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La multitud no puede sino responder con gritos ahogados y murmullos. No hay precedente para lo que ha hecho Peeta. Ni siquiera sé si es legal. Probablemente él tampoco lo sabe, así que no preguntó por si acaso no lo era.
En cuanto a las familias, sólo se nos quedan mirando en estado de shock. Sus vidas cambiaron para siempre cuando perdieron a Thresh y Rue, pero este regalo las cambiará de nuevo. Un mes de ganancias de tributo pueden proporcionar fácilmente sustento a una familia durante un año. Mientras vivamos, no pasarán hambre.

Miro a Peeta y me dirige una sonrisa triste.
Oigo la voz de Haymitch. “Podría haberte ido mucho peor.” En este momento, es imposible imaginar cómo podría irme nada mejor. El regalo. . . es perfecto. Así que cuando me pongo de puntillas para besarlo, no se siente forzado en absoluto.

El alcalde avanza para entregarnos a cada uno una placa que es tan grande que tengo que dejar en el suelo mi ramo para sujetarla. La ceremonia está a punto de terminar cuando veo a una de las hermanas de Rue mirándome. Debe de tener unos nueve años y es prácticamente una réplica exacta de Rue, en la forma en la que permanece en pie con los brazos ligeramente extendidos. A pesar de las buenas noticias sobre las ganancias, no es feliz. De hecho, me mira con reproche. ¿Es porque no salvé a Rue?

No. Es porque no le he dado las gracias, pienso.

Una ola de vergüenza me recorre de la cabeza a los pies. La niña tiene razón. ¿Cómo puedo quedarme aquí de pie, pasiva y callada, dejándole todas las palabras a Peeta? Si ella hubiera ganado, Rue nunca hubiera dejado que mi muerte se quedara sin una canción. Recuerdo cómo me preocupé en la arena de cubrirla de flores, para asegurarme de que su pérdida no pasara desapercibida. Pero ese gesto no significará nada si no lo respaldo ahora.

— ¡Esperen! ― Avanzo a trompicones, presionando la placa contra mi pecho. Mi tiempo asignado para hablar ha venido y se ha ido, pero debo decir algo. Mi deuda es demasiado grande. E incluso si les hubiera prometido todas mis ganancias a las familias, eso no disculparía mi silencio hoy.

— Esperen, por favor. ― No sé cómo empezar, pero una vez que lo hago, las palabras salen de mis labios como un chorro, como si se hubieran formado en el fondo de mi mente hace mucho tiempo.

— Quiero ofrecerles mis agradecimientos a los tributos del Distrito Once. ― Digo. Miro a la pareja de mujeres en el lado de Thresh.
― Sólo hablé con Thresh una vez. Tan sólo lo bastante como para que me perdonara la vida. No lo conocía, pero siempre lo respeté. Por su poder. Por su negación a jugar los Juegos con las reglas de nadie salvo las suyas propias. Los tributos profesionales querían que se aliara con ellos desde el principio, pero él no quería. Lo respeté por eso. Por primera vez la anciana jorobada―¿es la abuela de Thresh?―levanta la cabeza y la sombra de una sonrisa juega en sus labios.

Ahora la multitud está en silencio, tan en silencio que me pregunto cómo lo consiguen.
Deben de estar todos conteniendo la respiración.

Me vuelvo hacia la familia de Rue.

— Pero siento como si conociera a Rue, y siempre estará conmigo. Todas las cosas hermosas me la traen a la mente. La veo en las flores amarillas que crecen en la Pradera junto a mi casa. La veo en los sinsajos que cantan en los árboles. Pero más que nada, la veo en mi hermana, Prim. ― No puedo fiarme de mi voz, pero ya casi he acabado.
― Gracias por vuestros hijos. ― Alzo la barbilla para dirigirme a la multitud.
― Y gracias a todos por el pan.

Me quedo allí de pie, sintiéndome pequeña y rota, miles de ojos clavados en mí. Hay una larga pausa. Después, desde algún lugar entre la multitud, alguien silba la canción de Rue de cuatro notas de los sinsajos. La que señalaba el final del día en las huertas. La que significaba seguridad en la arena. Hacia el final de la cancioncilla, he encontrado al que silba, un hombre viejo con una camisa roja gastada y un pantalón de peto. Sus ojos encuentran los míos.

Lo que sucede a continuación no es un accidente. Está demasiado bien ejecutado para ser espontáneo porque sucede completamente al unísono. Cada persona en la multitud presiona los tres dedos centrales de la mano izquierda contra sus labios y los extiende hacia mí. Es nuestro signo del Distrito 12, el último adiós que le di a Rue en la arena.

Si no hubiera hablado con el Presidente Snow, este gesto tal vez me llevara a las lágrimas. Pero con sus órdenes recientes de calmar a los distritos aún frescas en mis oídos, me llena de terror. ¿Qué pensará de este saludo tan público a la chica que desafió al Capitolio?

El pleno impacto de lo que he hecho me golpea. No era intencionado―sólo quería expresar mi agradecimiento―pero he provocado algo peligroso. Un acto de desacuerdo por parte de la gente del Distrito 11. ¡Esta es exactamente la clase de cosa que debería estar aplacando!

Intento pensar en algo que decir que le reste importancia a lo que acaba de suceder, que lo niegue, pero puedo oír la pequeña explosión de estática que indica que mi micrófono ha sido apagado y el alcalde ya ha tomado la palabra. Peeta y yo aceptamos una ronda final de aplausos. Me dirige de vuelta hacia las puertas, ignorante de que algo ha ido mal.

Me encuentro mal y tengo que pararme un momento. Pequeños pedacitos de brillante sol bailan ante mis ojos.

— ¿Te encuentras bien? ― Pregunta Peeta.

— Sólo mareada. El sol era tan brillante. ― Digo. Veo su ramo.
― Olvidé mis flores. ― Musito.

— Yo las cogeré. ― Dice él.

— Puedo yo. ― Respondo.

Ahora estaríamos a salvo dentro del Edificio de Justicia, si yo no me hubiera detenido, si no hubiera dejado mis flores. En vez de ello, desde la profunda sombra de la galería, lo vemos todo.
A un par de agentes de la paz arrastrando al viejo que silbó a la parte alta de las escaleras.
Obligándolo a arrodillarse ante la multitud. Y metiéndole una bala en la cabeza.

En llamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora