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Mis ojos se abren de golpe y la oscuridad se disipa rápidamente. Pánico. Ese es el primer pensamiento que se me viene a la mente cuando una fuerza invisible me impulsa a tomar aire de manera desesperada. Siento pánico; un pánico intenso que me llena los pulmones, que se expanden con dolor. 

Aire. Soy capaz de coger aire. Una mezcla de alivio y agonía me llena el cuerpo. El aire es tanto una salvación como una tortura; por un lado estoy viva, y por el otro, mi cuerpo duele tanto que bien podría haber tomado una siesta en una cama de agujas.

Pero, ¿dónde estoy? 

Mi corazón late con fuerza, desbocado, acelerado, tamborileando en mi pecho y mis oídos, cada latido resonando y haciendo eco en mis propios tímpanos. Y entonces, lo recuerdo. Me recuerdo a mí en aquel lugar oscuro; recuerdo el cuchillo abriendo mi pecho, recuerdo mis latidos lentos, y silencio. Mucho silencio. 

¿Qué sucedió? Mi vista es borrosa, los contornos de la habitación apenas son distinguibles a medida que me acostumbro a la luz. Y cuando lo hago, todo a mi alrededor se ve de alguna manera distante y desconocido. 

Los sonidos son confusos al principio; ese zumbido que existe cuando sólo se escucha silencio, y luego, murmullos lejanos. Voces. Puedo distinguir las voces al otro lado de la habitación. Sé quienes son, y una sensación de alivio me recorre el cuerpo.

Miro mi vestido manchado de sangre. Mi mente lucha por recordar como fue que acabé aquí, pero no logro hacerlo, y pronto me embriaga una frustración de vulnerabilidad extrema, una sensación de frustración y desespero que se apodera de mí.

Apoyo mi cuerpo en mis codos. Estoy en la habitación de lo que parece ser una cabaña pequeña, unos cuantos muebles a mi alrededor, unas cortinas floreadas cubriendo las ventanas, y mi cuerpo encima de lo que parece ser una camilla, aunque mucho más grande y amplia, y mucho más dura. 

La confusión me abruma. El olor aquí adentro es...floral. Huele a lo que huele el pasto en la mañana cuando el rocío amenaza con humedecer todo, a lo que huelen las flores en primavera cuando apenas comienzan a despertar.

Enfoco mis pensamientos, pero parezco encontrarme con una niebla espesa cada vez que lo intento. Todo es extraño, desde esta cama dura e incómoda hasta la luz demasiado brillante que ingresa por la ventana. 

¿Es de día? Pero si ya debería estar oscureciendo.

Me esfuerzo en ponerme de pie, pero el pecho me duele tanto que apenas puedo moverme. Dejo salir un gemido involuntario, mis pies parecen pedir a gritos que no los deje caminar, casi como si no estuvieran listos para funcionar correctamente.

— Vale— me digo a mí misma, mi voz apenas, intentando lograr que mi respiración se vuelva regular.— Enfócate.

Gradualmente, lo logro. Logro respirar con normalidad, y mi vista automáticamente se siente más clara, a pesar de que los detalles en mi mente siguen siendo confusos y borrosos. Sin embargo, me obligo a sentarme en la orilla de la camilla y a apoyar mis manos a mis costados para darme el impulso que necesito para levantarme. 

— ¡Maldición..!— gimo cuando me doy cuenta de que mis piernas se han vuelto gelatinosas. Me tambaleo sobre mis propios pies y luego caigo de bruces al suelo, el sonido seco haciendo que el murmullo en la otra habitación se detenga. 

Los pasos llegan acelerados, y las siluetas no tardan ni siquiera unos segundos en ingresar por la habitación.

— ¡Mierda, Eleanor!— chilla Nain, acercándose a mí para ayudarme a ponerme de pie. Cuando alzo la vista, veo que está acompañado de Penny, Jace, y un hombre que no logro reconocer, pero sus rasgos y su expresión son tan familiares que casi me provoca un escalofrío. 

LOS CREADORES DEL CAOSDonde viven las historias. Descúbrelo ahora