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Nos vestimos rápidamente. Elijo unos pantalones cómodos de vestir, que son un poco anchos, unas playeras blancas y un jersey rojo. A juego, mi cazadora negra. La mochila hacia delante. Mucha colonia –aunque nos hemos lavado como los gatos- y mucho, mucho sueño. Vamos bajando todos, con cara de sueño, ojeras, pelo sucio, cansancio, hambre y sobre todo, ganas de un buen café italiano.
En el restaurante, que está al aire libre, pero protegido por una especie de lona, nos sentamos. Alguien nos hace una foto. Qué mal, no imagino mi cara. Hablo un poco con Cata, me cuenta que estuvieron todos en una habitación de arriba. Yo le digo que nosotros, al final, éramos pocos, que algunos se habían quedado en otros lugares. Parece que a ellos también les tuvieron que echar y fueron más serios porque había muchas personas dentro. Le cuento que Izan estuvo, anoche, muy pendiente de mí. A ver, que es un chico mono, pero no es mi estilo y encima se le ve tan solícito, que no me acostumbro. Le pregunto si Carlos y Adrián estuvieron con ellos y me responde que sí. Mientras me tomo el café y me como una tostada le hago gestos a Carlos para que se acerque. Le digo muy seria que qué pasa, que si mis fiestas son menos guays que las de arriba. Se ríe y me promete que esta noche vendrá con nosotras, pero que le da vergüenza porque casi no hemos hablado. Le digo que no diga tonterías, nos llevamos genial, ¿qué problema hay?
Terminamos el desayuno y nos dirigimos al bus. Me siento con Martina, aunque con las confianzas nos vamos cambiando de sitio cada poco tiempo, pero en todo momento estamos pendientes de la otra, para que no nos sintamos solas. Convencemos a León –que es muy simpático- y a Carlos, de que hoy vengan con Izan, Marta, Paula, Mario y yo. Aceptan, al menos un ratito.
El bus para, por fin y podemos ver el Coliseo. Es inmenso. Creo que me he enamorado. Primero nos enseñan el exterior, con su muro medio derruido, y aun así imponente. Cuando entramos, nos explica un guía, que ese año ha coincidido que El Coliseo está en obras y no tiene arena. Nos miramos, decepcionados. El guía se da cuenta y nos dice: -pero vais a ser de los pocos que puedan ver las jaulas, los calabozos, y las trampillas, por donde salían las fieras o los gladiadores. Así que lo seguimos. Vamos mirando hacia abajo y vemos un pasillo estrecho y todo lo que es la parte que habitualmente está escondida al público. Es impresionante. Cuando nos encontramos en el centro, miramos alrededor y nos imaginamos a tantos Césares ahí sentados, poniéndose en pie y girando el dedo gordo hacia arriba o hacia abajo, en señal de vida o muerte. «Los que van a morir te saludan», me viene a la mente la famosa frase. Nos hacemos fotos, con Cata, con mis nuevas amigas, con los chicos. Izan aprovecha y me pasa un brazo alrededor de los hombros y Carlos se ríe cuando lo ve. No sé si lo hace porque nota que Izan está detrás de mí o porque todo le hace gracia últimamente. Nunca le he visto reírse tanto, aunque normalmente él está al fondo de la clase y no lo veo.
Al rato salimos. Vamos andando por las calles de Roma. Visitamos ruinas. Al llegar el medio día nos llevan a comer. Pasta, elegimos. Ayer estaba buenísima. Al terminar nos dan la tarde libre. Podemos pasearnos por Roma, pero a la hora establecida se vuelve al punto donde está el bus. Nos dividimos. Primero me voy a solas con Cata a tomar un buen café y un helado, de esos famosos. Nos damos un gran paseo por calles con cuyos nombres no logro quedarme. Hablamos solo del viaje, de lo bien que lo estamos pasando. No mencionamos España, ni falta que hace. Luego nos encontramos con nuestros respectivos grupos en un parque gigante donde están tirados de forma indolente, sin hacer nada. Les ponemos a todos en movimiento y nos paseamos por más calles. Comprobamos que es cierto lo que dicen de los conductores en Roma, ¡son un auténtico peligro!, da igual que crucemos por un paso para peatones, en verde o en rojo, porque van a intentar atropellarte en todo momento. Es una ciudad muy contaminada y con mucho ruido. Me doy cuento de que la gente grita muchísimo, desde todas partes se escuchan voces. También vemos los típicos carros llevados por caballos. Es una ciudad que intenta evolucionar con el pasado siempre presente.
De pronto nos damos cuenta de que no hemos visto La Fontana Di Trevi. Martina y yo corremos por las calles de Roma, preguntando en un tosco italiano/francés/inglés/español, que dónde está la famosa fuente. Finalmente nos acerca un italiano guapísimo. Se llama Marco. Va todo vestido de blanco. Dice que es de la marina, lo que nos hace gracia porque no es que esté muy cerca de su destino. Pero nos da igual. Es moreno, de ojos oscuros, alto. Nos hacen una foto con él. Vamos a salir los tres fenomenal, estoy segura. Él nos hace bromas, dice «la rubia e la morena, me quedo con las dos, ine trio», o algo así. Nos reímos. Lanzamos la moneda y pedimos un deseo. Nos despedimos de Marco, que nos lleva a nuestro punto de encuentro. Se despide y nos pregunta si mañana nos podrá ver. No lo sabemos, respondemos, pero le damos las gracias.
Una chica de nuestra clase ve la escena y viene corriendo, toda emocionada, para decirnos que ella también ha conocido a un chico italiano y que se ha besado con él. Nosotras le contamos que este quería hacer un trío. ¡Madre mía, Cata está alucinando! Ha escuchado la conversación y me dice: «Julia, eres incapaz de no ligar», pero lo dice entre risas.
Ya nos tenemos que ir subiendo al bus. Los profesores cuentan cabezas. Mi compañera, la del chico, se ha quedado fuera y se está besando con un chico. Los profesores la llaman, enfadados, pero ella sube toda coloretes. Nos sonríe y nos guiña un ojo. Estamos todos muy excitados. Está siendo un gran día. Ahora, cuando lleguemos, tenemos que cenar y vuelta a nuestra habitación. Pero con fiesta.
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Algo raro pasó
Teen FictionJulia emprende un camino espinoso de descubrimientos en los años 90; sus primeras experiencias en el amor, el sexo, los viajes con amigos, el acceso a las discotecas y al alcohol. De este modo, se da cuenta de que todo está por hacer, sumiéndose en...