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Cinna tiene unas cuantas cosas más a las que atender, así que decido dirigirme al piso de abajo del Centro de Renovación, que aloja el inmenso lugar de reunión para los tributos y sus carruajes antes de las ceremonias de apertura. Tengo la esperanza de encontrar a Peeta y a Haymitch, pero aún no han llegado. Al contrario que el año pasado, cuando todos los tributos estaban físicamente pegados a sus carruajes, la escena es muy social. Los vencedores, tanto los tributos de este año como sus mentores, están esparcidos en pequeños grupos, hablando. Por supuesto, todos ellos se conocen y yo no conozco a nadie, y no soy exactamente del tipo de persona que va por ahí presentándose a los demás. Así que me limito a acariciarle el cuello a uno de mis caballos intentando pasar desapercibida.

No funciona.

El crujido llega a mi oído antes siquiera de saber que está a mi lado, y cuando vuelvo la cabeza, los famosos ojos verde mar de Finnick Odair están a centímetros de los míos. Se mete un azucarillo en la boca y se apoya contra mi caballo.

— Hola, Katniss. ― Dice. Como si nos hubiéramos conocido durante años, cuando de hecho nunca nos hemos visto antes.

— Hola, Finnick. ― Digo, igual de casualmente, aunque me siento incómoda por su cercanía, especialmente ya que tiene tanta piel expuesta.

— ¿Quieres un azucarillo? ― Dice, ofreciendo su mano, que está llena hasta arriba.
― Se supone que son buenos para los caballos, pero ¿a quién le importa? Ellos tienen años para comer azúcar, mientras que tú y yo . . . bueno, si vemos algo dulce, mejor que lo agarremos rápido.

Finnick Odair es como una leyenda viva en Panem. Ya que ganó los Sexagésimo Quintos Juegos del Hambre cuando tenía sólo catorce años, aún es de los vencedores más jóvenes. Siendo del Distrito 4, era un Profesional, así que la suerte ya estaba de su parte, pero lo que ningún entrenador podía reclamar haberle dado era su extraordinaria belleza. Alto, atlético, con piel dorada y pelo broncíneo y esos ojos increíbles. Mientras otros tributos ese año fueron muy presionados para conseguir un puñado de grano o algunas cerillas como regalo, Finnick nunca tuvo falta de nada, ni comida ni medicina ni armas. Le llevó más o menos una semana a sus competidores darse cuenta de que él era el enemigo a batir, pero ya era demasiado tarde. Ya era un buen luchador con las lanzas y espadas que había encontrado en la Cornucopia.

Cuando recibió un paracaídas plateado con un tridente―lo que debe de ser el regalo más caro que he visto nunca en la arena―ya se había acabado todo. La industria del Distrito 4 es la pesca. Había estado en barcos toda su vida. El tridente era una extensión natural, letal, de su brazo. Tejió una red de algún tipo de vid que encontró, la usó para atrapar en ella a sus oponentes para poder ensartarlos con el tridente, y en cuestión de días la corona era suya.

Los ciudadanos del Capitolio han estado babeando por él desde entonces.

Por su juventud, no pudieron tocarlo de verdad durante el primer año o dos. Pero desde que cumplió los dieciséis, ha pasado su tiempo en los Juegos perseguido por aquellas desesperadamente enamoradas de él. Nadie retiene su favor durante mucho tiempo. Puede pasar por cuatro o cinco en su visita anual. Viejas o jóvenes, encantadoras o corrientes, ricas o muy ricas, les hace compañía y acepta sus extravagantes regalos, pero nunca se queda, y una vez se ha ido nunca vuelve.

No puedo discutir que Finnick no sea una de las personas más despampanantes y sensuales en el planeta. Pero puedo decir con sinceridad que nunca me ha resultado atractivo. Tal vez es demasiado guapo, o demasiado fácil de conseguir, o tal vez en realidad lo que pasa es que sería demasiado fácil de perder.

— No, gracias. ― Le digo al azúcar.
― Aunque me encantaría coger prestado tu atuendo alguna vez.

Está cubierto en una red dorada que está estratégicamente anudada en su entrepierna para que no se pueda decir técnicamente que está desnudo, pero está tan cerca de eso como es posible. Estoy segura de que su estilista piensa que cuanto más Finnick vea la audiencia, mejor.

— Me estás aterrorizando de verdad en ese traje. ¿Qué les pasó a los vestidos de niñita guapa? ― Pregunta. Se humedece los labios muy levemente con la lengua. Probablemente esto vuelva loca a la mayor parte de la gente. Pero por alguna razón todo en lo que puedo pensar es el viejo Cray, salivando sobre alguna joven pobre y hambrienta.

— Me hice mayor. ― Digo.

Finnick toma el cuello de mi atuendo y lo desliza entre sus dedos.

— Es malo todo esto del Quell. Podrías haberte distinguido como una bandida en el capitolio. Joyas, dinero, lo que quisieras.

— No me gustan las joyas, y tengo más dinero del que necesito. Por cierto, ¿en qué te gastas tú el tuyo, Finnick?

— Oh, no he hecho tratos por algo tan común como dinero en años.

— ¿Entonces cómo te pagan por el placer de tu compañía?

— Con secretos. ― Dice suavemente. Inclina hacia delante la cabeza de modo que sus labios están casi en contacto con los míos.
― ¿Y qué hay de ti, chica en llamas? ¿Tienes algún secreto que merezca mi tiempo?
Por alguna razón estúpida, me sonrojo, pero me obligo a mantenerme en mi sitio.

— No, soy un libro abierto. ― Respondo también en susurros.
― Todo el mundo parece saber mis secretos incluso antes que yo misma.

Sonríe.

— Desafortunadamente, creo que eso es cierto. ― Sus ojos se desvían brevemente hacia un lado.
― Peeta está viniendo. Siento que tengas que cancelar tu boda. Sé lo devastador que eso debe de haber sido para ti. ― Se mete otro azucarillo en la boca y se va.

En llamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora