Capítulo 4

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La muerte es nuestra maestra implacable, nos enseña que la vida es efímera y preciosa a su misma vez. Cada latido, cada suspiro, se convierten en fragmentos de un reloj riguroso que avanza inexorablemente hacia un final desconocido.
En su presencia, nos enfrentamos a nuestra propia vulnerabilidad y nos vemos obligados a cuestionar el propósito de nuestras acciones y aspiraciones. —Audrey.


 —Audrey

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Algo gigantesco se está moviendo.

Las sombras entre los árboles parecen cobrar vida, alargándose y contorsionándose en formas imposibles.

Con cada paso del ser, hace que el suelo vibre con más énfasis. Puedo sentir su inmensa presencia acercándose, el peso de su movimiento sacudiendo la tierra.
Manat, nerviosa, comienza a moverse de un lado a otro. Sujeto las riendas con toda la fuerza que puedo e intento acariciarla, pero me lo pone extremadamente complicado.

Sea lo que sea que esté haciendo ese ruido, se acerca, y el bosque se mantiene en un silencio absoluto, excepto por los cascos de la yegua y su agitada respiración.

Un estremecimiento final sacude el suelo, y ante nosotras, los árboles gruesos y altos se apartan como si fueran suaves matas de hierba. Un pie gigantesco, cubierto de musgo y tierra, se posa a pocos metros de nosotras.
Levanto la mirada, siguiendo su pie, apenas atreviéndome a respirar. Veo la figura colosal de un ser, su silueta recortada contra el cielo de la noche. Su cuerpo delgado y alto se asemeja a un tronco de árbol, con ramas que se extienden desde sus brazos y piernas, terminando en dedos que parecen raíces. Su piel de corteza está cubierta de musgo y líquenes, con flores y hojas brotando en varias partes.

Trago saliva sin apenas querer pestañear.

Los ojos de esta criatura son grandes, brillando con una luz verde cálida que refleja un bosque propio en ellos. Una barba de musgo cuelga de su mentón, mientras que su cabello, formado por ramas y hojas, se extiende hacia arriba y hacia los lados, como la copa de un árbol. Sus orejas están curvadas hacia afuera y adornadas con pequeñas flores.

Su presencia irradia una sensación de calma, como si el bosque mismo respirara a través de él.

La yegua, con los ojos desencajados por el miedo, se pone de pie moviendo sus patas violentamente para alejarse de mi. Las riendas se deslizan con fuerza sobre mi piel, quemándome a su paso.

Manat, de un segundo a otro, galopa hacia adelante como un alma que le persigue Eos, saltando el tronco con el que me he golpeado las costillas hace unos instantes.

—¡Manat! —grito al ver como ella galopa con el terror como jinete. Doy un paso en su dirección pero me detengo ante el aplastante dolor de costillas.

El estruendo del suelo cesa drásticamente y me obliga a tragar saliva mientras mis ojos se quedan congelados en la yegua. Lentamente, me percato de todo el ruido que he hecho y que, mi grito, aun sigue rebotando en las lejanas profundidades del bosque.

Balada de sangre y fuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora