Capítulo 16

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Aparte de las ferias ya casi es el día en el que comenzamos las clases. Siempre lo hacen un par de días antes de las fiestas, para ir entrando en calor, argumentan desde educación. Por lo bajo pienso que en calor ya entro con el Vodka y con Ángel.

Al final he tenido que elegir las Ciencias Sociales, aunque me ha parecido todo de lo más injusto. Yo venía de ciencias, habiendo cursado física y química, matemáticas y biología, esta última uno de los grandes amores de mi vida. Fui a ver al director para exponerle mis dudas. Le expliqué que no quería dar las mates de ciencias ni la química, pero sí biología. Me contestó que eso era del todo imposible. Aquí debo hacer un inciso para explicar que yo siempre he sido fan de las series de Estados Unidos, donde ves que los alumnos pueden elegir indistintamente las asignaturas que creen que les van a servir mejor para lo que quieren estudiar después o simplemente para saber cuáles se te dan mejor o cuáles te gustan más o menos. Lo intenté con este alegato, pero me dejó claro que en nuestro país es no se hace. Me llevé un chasco. Como no quería sufrir con el resto de asignaturas de ciencias me matriculé en Sociales. Elegí literatura universal y latín un poco por resarcirme de la biología. Porque encima, obligatoriamente, tenía que hacer probabilidad y estadística, y maldita la gracia que me hacía.

Estaba agobiada desde el año pasado. El día de la muerte de papá me ocurrió algo que nunca me había pasado. Algo que me asustó y que luego se repetía de vez en cuando aunque en menor intensidad, pero hizo que no me sintiese siempre bien y que todo me empezase a dar cierto vértigo.

Fuimos a sacar a mi perro, Juan y yo. Me sentía algo mareada. Iba como en trance, sin ser consciente de nada. Cuando llegamos al final del paseo me dio una especie de vértigo y de pronto todo se volvió negro en mi mente, notaba que me caía y entonces me vi desde fuera. Yo estaba al otro lado y podía ver a Juan con mi perrito, y también estaba yo, a su lado. Quería hablar, pero no salía nada de mi garganta. Necesitaba gritar que yo estaba aquí y no allí. No sentí miedo en ningún momento, solo frustración por no ser capaz de comunicarme. A Juan lo veía como más blanco, asustado y yo solo quería explicarle que quería volver a mi cuerpo. Me costó «entrar». Cuando volví a tener cierto control sobre mí escuché que Juan me llamaba: « Julia, Julia, ¿qué te pasa?», «solo me he mareado, mentí» «quiero irme a casa» «estoy cansada».

Me llevaba casi en brazos, con mi perro siguiéndonos. Ambos parecían asustados. Ese día ni siquiera intentó escaparse al verse libre de la correa, porque me di cuenta que la había soltado en algún momento. Llegamos a casa, Juan le dijo a mamá que me había dado un mareo, ella me preparó un caldo y me fui a dormir. Al día siguiente le conté lo que vi realmente. Todo parecía indicar que fue un momento de tensión. No le hicimos caso a este hecho que parecía aislado, pero luego empecé a tener cada vez más ansiedad por cualquier cosa y más miedo. No me sentía perezosa, pero sí más cansada. Por lo que la elección de un bachillerato u otro vino en parte regido por esto. No me veía capaz de lidiar con mis compañeros –había tenido mal rollo con dos o tres de las chicas por sacar mejores notas que ellas- y aunque todo lo demás eran amigos, me parecía que una opción con menos presión era lo mejor. Por esto terminé ese día con la matrícula de sociales.

Cuando salí del instituto pensaba que no estaba muy segura de lo que había hecho, pero ya estaba. Una parte de mí sentía que era la más fácil.

Siento que estoy perdiendo el control de mi vida. Me cuesta decidirme por todo, incluso por las mayores tonterías. Parece que lo que hago en los últimos meses se rige por la premisa de si será sencillo, medianamente complicado o muy difícil. Y sé que no debería estar haciendo las cosas tan mal. Pero me desbordan mis propios pensamientos. Me adelanto a lo que puede suceder y actúo en función de lo que creo que pasará, pero luego no ocurre así. No sé lo que le pasa a mi cabeza. Tampoco quise hacer el viaje de cuarto de la ESO porque me agobiaba solo el pensar en hacer la maleta, en estar sola, en no pasarlo bien –y fue un error, porque todos eran amigos, fue una experiencia divertida y enriquecedora, nadie hizo el vacío a nadie y estuvieron contando anécdotas durante semanas-. Me da envidia que todos parezcan más cuerdos que yo, más seguros, con menos miedos.

Pero ya está. La decisión está tomada. Y cuando se lo digo a mi madre no le cuento por qué lo he hecho. No le digo que tengo tanto miedo de todo que prefiero ir a lo fácil, a lo que sé que puedo aprobar. A lo que creo que puedo manejar –como si no fuera a ser capaz de hacer algo más complicado, aunque sea un reto-. Poco a poco voy contando medias verdades, que no son mentiras, porque eso se me da mal. Simplemente he abierto un baúl donde guardo las cosas que me atormentan. No se las cuento a mis amigos, ni por supuesto a Ángel, ni a Juan, cuando me ve y me pregunta por la calle. Ahora solo pienso en salir de fiesta y cerrar la llave de ese baúl maldito.

Me escondo en mi imagen, que cada día cuido más. El primer día de clase me esfuerzo por ir lo mejor posible. No me maquillo, pero si voy con vaqueros y jersey bonitos y zapatillas blancas, siempre blancas. El pelo largo suelto, liso, limpio, huele bien. Mucha colonia. Mi miedo no se huele. Tampoco lo hizo en la ESO. Mis compañeros parecen simpáticos. A algunos ya los conozco. Son de mi parcela o ya he coincidido con ellos. Otros son nuevos, jugadores de fútbol profesional, modalidad «jóvenes promesas». Me caen bien la mayoría. Me siento con Mónica, una de mis mejores amigas. Pero detrás están Talía y Carmen, con las que me llevo también muy bien. Luego están todos los demás. Con las chicas, que somos muy pocas, me llevo bien casi el primer día. Logramos hacer piña y en algunas clases nos cambiamos de compañeras para cotillear sobre el verano, sobre nuestros novios, nuestros amantes, el futuro que queremos, dónde iremos de viaje de fin de curso, que ese año se hace para todo bachillerato por primera vez. Cosas así. Lo pasamos genial. Nos reímos de algunos profesores, de cómo nos dan clase por ejemplo la de inglés o el de historia. Parece que están en su mundo, uno paralelo que nadie entiende y que nos aburre a todos. Luego está el director, que nos da clase de mates, pero con el que yo no entiendo la mitad, aunque me cae fenomenal. Mis preferidas son la profesora de filosofía y la de lengua. Ambas tienen tal pasión por lo que hacen que es el único rato en el que estoy callada y atenta. Sin duda serán mis asignaturas favoritas. Ya no tenemos gimnasia, lo que es un descanso, sobre todo porque no lo hacíamos en las instalaciones, sino en un polideportivo que está cerca pero nos hacía madrugar más. Nos daba pereza y no era muy interesante lo que nos enseñaban.

En esos días, que ya casi son los de fiestas, les cuento lo que me ha pasado en verano. La mayoría me aconseja dejarlo totalmente con Juan, que todas saben cómo es. Un macarra. Tienen razón.

Ya el viernes hablamos de vernos en algún momento por alguna zona de la ciudad para hacer un brindis por el nuevo curso, por las amistades del futuro y porque nos llevemos todos bien. Me parece una gran idea y encima ya podemos ir a una discoteca que tenemos en el barrio y que es muy conocida. Ahora podremos dividirnos entre el centro y el barrio. Este verano hemos estado alternando entre la discoteca de siempre y otra, pero a mí no me gusta. Creo que el año nuevo tiene posibilidades. Pero hoy, viernes, tengo que salir del insti e ir a prepararme para la primera salida. Apenas he visto a Ángel porque él también ha empezado una FP o algo así. No me he enterado muy bien de qué iba, la verdad. Tengo la cabeza loca. Septiembre es tiempo de cambios. En realidad es mi mes favorito, desde siempre. Disfruto también agosto, cuando soy consciente de que es el último mes de piscina, las últimas semanas de vaguear, de vacaciones a tope, de andar como un zombie todo el día porque ya no sabes qué hacer. Agosto es calor, aburrimiento y también la esperanza de que el mes que está por llegar me deparará cosas nuevas y buenas. Nosotros tenemos la suerte de que todavía queda una sala de videojuegos Arcade. Es de las pocas que sobreviven, como nuestro viejo videoclub.

Por alguna razón, igual por la muerte tan sobrecogedora e inesperada de mi padre, me estoy dando cuenta que quizá sea la última vez que pueda disfrutar de muchas cosas. Estos pensamientos, que antes no tenía nunca, ahora son continuos. Aparecen cuando menos los espero y me sacuden el cerebro como una descarga de realidad. No los soporto. Prefiero pensar en hoy. En la fiesta. En lo que me voy a poner. En la gente a la que voy a ver. En lo que va a pasar –si es que pasa algo- esa noche.

Algo raro pasóDonde viven las historias. Descúbrelo ahora