quedaba ningún indicio de las investigaciones de Tomber, ya fuese porque el marshelita las había borrado o porque habían sido destruidas durante el combate.

¿Qué buscaban aquí los soldados de Cooler? - se preguntó Auber por enésima vez. No había nada en el planeta que justificase su presencia, ni siquiera la mina de cristales de exel -. Se suponía que sería una misión sencilla y hemos perdido a casi la mitad de nuestro escuadrón.

Auber y Prico habían tardado casi medio día en recuperarse de sus heridas. Ya sanos, él e Ion habían decidido ocuparse de poner en marcha la mina de cristales de exel, una tarea bastante sencilla ya que el sistema de extracción estaba mecanizado y era prácticamente automático, así que los dos saiyans disponían de mucho tiempo libre.

Su compañero seguía siendo tan poco sociable como antes, si bien ahora Auber percibía cierta camaradería en las pocas ocasiones en las que el joven decidía entablar una conversación, especialmente después de conseguir su espada. Tras su victoria, Ion se había apropiado de la katana del centurión Aulus y dedicaba las horas muertas a balancear su hoja, realizando complejas rutinas de movimientos.

- Eres todo un experto en el manejo de la espada – le dijo Auber durante uno de sus descansos -. ¿Dónde aprendiste a usarla?

Auber nunca había visto una técnica semejante. Los saiyans preferían el combate a mano desnuda y, si bien en la academia les instruían en el uso de armamento, el nivel distaba mucho de lo que Ion era capaz de hacer. Su fusión de técnicas de esgrima y ataques de ki era sin duda letal.

- Me enseñó mi maestro – respondió Ion mientras limpiaba con mimo la hoja de su espada.

- ¿Tu maestro? ¿Te refieres a una de las personas que conociste durante tu misión de infiltración?

- Así es – respondió Ion -. Él me enseñó todo lo que sé.

A pesar de su estoicismo, Auber detectó cierto pesar en la voz de su compañero. Como el resto de reclutas, había escuchado rumores sobre el fracaso en la misión de infiltración de Ion y de como este había asimilado la cultura del planeta que debía conquistar. Ese tipo de comportamientos era una de las mayores traiciones que podía cometer un saiyan y el hablar de ello era considerado un tema tabú. Por ese motivo nadie en la academia de exploradores se había atrevido a preguntar y el muchacho nunca había hecho referencia a su estancia en ese planeta ni a las relaciones que había formado allí y, lo más importante, como había logrado sobrevivir a la pena de muerte por su traición.

Dragon Ball: una historia de los saiyansDonde viven las historias. Descúbrelo ahora