Cuando Oliver se marcha de casa aquella noche, no puedo dejar de mirar mi retrato en acuarela. Parece que no hubiera nada de malo en mí. Con un poco de temor, me observo al espejo de mi habitación y descubro que, en efecto, así es. Pero por alguna razón recién me doy cuenta de ello. Yo nunca he sido el problema. El dibujo me ayuda a finalmente entenderlo.
El arte tiene la capacidad de hacer que las personas se vean a sí mismas a través de otros ojos. Y los de Oliver siempre se iluminan cuando se encuentran con los míos. Me encanta voltear y encontrarlo sonriendo detrás de mí. Quiero creer que es más feliz ahora de lo que fue antes y que ha aprendido que en el mundo no solo habita gente mala. También hay quienes se preocupan por el bienestar de los demás.
Si bien no me lo dice, sé que echará de menos la rutina y el lugar que le dio una segunda oportunidad para disfrutar una etapa que no se repetirá de nuevo. El último día de escuela lo noto un poco triste. No volveremos a ver a muchos de nuestros compañeros y tampoco a nuestros profesores. Sin embargo, nos dedicamos a disfrutar cada clase hasta que suena la campana.
Eso significa no más almuerzos con mis amigas, no más bromas por parte de los profesores, no más paseos escolares y tener que correr para alcanzar el bus, no más escapadas al quiosco con la excusa de ir al baño, no más grupitos parados en medio del pasillo conversando sobre cualquier cosa y no más trabajos hechos con una cartulina conseguida a última hora. No más «nos vemos mañana» o «hasta el próximo lunes». Ni siquiera un «feliz verano, nos reencontramos el otro año». Todo eso se terminó.
Creí que cuando el timbre sonara, anunciando el final del día, todos lanzarían sus cuadernos al aire, celebrarían y saldrían corriendo del salón. No obstante, lo que hacen en su lugar es mirarse los unos a los otros. Yo también me quedo quieta, sin saber a dónde ir. Por primera vez ya no debo regresar a la escuela al día siguiente. Recuerdo todas esas veces que deseé que este momento llegara para librarme de las obligaciones que esta implicaba y no puedo evitar pensar en lo ingenua que fui. Las que vendrán a partir de ahora serán mucho mayores, porque ya no soy una niña. He crecido. Terminar la escuela significa estar un paso más cerca de convertirme en adulta y no sé si estoy preparada para algo así.
Pero tengo que seguir. No hay otra opción. No puedo quedarme estancada y dejar que el miedo me paralice. No quiero ser simplemente un cuerpo inerte que flota a la deriva. Quiero vivir, experimentarlo todo, o al menos, la mayor parte de las cosas. Me encanta lanzarme a la aventura y probar nuevos caminos. Adoro los descubrimientos.
Y esta vez, mientras abrazo a mis amigas y se me escapan algunas lágrimas que Oliver intenta secar sin mucho éxito, me topo con una sensación incognoscible. Se trata de tristeza, pero viene acompañada de alegría, ápices de orgullo, ligeros tintes de plenitud y aires de incertidumbre. Es un cúmulo de emociones bastante extraño.
Permanece en mi pecho hasta la mañana siguiente. La siento conmigo cuando me levanto y sigue allí cuando empiezo a alistarme para la graduación. No me lo pienso dos veces y uso el vestido que me regaló Alai para mi cumpleaños, aquel de color púrpura sin mangas, con brocado en la parte superior y broche plateado en la cinturilla, detalle que lo hace resaltar. Simplemente me encanta, y no solo a mí, a mamá también, pues insiste en sacarme varias fotografías con papá y mi hermana antes de que salgamos rumbo a la escuela.
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Escúchame cantar
ChickLitCristel está cansada de vivir con miedo. Miedo de salir de casa y no volver. Miedo de perder a una de sus amigas. Miedo de adentrarse en una historia de amor y que esta se convierta en una de terror. De hecho, esto ya sucedió la última vez. Sin emba...