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No puedo evitar pensar que este es el resultado directo de la desaparición de Haymitch, Peeta y mía antes durante el día. Es algo reconfortante, sin embargo, pensar que Haymitch tal vez haya tenido razón. Que nadie estaría monitorizando la cúpula polvorienta donde hablamos. Aunque me apuesto a que ahora sí lo hacen.

Effie parece tan disgustada que la abrazo espontáneamente.

— Eso es horrible, Effie. Tal vez no debiéramos ir a la cena después de todo. Por lo menos hasta que se disculparan. ― Sé que nunca estará de acuerdo con esto, pero se anima considerablemente ante la sugerencia, ante la validación de su queja.

— No, lo soportaré. Es parte de mi trabajo lidiar con los puntos altos y los bajos. Y no podemos dejar que vosotros dos os perdáis la cena. Pero gracias por el ofrecimiento, Katniss.
Effie nos ordena en formación para nuestra entrada. Primero los equipos de preparación, después ella, los estilistas, Haymitch. Peeta y yo, por supuesto, ocupamos la retaguardia.

En algún punto por debajo de nosotros, músicos empiezan a tocar. Cuando la primera onda de nuestra pequeña procesión empieza a bajar los escalones, Peeta y yo nos damos la mano.

— Haymitch dice que hice mal en gritarte. Que tú sólo operabas bajo sus instrucciones. ― Dice Peeta.
― Y no es como si yo no te hubiera ocultado cosas en el pasado.
Recuerdo el shock que había supuesto oír a Peeta confesar su amor por mí delante de todo Panem. Haymitch había sabido acerca de eso y no me lo había dicho.

— Creo que yo también rompí unas cuantas cosas después de esa entrevista.

— Sólo una urna. ― Dice él.

— Y tus manos. Aunque ya no tiene sentido, ¿verdad? ¿No ser sinceros el uno con el otro?

— No tiene sentido. ―Dice Peeta. Estamos de pie en la parte alta de las escaleras, dándole a Haymitch una ventaja de quince pasos tal y como indicó Effie.
― ¿De verdad fue esa la única vez que besaste a Gale?
Estoy tan sorprendida que respondo.

— Sí. ― Con todo lo que ha pasado hoy, ¿de verdad lo estaba reconcomiendo esa pregunta?

— Esos son quince. Hagámoslo. ― Dice.

Una luz nos golpea, y pongo la sonrisa más brillante que puedo.

Bajamos los escalones y somos absorbidos por lo que se convierte en una ronda indistinguible de cenas, ceremonias, y viajes en tren. Cada día es lo mismo. Despertarse. Vestirse. Conducir entre muchedumbres que nos aclaman. Escuchar el discurso en nuestro honor. Dar un discurso de agradecimiento en respuesta, pero sólo el que nos dio el Capitolio, ahora nunca añadidos personales. A veces un breve tour: un vistazo al mar en un distrito, altosbbosques en otro, feas fábricas, campos de trigo, refinerías malolientes. Vestirse con ropa de noche. Acudir a la cena. Tren.

Durante las ceremonias, somos solemnes y respetuosos pero siempre unidos, por nuestras manos, nuestros brazos. En las cenas, estamos al borde del delirio por nuestro mutuo amor. Nos besamos, bailamos, nos pillan intentando escaparnos para estar a solas. En el tren, nos sentimos silenciosamente miserables mientras intentamos evaluar el efecto que estamos teniendo.

Incluso con nuestros discursos personales para aplacar el descontento―es innecesario decir que los que pronunciamos en el Distrito 11 fueron editados antes de que el evento fuera emitido en televisión―puedes sentir algo en el aire, el murmullo de la ebullición en una pota a punto de desbordarse. No en todas partes. Algunas multitudes tienen ese aire de ganado fatigado que sé que el Distrito 12 suele proyectar en las ceremonias de los vencedores. Pero en otros―particularmente el 8, el 4 y el 3―hay una genuina euforia en los rostros de la gente cuando nos ve y, bajo la euforia, furia. Cuando gritan mi nombre, es más un grito de venganza que una aclamación.

Cuando los agentes de la paz se acercan para calmar a una muchedumbre indisciplinada, esta les devuelve el empujón en vez de retraerse. Y entonces sé que no hay nada que yo hubiera podido hacer jamás para cambiar esto. Ninguna muestra de amor, aunque creíble, cambiaría esta marea. Si el que alzara esas bayas fue un acto de locura pasajera, entonces esta gente también abrazará la locura.

Cinna empieza a recoger mi ropa alrededor de la cintura. El equipo de preparación se vuelve loco por los círculos debajo de mis ojos. Effie empieza a darme pastillas para dormir, pero no funcionan. No lo bastante bien. Sólo me duermo para despertarme a pesadillas que han incrementado en número e intensidad. Peeta, que se pasa una gran parte de la noche vagando por el tren, me oye gritar mientras lucho por salir del aturdimiento de la droga que sólo prolonga los horribles sueños. Él consigue despertarme y tranquilizarme. Después se sube a la cama para sostenerme hasta que vuelvo a dormirme. Después de eso, rechazo las pastillas. Pero cada noche lo dejo entrar en mi cama. Soportamos la oscuridad tal y como lo hacíamos en la arena, envueltos en los brazos del otro, protegiéndonos de peligros que pueden descender en cualquier momento. No pasa nada más, pero nuestro arreglo rápidamente se convierte en objeto de cotilleo en el tren.

Cuando Effie me lo menciona, pienso, Bien. Tal vez le llegue al Presidente Snow. Le digo que haremos un esfuerzo por ser más discretos, pero no lo hacemos.
Las consecutivas apariciones en el 2 y el 1 son su propia clase de horribles. Cato y Clove, los tributos del Distrito 2, tal vez hubieran llegado ambos a casa si Peeta y yo no lo hubiéramos hecho. Yo maté personalmente a la chica, Glimmer, y al chico del Distrito 1. Mientras intento evitar mirar a su familia, me entero de que su nombre era Marvel. ¿Cómo es que nunca lo supe? Supongo que antes de los Juegos no presté atención, y después no lo quise saber.

Para cuando llegamos al Capitolio, estamos desesperados. Hacemos apariciones interminables ante muchedumbres adoradoras. No hay peligro de un levantamiento aquí entre los privilegiados, entre aquellos cuyos nombres nunca se introducen en las bolas de la cosecha, aquellos cuyos hijos nunca mueren por supuestos crímenes cometidos hace generaciones.
No necesitamos convencer a nadie en el Capitolio de nuestro amor, pero nos aferramos a la débil esperanza de que aún podemos llegarles a algunos de los que no pudimos convencer en los distritos. Lo que quiera que hagamos parece demasiado poco, demasiado tarde.

De vuelta en nuestras habitaciones en el Centro de Entrenamiento, yo soy la que sugiere la proposición pública de matrimonio. Peeta accede a hacerlo pero luego desaparece en su habitación durante mucho tiempo. Haymitch me dice que lo deje solo.

— Creí que lo quería, de todas formas. ― Digo.

— No así. ― Dice Haymitch. ― Él quería que fuera real.

Vuelvo a mi habitación y me acuesto debajo de las mantas, intentando no pensar en Gale y no pensando en otra cosa.
Esa noche, en el escenario delante del Centro de Entrenamiento, balbuceamos como podemos nuestras respuestas a una lista de preguntas. Caesar Flickerman, en su brillante traje azul medianoche, su pelo, párpados y labios aún teñidos de azul pastel, nos guía sin fallos en la entrevista. Cuando nos pregunta sobre el futuro, Peeta se coloca sobre una rodilla, abre su corazón, y me suplica que me case con él. Yo, por supuesto, acepto. Caesar está fuera de sí, la audiencia del Capitolio está histérica, planos de muchedumbres por todo Panem muestran un país loco de felicidad.

El Presidente Snow en persona nos hace una visita sorpresa para felicitarnos. Le da la mano a Peeta y le da una palmadita aprobadora en el hombro. A mí me abraza, envolviéndome en el olor a sangre y rosas, y planta un beso hinchado en mi mejilla. Cuando se aparta, sus dedos clavándose en mis brazos, su cara sonriendo a la mía, me atrevo a alzar las cejas. Ellas preguntan lo que mis labios no pueden. ¿Lo hice? ¿Fue suficiente? ¿Fue el renunciar a todo por ti, seguir el juego, prometer casarme con Peeta, suficiente?

Como respuesta, sacude la cabeza casi imperceptiblemente.

En llamasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora