Capítulo 55

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Epílogo

Un mes antes de que Juan y yo nos separásemos definitivamente, justo el día de mi cumpleaños, tuvo lugar un hecho dramático. Mi perro, el que me había acompañado a todas partes desde que yo era pequeña, murió. Pasamos una noche terrible, en la que me lo llevé a mi habitación para que no estuviera solo. En algún momento lloró un poco y me acerqué. Sabiendo que era el final, avisé corriendo a mi hermano y a mi madre, que acudieron deprisa para despedirse de nuestro perro, de nuestro ángel durante más de quince años.

Al día siguiente la primera persona a la que llamé fue a Juan, que lloró también. Como un niño. Porque todos queríamos a ese peluchito. Nos lo habíamos llevado siempre de vacaciones, a cualquier lugar.

Esa mañana, lo llevó mi hermano al veterinario, para que incinerasen su cuerpecito.

Recuerdo que como era mi cumpleaños, y sin que sirva de excepción, porque lo habitual es que pasasen de nosotros, subieron a vernos mis tíos y mis abuelos. Fue el cumpleaños más triste de mi vida. Más, incluso, que cuando murió papá, porque con él había pasado un tiempo.

Juan estaba tan triste como nosotros, y viéndome así, tuvo, un mes después, un gesto importante y que cambiaría, literalmente, todo mi mundo.

Una mañana estaba con una de mis amigas sentada en el banco que hay en mi parcela. De pronto vimos a Juan que llevaba en brazos un perrito negro. Nos reímos, porque era pequeño, pero muy largo y se había hecho caca por todo el coche de sus padres. Era un cachorro de pastor alemán. De pura raza, pero al que habían abandonado una vez porque la señora a la que iba dirigido, lo vio y no le gustó, por lo que tuvieron que hacerle volver en una jaula y el pobre estaba bastante traumatizado.

Juan me pidió que subiéramos a casa y que bañásemos al nuevo miembro de la familia, así que subimos todos y lo metimos en la bañera. Mi hermano y mamá se asomaron para verlo. Era un cachorrito precioso. Tenía mucho miedo y temblaba. Además le entraba el hipo cada dos por tres y se escondía debajo de mi cama.

Al principio no quería salir a la calle. Tampoco bajar escaleras, ni comer –menos unas hamburguesas que se estaban descongelando una noche y que se comió con papel incluido-. Era una monada, pero no hacíamos vida de él. Yo le dejaba solo un rato en cuanto tenía ocasión, para que se acostumbrase y no ladrase. La primera vez que lo hice se dedicó a llenar la casa de papel higiénico, como el perro del anuncio de Scottex. Otro día mordisqueó, cual ratita, todas las cajas de leche que pudo y se bebió parte de ella, lo que le provocó una diarrea impresionante. Luego tenía la mala costumbre de morder un armario de madera que había en mi habitación. Le dolían las encías porque le estaban saliendo los colmillos definitivos. Con tres meses y medio tenía más dientes que morro. Sus orejas estaban casi, casi, hacia arriba, pero la izquierda se estaba complicando y nos dijeron que le hiciéramos un masaje diario para que se le pusiesen bien tiesas. Hasta mi hermano se lo hacía.

Tuve la suerte de ver y oír su primera «palabra». Le encantaban las pelotas de tenis. Eran su pasión. Un día estaba viendo la tele en la salita, que está junto enfrente de mi habitación, se le escapó la pelota debajo de la cama y no se atrevía a ir a por ella. Entonces lo vi. Todo en tensión, poniendo el culo en pompa y le salió un vago «guau», que sonó como si en vez de un pastor de casi diez kilos ya, tuviéramos un bichón maltés. Él se asustó de sus sonidos, de tal manera que se echó hacia atrás, y yo me reía. Creo que fue mi primera risa desde la ruptura con Juan.

Cuando fue un poco más mayor ya era más fácil sacarlo a pasear, soltarlo y dejar que jugase con otros perros. Fue uno de esos días cuando conocería a tres chicas que iban a cambiarlo todo.

Nosotras –mis amigas de siempre- casi, casi ya no íbamos juntas. Eran tiempos difíciles, con cada una haciendo su carrera y algunas en otra ciudad. Las había que ya tenían pareja estable y el resto habían conocido gente nueva con la que a mí no me apetecía estar. En mi interior se estaba desarrollando una depresión grande aparte de la ansiedad habitual. Cada día me costaba más hacer las tareas normales. No quería ver a nadie y lo único por lo que salía a la calle era por mi nuevo compañero de vida. Me obsesioné con él, con su bienestar, no quería perderlo, no quería perder nada más.

A pesar de los nuevos problemas aprobé, al segundo intento, la selectividad. Me costó sudor y lágrimas –de estas últimas más de las imaginables-. Aun así terminé con una nota decente de casi un siete de media. Pero no sabía qué hacer.

Entre mis primeras opciones estaban la Historia, Filosofía o Literatura, pero me dijeron que no tendría salidas. Una mañana en que estábamos vagueando una amiga y yo, me comentó que en la UNED había más carreras. Me dijo que siempre se me había dado bien dar consejos y entender a la gente y que podía estudiar Psicología. Me pareció una idea interesante, por lo que eché la solicitud. Esa opción gustó a todo el mundo, incluida mi madre.

Mientras esperaba a que me dieran una respuesta de la universidad salía con mi compi. Y al mismo tiempo iba a conocer a tres personas que iban a cambiar mi vida, o al menos, la forma de verla.

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⏰ Última actualización: Nov 03 ⏰

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