Capítulo 43

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El bus es todo revuelo. Es nuestro último día. Nuestra última aventura. Venecia, la ciudad edificada sobre el agua, la Plaza de San Marcos, la casa de Marco Polo y de otros muchos. La ciudad del Carnaval más excepcional, sin contar el de Nueva Orleans. La ciudad de tantos personajes históricos conocidos ya, como los de Roma, por haber leído muchas novelas de época. La ciudad de la Peste Negra. La ciudad de La Muerte. De las máscaras. De los que van en barca o en góndola, en lugar de en coche o de bus. Dicen que huele mal. Ya lo veremos.

Primero dejamos las cosas en un hotel. Cutre como él solo. Casi más que el de Roma. Resulta que cuando entramos en la habitación y miramos el baño, vemos que la ducha está justo encima del wáter. Bien, podremos hacer varias cosas a la vez. Es asqueroso todo. Las camas están apiladas. Hay tres, que a la vez son literas, o sea seis. Huele fatal. Hay polvo por todos lados. Nos sentamos y se levanta más polvo. Carlos estornuda varias veces. Enseñamos nuestro baño como si fuésemos guías turísticos. No pasa nada, hay más que son parecidas. Otras son un poco más decentes.

Nos llaman. Tenemos prisa. Estamos en una ciudad cerca de Venecia, pero sin agua. Ahora hay que ir a coger un Vaporeto. Llegamos, todo emoción. Nos vamos sentando, pero a medio camino nos queremos asomar. Queremos ver el mar. Los taxis acuáticos. Es curioso. Es como sacado de otro mundo. Observamos la hermosa Venecia. Porque es impresionante. No es imponente, como el Coliseo, pero es de otro planeta. Salimos de la embarcación. Es raro porque se supone que estamos pisando suelo, pero nos van explicando que Venecia se sostiene por columnas de madera. Da la impresión de que todo se va a desmoronar a nuestros pies. ¿Cómo ha podido sobrevivir tanto tiempo en pie? Parece que algunas columnas se empiezan a pudrir, pero casi es imposible arreglarlas. Si hay alguna profesión asegurada en Venecia es la de buzo, o la de gondolero y cualquiera que tenga una lancha puede hacer dinero allí. Están apartados de todo. A mí la ciudad en sí no me huele mal. Será que estoy en mi halo mágico, en mi último día libre. Pisamos la Plaza. Hay mucha gente disfrazada. Vemos muchas máscaras, también a la venta. Mi cabeza ya está pensando en comprar unas cuantas. Hay cientos de tiendas para turistas, muchas más que en Florencia, que parecía más anclada en un tiempo lejano. Venecia está mezclada. Se escucha música, es un poco el metro de Madrid. Mucho acordeón. Calles estrechas donde perderte, puentes famosos que luego iremos a visitar por nuestra cuenta.

Me doy cuenta de que el carrete vuelve a estar lleno de las fotos de Florencia, Pisa y Verona. Tengo que sacarlo. Vuelvo a pedir ayuda a León y a Carlos. Llevamos mucho rato dándole al carrete, pero parece no estar enrollado. Aún así decidimos arriesgarnos...y ¡no! El carrete se ha velado. Esas fotos se han quemado para siempre. Solo van a permanecer en mi memoria porque aunque los demás han hecho muchas no son las mismas. No salimos nosotros en casi ninguna porque cada grupo ha hecho las de sus amigos. León me mira triste. Coloca el siguiente carrete, el último y decidimos no tocarlo.

Lo único que vemos en grupo es la plaza, con su suelo especial, cubierto por sus mosaicos bizantinos, la Basílica de San Marcos, de la que nos cuentan muchas cosas, pero estoy tan cansada que solo miro, no escucho nada a esas alturas, ya lo leeré, solo soy consciente de que estoy allí; vamos al Puente de los Suspiros y pronto se hace la hora de comer. No nos da tiempo a nada más con guía, por lo que después y como es costumbre, nos van a dejar explorar más lugares a nosotros solos.

Comemos en un restaurante. Lo hacemos rápido porque nos queremos ir a seguir viendo cosas. Yo necesito comprar y Martina también. Empezamos a andar sin saber hacia dónde nos dirigimos. En cada puesto nos compramos algo. Camisetas, llaveros, máscaras, cajitas con forma de máscara. De repente me paro porque veo una tienda con peluches de dibujos animados. Quiero a Winnie de Pooh. Me parece que es muy barato. Estoy a punto de elegir otro, pero nos hemos dado cuenta de que se nos hace tarde. Al salir de la tienda nos quedamos mirando otro puente. Qué bonitos son todos. Miramos de nuevo el reloj. Nos deben de estar buscando. Veo a uno de los profesores. Está enfadado. Qué dónde estábamos, que ya están todos esperando al Vaporeto. Le decimos que nos hemos perdido –y es verdad, porque todas las calles se parecen-. Nos dice que no teníamos que haber ido tan lejos sin conocer la ciudad y con tiempo limitado.

Carlos nos pregunta que dónde estábamos, que nos fuimos tan rápido que nos perdieron la pista. Les enseñamos las compras y se fijan, sobre todo, en Wiinie. Todos quieren hacerse fotos con Winnie, así que va pasando de mano en mano mientras nos hacemos fotos.

Como es la última noche la pasamos un grupo enorme. Está Cata también. Nos desmelenamos un poco. Nos queda algo de alcohol. Adrián nos hace masajes a las chicas. Carlos se ha dado cuatro golpes seguidos en la cabeza por el polvo que hay. Cada vez que estornuda, se levanta el doble de polvo y él se golpea con la litera de arriba. Yo no puedo parar de reír, y le digo, como puedo, que se siente en una de arriba. Pero él tampoco puede dejar de reír y de estornudar. Maravillosa noche. Al final no dormimos nada, pero merece la pena. Nos pensamos ducharnos sentados en el wáter, pero decidimos que es demasiado escatológico y dejamos de hacer bobadas. Apenas hemos deshecho nada en ese hotel más mohoso que el de Roma. Ay, Florencia, ¿dónde te has ido?, con tu olor a limpio y tu arte...

Vamos muy cansados al bus que nos va a llevar al aeropuerto, inventándonos canciones, rimas tontas, cambiándonos de sitio, de ropa, haciéndonos más fotos con Winnie. Carlos quiere viajar con el peluche. Me pregunto qué les ha dado a todos con el oso Pooh. Acepto, pero nada de perderlo.

Cuando llegamos al aeropuerto tenemos que esperar. Algunos nos quedamos dormidos allí. Nos sacan fotos durmiendo con Pooh. Nos lo han ido cambiando de mano, pero al final ha vuelto a las mías.

El viaje de vuelta es mucho más tranquilo. Sí que siento la adrenalina cuando despega, pero luego no hay tramos con turbulencias. Vamos dormidos casi todo el trayecto. No me tomo ni un café.

Llegamos a Madrid. Allí nos espera el bus que nos llevará a casa. Ahora que estoy en Madrid, prefiero mi ciudad. Pero me hubiera quedado en Florencia y hubiera ido todos los años de vacaciones a Venecia.

Cuando llegamos es la hora de comer. Nos esperan padres, hermanos, familiares, amigos, a casi todos. Carlos se tiene que ir solo a casa y eso me da pena. Veo a mamá y la abrazo con ganas. «Lo hemos pasado genial», le digo, «¿qué hay de comer?», «Fabes de bote» y nos reímos. Me encantan. La pasta estaba bien, pero ya resultaba agotadora. Carlos baja un tramo con nosotras y con Cata. Es sábado y son las tres del medio día. Cata me dice que ella no va a salir hoy, que quiere dormir. Yo le digo que no voy a poder dormir después de tantas emociones. Comeré y me echaré unas horas, pero si quieren las chicas las veré por la noche para contarles. Aunque sea un ratito.

No puedo evitar mirar hacia la ventana de Juan al llegar a mi portal. Lo veo asomado. Lo saludo con desgana y nos vamos a casa.

Mi sueño ha terminado.

Algo raro pasóDonde viven las historias. Descúbrelo ahora