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— ¿Tú . . . ahorcaste . . . a Seneca Crane? ― Dice Cinna.

— Sí. Estaba fardando de mis nuevas habilidades para atar nudos, y de alguna forma terminó al final del lazo.

— Vale, Katniss. ― Dice Effie en una voz ahogada.
― ¿Cómo sabías siquiera acerca de eso?

— ¿Es un secreto? El Presidente Snow no actuó como si lo fuera. De hecho, parecía deseoso de que lo supiera. ― Digo.

Effie deja la mesa con la servilleta presionada contra la cara.  Ahora he disgustado a Effie. Debí haber dicho que disparé unas cuantas flechas.

— Pensarías que lo teníamos planeado. ― Dice Peeta, ofreciéndome una ligerísima sonrisa.

— ¿No lo teníais? ― Pregunta Portia. Sus dedos presionan sus párpados cerrados como si se estuviera protegiendo de una luz muy brillante.

— No. ― Digo, mirando a Peeta con una nueva apreciación.
― Ninguno de los dos sabía siquiera lo que iba a hacer antes de entrar.

— Y, ¿Haymitch? ― Dice Peeta.
― Decidimos que no queremos ningún otro aliado en la arena.

— Bien. Entonces no seré responsable de que matéis a ninguno de mis amigos con vuestra estupidez.

— Eso es justamente lo que estábamos pensando. ― Le digo yo.

Terminamos la comida en silencio, pero cuando nos levantamos para ir a la sala, CInna me rodea con el brazo y me da un apretón.

— Vayamos a ver esas notas de entrenamiento.

Nos reunimos alrededor de la televisión y una Effie de ojos enrojecidos se nos vuelve a unir.
Aparecen los rostros de los tributos, distrito tras distrito, y sus puntuaciones centellean bajo sus fotos. Del uno al doce. Unas notas altas predecibles para Cashmere, Gloss, Brutus, Enobaria y Finnick. Bajas o medias para los demás.

— ¿Han dado alguna vez un cero? ― Pregunto.

— No, pero hay una primera vez para todo. ― Responde Cinna.

Y resulta que tiene razón. Porque cuando Peeta y yo sacamos un doce cada uno, hacemos historia en los Juegos del Hambre. Aunque nadie se siente como para celebrarlo.

— ¿Por qué lo hicieron? ― Pregunto.

— Para que os demás no tengan más opción que señalaros como objetivo. ― Dice Haymitch con voz neutra.
― Id a la cama. No puedo soportar miraros a ninguno de los dos.

Peeta me acompaña a mi habitación en silencio, pero antes de que pueda decir buenas noches, lo rodeo con los brazos y apoyo mi cabeza contra su pecho. Sus manos se deslizan hacia arriba por mi espalda y su mejilla descansa contra mi pelo.

— Siento haber puesto peor las cosas. ― Digo.

— No peor que yo. ¿Por qué lo hiciste, por cierto?

— No lo sé. ¿Para enseñarles que soy más que una pieza en sus Juegos?

Él se ríe un poco, sin duda recordando la noche antes de los Juegos el año pasado.
Estábamos en el tejado, ninguno de los dos capaz de dormir. Peeta había dicho entonces algo parecido, y yo no había entendido a qué se refería. Ahora sí.

— Yo también. ― Me dice.
― Y no estoy diciendo que no lo vaya a intentar. Llevarte a casa, quiero decir. Pero si soy perfectamente sincero sobre de ello . . .

— Si eres perfectamente sincero sobre ello, crees que el Presidente Snow probablemente les haya dado órdenes directas para que se aseguren de que morimos en la arena pase lo que pase.

— Se me ha pasado por la cabeza.

También se me ha pasado a mí por la cabeza. Repetidamente. Pero aunque sé que yo nunca dejaré esa arena con vida, aún albergo la esperanza de que Peeta lo hará. Después de todo, él no sacó esas bayas, yo lo hice. Nadie ha dudado nunca de que el desafío de Peeta no estuviera motivado por amor. Así que tal vez el Presidente Snow preferirá mantenerlo a él con vida, machacado y con el corazón roto, como un aviso viviente para otros.

— Pero incluso si eso sucede, todos sabrán que nos fuimos luchando, ¿verdad? ― Pregunta Peeta.

— Todos lo sabrán. ― Respondo.

Y por primera vez, me distancio de la tragedia personal que me ha consumido desde que anunciaron el Quell. Recuerdo al anciano al que le dispararon en el Distrito 11, y a Bonnie y Twill, y los rumores de levantamientos. Sí, todos en los distritos estarán pendientes de mí para ver cómo manejo esta sentencia de muerte, este acto final de la dominación del Presidente Snow. Estarán buscando alguna señal de que sus batallas no han sido en vano. Si puedo dejar claro que estoy desafiando al Capitolio hasta el final, el Capitolio me habrá matado . . . pero no a mi espíritu. ¿Qué mejor forma de darles esperanza a los rebeldes?

Lo más hermoso de esta idea es que mi decisión de mantener a Peeta vivo a expensas de mi propia vida es un acto de desafío en sí mismo. Una negativa a jugar los Juegos del Hambre según las reglas del Capitolio. Mi agenda privada encaja completamente con mi agenda pública. Y si de verdad pudiera salvar a Peeta . . . en términos de revolución, esto sería lo ideal. Porque yo seré más valiosa estando muerta. Pueden convertirme en algún tipo de mártir por la causa y pintar mi cara en estandartes, y eso hará más para congregar a gente que nada que pudiera hacer estando viva. Pero Peeta será más valioso vivo, y trágico, porque será capaz de convertir su dolor en palabras que transformen a la gente.

En llamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora