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Mientras más nos adentramos en la aldea, menos puedo creer lo que veo. Las imágenes hacen que algo en mi corazón se encoja, que mis piernas se sientan débiles, y que mis brazos parezcan haber perdido la fuerza.

Un nudo se me instala en la garganta casi al instante. Observo todo por debajo de mi capa, y con cada paso que doy, me siento más y más pequeña. Más y más impotente.

Jace camina a mi lado en silencio. Ambos parecemos absorto en lo que nuestros ojos están viendo, y supongo que nadie realmente podría culparnos por sentirnos asqueados y asombrados a partes iguales.

La aldea está... destruida, si es que algo de ella queda. No hay Áureos en ningún lugar. Todos los ciudadanos que nos vamos encontrando llevan la marca mundana en la frente, todos tienen cara de pocos amigos, y todos están tan delgados que bien podría ver cada uno de sus huesos, niños incluidos.

Los pequeños se acercan a nosotros con las manos estiradas, a la espera de cualquier cosa que pudiéramos darles. Pero no tenemos nada. E incluso si tuviéramos, estoy segura de que la situación volvería a ser así mañana. 

Todo es caótico. El rostro de todos está manchado de mugre y suciedad, y está claro que para estas personas el agua no debe ser más que un privilegio que no pueden pagar. La escena me produce escalofríos. Recuerdo todas las riquezas del castillo, esa mesa llena de comida que no éramos capaces de terminar, y aquí, en el pueblo, en las calles, las personas parecen estar suplicando por un pedazo de pan.

— Mantente escondida— me recuerda Jace, así que agacho la cabeza intentando que mi mirada curiosa no llame demasiado la atención.

Seguimos caminando por las calles, pero cada vez que nos adentramos más en aquel pueblo, más siento que voy a vomitar. 

No hay rastros de Áureos. No hay rastros de vida. No hay rastros de nada que no sea la evidente miseria en la que están viviendo están personas, abandonadas y dejadas a la deriva como si sólo sirvieran para que el castillo se haga más y más rico.

No puedo creer lo que están viendo mis ojos, a pesar de que me lo intentaron decir tantas veces. Ni siquiera logro concebir una Isla Aurora en la que mi padre esté al tanto de esto y no haga nada al respecto, pero, ¿por qué estoy tan sorprendida? Mi padre nunca se ha destacado por ser un hombre bondadoso. 

Cuando lo pienso bien, si hay un rey que haría todo esto para volverse él más poderoso, ese sería mi padre.

Siento que mi corazón se encoge cuando veo a una muchacha que no debe tener más de quince años. Lleva una pequeña blusa que apenas le tapa los pechos y una tela que ocupa como falda, pero que deja al descubierto cada espacio de sus piernas. 

No es más que una joven, rodeada de guardias reales que ríen con ella y le coquetean, y ella mueve sus caderas cada vez que uno de ellos le lanza una moneda que ella logra agarrar en el aire. 

Los guardias se ríen y celebran con diversión, aplaudiendo cada una de sus hazañas como si humillar a aquella niña fuera todo un logro. La ira me desgarra el corazón y me hace querer quebrar en llanto allí mismo.

Me siento enojada, furiosa con Jace por traerme hasta aquí, pero el sentimiento desaparece cuando me doy cuenta de que la única diferencia entre el antes y el ahora es que ahora soy consciente de lo que realmente sucede en Isla Aurora. Ahora lo estoy viendo con mis propios ojos.

Si es que acaso, debería estar agradecida de que el hombre que está caminando a mi lado haya sido el único que se ha atrevido a mostrarme la realidad. 

Intento dar un paso al frente cuando veo que uno de los guardias le quita a un hombre una fruta de las manos. El hombre al que le han quitado el alimento está en los huesos, y su rostro parece el de un esqueleto y sus manos débiles ni siquiera alcanzan a aferrarse a la fruta. 

LOS CREADORES DEL CAOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora