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Una lata de un galón ha sido cortada por la mitad, el borde irregular y peligroso. Está sobre las cenizas, lleno con un puñado de agujas de pino hirviendo en agua.

— ¿Haciendo té? ― Pregunto.

— En realidad no estamos seguras. Recuerdo ver a alguien hervir agujas de pino en los Juegos del Hambre hace unos años. Por lo menos, creo que eran agujas de pino. ― Dice Twill con el ceño fruncido.

Recuerdo el Distrito 8, un lugar feo y urbano apestando a gases industriales, la gente alojada en gastados edificios de varias plantas. Apenas si una brizna de hierba a la vista. Sin oportunidad, jamás, de conocer la naturaleza. Es un milagro que estas dos hayan llegado hasta aquí.

— ¿Sin comida? ― Pregunto. Bonnie asiente.
— Cogimos lo que pudimos, pero la comida ha sido tan escasa. Nos quedamos sin nada hace tiempo. ― El temblor en su voz derrite mis restantes defensas. No es más que una chica malnutrida y herida escapando del Capitolio.

— Bueno, entonces este es vuestro día de suerte. ― Digo, dejando caer mi bolsa de caza en el suelo. La gente se está muriendo de hambre por todo el distrito y nosotras aún tenemos más que de sobra. Así que he estado repartiendo un poco por ahí. Tengo mis propias prioridades: la familia de Gale, Sae la grasienta, algunos de los otros miembros del Quemador que se quedaron sin puesto. Mi madre tiene otra gente, sobre todo pacientes, a quienes quiere ayudar. Esta mañana llené a propósito mi bolsa de caza hasta los topes, sabiendo que mi madre vería la despensa vacía y asumiría que estaba haciendo mi ronda a los hambrientos. En realidad estaba haciendo tiempo para ir al lago sin que se preocupara. Tenía intención de repartir la comida esta tarde al volver, pero ahora veo que eso no va a suceder.

De la bolsa saco dos bollos frescos con una capa de queso gratinado encima. Parece que siempre tenemos provisión de estos desde que Peeta averiguó que eran mis favoritos. Le lanzo uno a Twill pero me acerco y le dejo el otro a Bonnie en el regazo ya que su coordinación parece un poco cuestionable de momento y no quiero que la cosa termine en el fuego.

— Oh. ― Dice Bonnie.
― Oh, ¿todo esto es para mí?

Algo dentro de mí da un vuelco cuando recuerdo otra voz. Rue. En la arena. Cuando le di el zanco de granso. “Oh. Nuca antes había tenido un zanco completo para mí.” La incredulidad de los crónicamente hambrientos.

— Sí, cómela. ― Digo.

Bonnie sostiene el bollo como si no se acabara de creer que es real y después hunde los dientes en él una y otra vez, incapaz de parar.

― Es mejor si lo masticas. ― Asiente, intentando ir más despacio, pero sé lo difícil que es cuando tienes tanta hambre.
― Creo que vuestro té está listo. ― Aparto la lata de las cenizas.

Twill saca dos tazas de lata de su mochila y vierto el té, dejándolo sobre el suelo para que se enfríe. Se acurrucan juntas mientras comen, soplando sobre su té, y tomando sorbitos hirvientes mientas yo preparo el
fuego. Espero hasta que se están chupando la grasa de los dedos para preguntar.

― Así que, ¿Cuál es vuestra historia? ― Y me la cuentan.

Desde los Juegos del Hambre, había estado creciendo el descontento en el Distrito 8.
Siempre había estado allí, por supuesto, en cierto grado. Pero lo que era diferente era que sólo hablar ya no bastaba, y la idea de pasar a la acción pasó de un deseo a la realidad. Las fábricas de textil que sirven a Panem son muy ruidosas por la maquinaria, y el barullo también ayudaba a hacer correr la voz, unos labios cerca de un oído, palabras sin llamar la atención, sin vigilar.

Twill daba clase en el colegio, Bonnie era una de sus alumnas, y después del timbre final, las dos se pasaban un turno de cuatro horas en la fábrica que se especializaba en uniformes de agentes de la paz. Le llevó meses a Bonnie, que trabajaba en el frío muelle de inspección, asegurarse los dos uniformes, una bota por aquí, unos pantalones por allá. Se suponía que eran para Twill y su marido porque era entendido que, una vez que el levantamiento empezase, sería crucial hacer correr la voz acerca de él más allá del Distrito 8 si debía extenderse y tener éxito.

El día que Peeta y yo fuimos e hicimos nuestra aparición del Tour de la Victoria era de hecho un tipo de ensayo. La gente de la multitud se colocó según su equipo, junto a los edificios que serían sus objetivos cuando estallara la rebelión. Ese era el plan: traer abajo los centros de poder en la ciudad como el Edificio de Justicia, el Cuartel General de los agentes de la paz, y el Centro de Comunicaciones de la plaza. Y en otras localizaciones en el distrito: la vía de tren, el granero, la estación eléctrica, y la armería.

La noche de mi compromiso, la noche en que Peeta cayó de rodillas y proclamó su amor inmortal hacia mí delante de las cámaras en el Capitolio, fue la noche que empezó el levantamiento. Era la tapadera ideal. Nuestra entrevista del Tour de la Victoria con Caesar Flickerman era de visión obligada. Le dio a la gente del Distrito 8 una razón para estar en las calles después de caer el sol, ya fuera reuniéndose en la plaza o en diversos centros comunitarios alrededor de la ciudad para verla. Normalmente esa actividad habría sido demasiado sospechosa. En vez de ello todo el mundo estaba en su sitio a la hora acordada, ocho en punto, cuando se pusieron las máscaras y se desató el infierno.

Tomados por sorpresa y superados en número, los agentes de la paz fueron inicialmente superados por la multitud. El Centro de Comunicaciones, el granero y la estación eléctrica fueron todos asegurados. A medida que fueron cayendo los agentes de la paz, los rebeldes fueron apropiándose de armas. Había esperanza de que esto no hubiera sido un acto de locura, que de alguna forma, si pudieran hacer llegar la voz a los otros distritos, tal vez fuera posible la caída del gobierno del Capitolio.

Pero entonces cayó el hacha. Empezaron a llegar agentes de la paz a millares.
Aerodeslizadores bombardeaban las fortalezas rebeldes hasta dejarlas reducidas a cenizas. En el completo caos que siguió, todo lo que la gente podía hacer era volver a sus casas con vida. Llevó menos de cuarenta y ocho horas someter a la ciudad. Después, durante una semana, se cerró la ciudad. Sin comida, sin carbón, se les prohibió a todos abandonar sus casas. La única vez que la televisión enseñaba algo que no fuera estática era cuando los instigadores eran ahorcados en la plaza. Después, una noche, cuando todo el distrito estaba al borde de la hambruna, llegó la orden de volver al trabajo como siempre.

En llamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora