40. Que lindas son las vitrinas

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Roxelana sospechaba que Valerio había obtenido las fotos del propio Tony, aunque perfectamente las podría haber robado, pero le resultaba difícil saberlo.

En lo más profundo de su ser, conocía la verdad, pero se resistía a aceptarla, ¿Cómo podría? Hacerlo sería aceptar de que no estaba segura, no con él como tanto se forzaba a si misma a creerlo. Capaz y era todo un malentendido, pero le resultaba inquietante la forma en la que todo su tiempo libre se consumía en estar atendiendo los caprichos de Valerio, manteniéndola indefinidamente ocupada. En más de una ocasión, cuando el cielo se teñía de rojo y se acostaba sobre la gran cama matrimonial que compartía con Tony observando el atardecer la mente de la chica divaga en la fatídica ocasión en la que se bajo las bragas y se quito el brasier, la forma en la que saco la lengua, en la que sostuvo su cabello y cruzo las piernas. Era doloroso recordar aquello, el remordimiento la embriagaba seguida de una ráfaga de rabia al imaginar a Tony recibiendo las fotos y tras masturbarse enviarlas directamente al petulante muchacho.

A veces deseaba crear una maquina del tiempo solo para regresar y darse una bofetada que la hiciera reaccionar, si tan solo hubiera pensado con las neuronas y no con las hormonas no estaría esclavizada a la voluble voluntad de un adolescente con aires de grandeza.

No es que estuviera pensando con las hormonas, solo quería asegurarse de tener un lugar para vivir, techo sobre su cabeza, quien le cumpliera los caprichos, comida que comer — aunque en realidad no la dejaba comer — y sabía que al hacerlo lo tendría a sus pies. Todo hombre a menor o mayor nivel deseaban saber qué había debajo de su falda, hacían ademanes extraños, estiraban de más el cuello y los ojos se enfocaban en los bordes rosados, rezando a cualquier deidad para que una ráfaga de viento la levantara y pudieran deleitar su morbosa mirada con su carne a la distancia — como si no se pusiera un short debajo de la falda, idiotas —. Roxelana estaba consiente de su belleza y de lo que podría obtener con ella, por eso no tenía reparo alguno en usarla, pero de haber sabido que terminaría en esa posición habría buscado alguna forma de mostrarle sus atributos sin necesidad de un intermediario. 

No le gustaba pensar mucho en ello pero siempre lo hacía, un recuerdo intrusivo que aparecía de la nada, quisiera ella o no. Incluso si se estaba bañando, venía de la nada como la honda expansiva de una bomba, destruyendo todo su día, porque seguía repitiéndose en bucle el fatídico momento en que posó y sonrío frente a la cámara. 
Nunca lo diría en voz alta, pero sospechaba que Tony de alguna manera estaba involucrado en ello, le resultaba extraño que Valerio tuviera las fotos y aún más que coincidiera con el tiempo en el que se fue a vivir con él. Desde siempre Roxelana supo que Anthony era posesivo y nunca tuvo un problema con ello, de hecho, le gustaba, le fascinaba sentirse como un objeto sin voluntad propia. Toda muñeca necesita de un dueño y para su fortuna la chica se encontró con un coleccionista que llevaba años buscándola, y cuando la encontró la cuido con fervor, amor y posesión, manteniéndola perfectamente encerrada en un vitrina de cristal para ser admirada más no tocada. Suponía que hasta cierto punto muchas personas, independientemente del genero se sentían así: deseosas de no pensar, de vivir encerradas en una jaula de oro donde todos sus caprichos fuesen cumplidos porque una persona poderosa los vio y los deseo; en su caso también le agradaba la idea de brindar placer con su cuerpo como agradecimiento por tales lujos. 

Le gustaba pensar en si misma como una muñequita perfecta perpetuamente guardada y exhibida en los pulcros vitrales de una vitrina, sana y salva, rodeada por lindos accesorios que realzaban su belleza. Siempre hermosa, siempre cuidada. Una muñeca que podía brindar un placer avallasador con un par de movimientos- En las manos gentiles de su dueño encontraba placer y amor, a cambio de todo ello le permitiría el honor de mirar el secreto debajo de su falda y las montañas de carne apresadas en su corpiño.

Desde que tenía memoria ese era su único objetivo, encontrar a alguien que la cuidara, no le importaba tanto el amor, solo quería ser protegida en una preciosa vitrina, mantenida en una burbuja de placer y amor mientras el mundo se desmoronaba a su alrededor, pero últimamente aquél sentimiento se marchitaba en su interior, se corrompía aquél deseo aún más cuando veía aquellos ojos celestes impregnados en perpetuo temor. Seguía añorando ser protegida de todo mal, pero ahora quería algo más, algo más que vestidos, zapatos, uñas, peinados, bolsos y demás: quería tener a alguien más. ¿Era mucho pedir? Un muñeco, un tierno muñequito que la acompañará en la soledad deliciosa de su vitrina, un muñeco con el cual jugar y enseñarle el milagro oculto bajo sus bragas cuando el coleccionista no quisiese jugar. 

— Muy bien, empezamos en cinco minutos — anuncio Tyline, sosteniendo el pesado micrófono. 

No entendía cómo una chica tan pequeña era capaz de sujetar aquél aparato, debería estar rota a la mitad o como mínimo con los brazos demasiado estirados por las horas invertidas en las que Valerio decidía regrabar cientos de tomas hasta encontrar la que le diera la suficiente repugnancia como para considerarla perfecta. La muchacha termino de aplicar el rímel en los alrededores de sus ojos, la piel de su boca maquillados por el cereza rojo de sus labios más brillantina de un labial naranja sin sabor. Inclino la cabeza colocando las horquillas plateadas en los agujeros de sus orejas, sus manos se enredaron entre su cabellera negra y la aguja del arete, pero no pareció importarle, sus ojos estaban fijos en la rosada boca de Aidan que leía el guion con especial atención.

 Secretamente Roxelana se pregunto si Aidan querría acompañarla en su vitrina.

Parecía ser la clase de chico que deseaba ser amado y protegido, para su fortuna el coleccionista no tendría problema alguno en tenerlo en su vitrina. Se imagino a Aidan debajo de ella mientras Tony les daba por detrás a ambos, aquél pensamiento le causo una pizca de placer.

— Muy bien, toma uno — Valerio respiro pesadamente, colocándose detrás de la cámara —. Veamos si alguien esta dispuesto a grabarla — murmuro con enfado.

Aidan se encogió en su lugar, pero prontamente se recompuso, leyó el guion una ultima vez y lanzó los papeles al otro lado de la habitación para correr al lugar donde se grabaría la escena.

— ¡Acción! — grito Valerio y de inmediato Roxelana comenzó a limpiar el mesón de la cocina.

La escena era sencilla: Aidan estaba sentado en una heladería, recordando con soslayo la vez en la que conoció a Günther y mientras comía un helado de vainilla Roxelana limpiaba todo a su alrededor; grababan en la cocina de la tía Alma, que contaba con una isla lo suficientemente larga como para aparentar un mostrador con la suficiente ornamentación; la pelinegra hizo tronar la bomba de chicle mientras se movía sensualmente alrededor de Aidan, llevando helados, recogiendo vasos y demás, se agacho para levantar un envoltorio del suelo, asegurándose de que la diminuta falda que llevaba se subiera, un poquito más y luego siguió con lo suyo.

Aidan golpeteo levemente la isla de la cocina, mirando fijamente el enorme helado frente a él, adornado con crema batida y una cereza, respiro hondo y por el rabillo del ojo observo a Alma junto a Valerio: ambos fijos en la cámara, sus ojos desorbitados miraban con emoción, angustia y anticipación cada uno de sus movimientos. Tomo aire y regreso la vista al helado, desencajo la cuchara del extremo y se llevo el primer bocado a la boca. No quería comerlo, no estaba seguro del motivo, pero debía hacerlo. El helado, con su color pálido y su aroma dulce, le provocaba una repulsión inusual. Observo la cereza acaramelada con atención, casi esperando a que se transformara en un ojo juzgador que lo reprendiera y mirara de forma burlesca por su incapacidad de hacer algo tan simple como comer un helado. Con manos titubeantes tomo una cucharada y se la llevo a la boca.

La primera cucharada fue un asalto a sus sentidos que casi lo hizo sentir arcadas. El sabor dulce y cremoso de la vainilla se deslizó por su lengua, pero en lugar de placer,  sintió una ola de asco. El helado, que una vez fue un deleite, ahora se había convertido en un enemigo.

El frío del helado se adhirió a sus labios, una sensación desagradable que le recordaba a los inviernos solitarios. La textura suave y sedosa del helado en su lengua se sentía extraña, casi alienígena. Cada vez que tragaba, el helado descendía por su garganta como un bloque de hielo, dejando un rastro de frío a su paso.

El helado era espeso, demasiado espeso. Se pegaba a su paladar y a su lengua, como una capa de pintura fresca. La masa fría azucarada, se posó en la punta de su lengua, deshaciéndose lentamente con su saliva, convirtiéndolo en un liquido azucarado que se filtraba por las comisuras de sus labios. Empujó el bocado de helado hacia el fondo de su boca, preparándose para el inevitable descenso.

El helado comenzó su viaje, deslizándose lentamente por el interior de su cuello. La garganta de Aidan se contrajo involuntariamente, intentando rechazar al intruso. A medida que el helado descendía, el chico podía sentir cada contorno, cada irregularidad. Era como si su garganta se hubiera vuelto hipersensible, cada nervio gritando en protesta. El bocado de helado parecía crecer en tamaño, llenando su garganta hasta el punto de la asfixia. Finalmente, con un último esfuerzo, Aidan logró tragar la fría masa. Podía sentirlo deslizándose por su esófago, un rastro de incomodidad que se desvanecía lentamente. A pesar de haberlo tragado, la sensación persistía. Miró con horror el resto de helado que seguía frente a él y armándose de valor tomo un segundo bocado. Con los ojos cerrados, llevó el segundo bocado a sus labios, esta vez más grande que el anterior. Su lengua, como un explorador cauteloso, tocó la superficie fría y húmeda. Un escalofrío recorrió su cuerpo, pero no retrocedió. En cambio, permitió que el sabor invadiera su boca. Se deslizó por su lengua, dejando un rastro de sabor metálico. Aidan apretó los dientes, su mandíbula tensa por la anticipación. Descendió cautelosamente hasta la entrada de su garganta y tragó.

El helado se movió, un movimiento lento y tortuoso. Podía sentir cada milímetro de su descenso, como si su garganta estuviera hecha de cristal. Aquél bocado, aunque pequeño e insignificante, ahora se sentía como una roca en su garganta. Continuó su descenso, convertido ahora en un liquido azucarado con colorantes y saborizantes, por su garganta, tan lento que por un momento Aidan se pregunto si se habría transformado en una jirafa sin saberlo. Finalmente, llegó a su destino y con un leve <<¡Gloop!>> cayó a su estomago. 

Abrió los ojos, no se había dado cuenta de cuando los cerro y tomó otro bocado, luego otro y otro, hasta que la cereza sucumbió entre sus dientes.

— Come despacio — la cuchara quedo congelada en la entrada de su boca. Tembló al sentir un par de manos aferrarse a su cintura —, mi pequeño se esta poniendo gordito — Günther se sentó a su lado, con sus manos todavía en su cintura —, eso me gusta, así seguirás siendo tierno.

El pánico se apoderó de él, como una serpiente enroscándose alrededor de su pecho. Su corazón, un tambor salvaje, golpeaba con fuerza contra su pecho, cada latido un eco de su miedo. El aire, antes su aliado, ahora se había convertido en su enemigo, escurriéndose de sus pulmones y dejándolo jadeando por más. El mundo a su alrededor se volvió borroso, los rostros de Alma y Valerio se desvanecieron en manchas de color indistintas. El sonido se atenuó hasta que todo lo que pudo escuchar fue el rugido de su propia respiración y el latido ensordecedor de su corazón. Observo con horror a Roxelana, suplicando su ayuda, pero ella siguió limpiando el mesón, preparando helados y agachándose hasta que se le vieran las bragas.

Mi pequeño.


El muchacho quedo petrificado al sentir las manos que tanto daño y tantas alegrías le habían causado.

Mi dulce y tierno niño.

Manos, muchas manos, se deslizaban por todas partes. Eran como ráfagas de viento, invisibles pero sensibles a su piel, tocando cada rincón, cada curva, cada línea de su cuerpo. Pero a pesar del hormigueo que invadía su cuerpo, no sentía nada. Era como si su cuerpo estuviera envuelto en una capa de nada, insensible a las caricias fantasmales. Las manos, invisibles y etéreas, danzaban sobre su piel. Eran como hojas arrastradas por el viento, tocando aquí y allá, dejando rastros de su presencia. 

No me abandones, mi pequeño.


Cada toque era un golpe de calor, un estallido de dolor que se desvanecía tan rápido como aparecía. Era como si las manos estuvieran hechas de fuego, ardientes y voraces, consumiendo su piel sin dejar marcas. Cada caricia era una llama, un destello de dolor que se desvanecía en la nada.

Mío, mío, solo mío y nada más que mío.

Podía sentir las manos. Podía sentir su presencia, su calor, su dolor. Pero más que eso, podía sentir su ausencia. La ausencia de calor, la ausencia de sensación, la ausencia de todo. Y en esa ausencia, encontró una extraña forma de paz, pero también de dolor, no quería nada más que envolverse en su asfixiante abrazo, se imagino un mundo en donde nunca Katherina hubiera muerto y eso lo hizo sentir peor.

Era De Noche (Novela Cristiana)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora