33| Reabrir heridas para sanar

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Creo que empiezo a quedarme dormido en su cama al cabo de unos minutos

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Creo que empiezo a quedarme dormido en su cama al cabo de unos minutos. Las caricias que Cristel reparte por mi rostro relajan cada músculo de mi cuerpo. Podría permanecer sobre su pecho durante horas y no me quejaría. Existen momentos tan simples pero especiales que uno simplemente desea que duren para siempre. Este es uno de ellos. Su cercanía me proporciona la paz que no sé construir para mí. Por eso necesito ayuda externa, como alguien que me convenza de que todo estará bien y que, a pesar de los altibajos que deba enfrentar a lo largo de la vida, lograré salir adelante.

Ella me regala justamente lo que necesito: seguridad. Todo eso mientras aprendo a producir mi propia energía para sacarme a flote cuando las dificultades me sobrepasan. El futuro me parece menos aterrador si sé que Cristel estará allí. Quizá nuestro escenario cambie, pero no pienso alejarme de ella. Inevitablemente me genera curiosidad, por lo que abro los ojos para inspeccionar su habitación.

El lugar está lleno de recuerdos, empezando por el collage de fotografías pegado a la pared junto a su cama, donde aparecen sus amigas y Jake. La mayoría son aquí en la ciudad, mientras que otras parecen haber sido sacadas en los concursos de canto en los que participó, pues la locación se asemeja a un camerino.

Las cuatro paredes de su cuarto intercalan entre el lila y un tapizado blanco con dibujos de notas musicales de color negro. Me entretengo apreciando el diseño hasta que mi vista recae en su escritorio, el cual se ubica a nuestro costado, y se me forma una sonrisa al descubrir otro aspecto en el que somos diferentes. En tanto el mío tiene lápices, borradores y hojas regadas encima, el suyo yace perfectamente ordenado. Justo como lo imaginaba.

—Cristel.

Tarda unos segundos en contestar.

—¿Sí?

—Te quiero.

Acerco mi frente a la suya, pero no me da tiempo para unir nuestros labios. Cristel se encarga de ello y ese simple roce basta para que un huracán se desate en mi pecho. Al separarme de ella, mantengo los ojos cerrados. Solo los abro cuando escucho de nuevo su voz.

—Y yo a ti. A pesar de tu mal genio y tu pésimo gusto por la granola.

Ruedo lo ojos. En esta ocasión, elijo fastidiarla un poco.

—A mí me gusta tu pasatiempo de trepar árboles. No lo comparto, pero no te juzgo. Lo respeto.

No necesito verla para saber que se ha sonrojado.

—No me lo recuerdes. La pasé realmente mal aquella tarde.

—¿Por las cosas que dijeron sobre ti? —consulto y me giro hacia ella. Temo haberla hecho sentir mal, pero me tranquilizo cuando niega.

—Eso ya me trae sin cuidado. Que hablen lo que quieran. Lamento haber caído encima de ti.

—Ese día nos abrazamos por primera vez. El golpe que me llevé quedó en segundo plano.

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