DESPEDIDA

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Benjamín Miguel Chaparro se detiene en seco y decide que no va. No va y punto. Alcuerno con todos. Aunque haya prometido lo contrario y aunque vengan preparando la despedida desde hace tres semanas y aunque hayan reservado la mesa paraveintidós personas en El Candil y aunque Benítez y Machado hayan confirmado que se vienen desde el fin del mundo para celebrar la jubilación del dinosaurio.Su gesto es tan abrupto que el hombre que viene caminando detrás de él, por Talcahuano y hacia el lado de Corrientes, casi se lo lleva por delante y a duras penas logra esquivarlo bajando un pie de la vereda al pavimento para seguir andando.Chaparro odia esas veredas angostas, ruidosas y sombrías. Lleva cuarenta años transitándolas, pero sabe que no va a extrañarlas a partir del lunes. Ni las veredas ni tantas otras cosas de esa ciudad que nunca ha sentido como suya.No puede fallarles. Tiene que ir. Aunque sea porque Machado se viene expresamente desde Lomas de Zamora, con todos sus achaques a cuestas. Y Benítez otro tanto. Aunque desde Palermo hasta Tribunales no es un viaje tan largo, el pobre está bastante hecho puré, sinceramente. Pero Chaparro no quiere ir. Está seguro de muy pocas cosas, pero esa es una de sus escasas certezas.Se mira en la vidriera de una librería comercial. Sesenta años. Alto. Canoso. Lanariz aguileña, el rostro flaco. «Mierda», se ve obligado a concluir. Escruta el reflejo de sus propios ojos en el vidrio. Una novia que tuvo de joven solía burlarse de sumanía de mirarse en las vidrieras. Ni a ella, ni a ninguna de las otras mujeres que han pasado por su vida, Chaparro ha llegado a confesarle la verdad: su hábito de mirarse en los espejos no tiene nada que ver ni con quererse ni con gustarse. Siempre ha sido ni más ni menos que otro intento de aprender a saber quién carajos es él mismo.Pensar en eso lo ha puesto más triste todavía. Camina de nuevo, como si el movimiento pudiese librarlo de las esquirlas de esa nueva tristeza adicional, añadida.Se vigila de tanto en tanto en las vidrieras mientras avanza sin prisa por esa vereda que no conoce el sol de la tarde. Ya divisa el cartel de El Candil, cruzando la calle,treinta metros más, a mano izquierda. Mira la hora: dos menos cuarto. Deben estar casi todos. Él mismo ha despachado a los de su Secretaría a la una y veinte para no andar a las corridas. No están de turno hasta el mes que viene, y ya tienen acomodado el carro con las causas del turno anterior. Chaparro está satisfecho. Son buenos chicos. Trabajan bien. Aprenden rápido. El pensamiento siguiente es «voy aextrañarlos», y como Chaparro no quiere chapalear torpemente en la nostalgia vuelvea detenerse. Esta vez no hay nadie detrás para atropellarlo: los que vienen en sudirección tienen tiempo de sortear a ese hombre alto, de blazer azul y pantalón grisque ahora se mira en el vidrio de una agencia de lotería.Gira en redondo. No va. Definitivamente no va. Tal vez si se apresura puede alcanzar a la doctora antes de que llegue a la despedida, porque se ha demorado terminando una prisión preventiva. No es la primera vez que se le ocurre la idea, pero sí es la primera que consigue acopiar la módica valentía que necesita para intentarllevarla a cabo. O tal vez es simplemente que lo otro, lo de quedarse a su propia despedida, es un infierno en el que no está dispuesto a cocinarse. ¿Sentarse a la cabecera de la mesa? ¿Benítez y Machado a sus lados, formando el trío de momias venerables? ¿La clásica pregunta del miserable de Álvarez, esa de «hacemos a laromana, les parece», para prorratear el vino de buena calidad que piensa zamparse?¿Laura preguntándole a medio mundo quién está dispuesto a compartir una porciónde canelones, para no salirse demasiado de la dieta que acaba de empezar el lunes pasado? ¿Varela agarrándose meticulosamente uno de esos pedos melancólicos que lo llevan a abrazarse, entre mocos, con amigos, conocidos y mozos? Esas imágenes de pesadilla lo hacen acelerar el paso. Sube las escalinatas de Talcahuano. Todavía no han cerrado la puerta principal. Se trepa al primer ascensor que tiene a tiro. No necesita aclararle al ascensorista que va al quinto piso, porque en el Palacio lo conocen hasta las piedras.Avanza, a paso firme, haciendo ruido con los mocasines de suela sobre lasbaldosas blancas y negras del pasillo que corre paralelo a la calle Tucumán hasta encararse con la alta y angosta puerta de su Secretaría. Se detiene mentalmente en el posesivo «su». Sí, qué tanto. Es suya, y mucho más suya que del secretario García, o que de cualquiera de los otros secretarios que han precedido a García, o que de cualquiera de los que habrán de sucederlo.Mientras abre la puerta el enorme manojo de llaves tintinea en el silencio delpasillo vacío. Cierra con cierta fuerza, para que la jueza se percate de que alguien haentrado en la oficina. Momento: ¿por qué eso de «la jueza»? Porque lo es, claro, pero¿por qué no Irene? Porque no, justamente por eso. Ya bastante tiene con ir a pedir loque está por pedir, como para sumarle el descalabro de saber que se lo tiene que pedira Irene y no simplemente a la doctora Hornos.Da dos golpecitos suaves y escucha decir «adelante». Cuando traspone la puerta,ella se sorprende y le pregunta qué está haciendo todavía por ahí, que cómo no está ya en el restaurante. En realidad, le pregunta «¿qué estás haciendo por acá?» y«¿cómo no estás ya en el restaurante?», que no es lo mismo. Pero Chaparro quiere evitar enmarañarse en la cuestión del tuteo o, más correctamente hablando, del voseo,porque esa también puede ser una fuente de turbación que hunda en el fracaso su propósito manifiesto de requerirle lo que sobre la calle Talcahuano casi Corrientes ha decidido ir a solicitar. Y resulta descorazonador que delante de esa mujer surja semejante cantidad de turbaciones, pero Chaparro se disciplina al extremo para concluir que sí o sí, definitiva, total y absolutamente, tiene que cortarla con darsemanija, dejarse de joder y pedir de una vez por todas lo que ha ido a pedir. «La máquina», suelta así, sin preámbulos. Bruto, infeliz, animal. Nada de sutilezas preparatorias. Nada de sabés qué pasa, Irene, que estuve pensando, que tal vez, que en una de esas, que podría ser, que qué te parece, o cualquiera de esas formas coloquiales que sobreabundan en el idioma castellano y que sirven precisamente paraevitar eso que Chaparro ve en el rostro de Irene, o de la doctora, o de la jueza, esa perplejidad, ese quedarse sin responder por la sorpresa misma del arranque.Chaparro entiende que, para variar, ha metido la pata. De modo que vuelve al principio, y trata de responder lo que la dama le ha preguntado sobre el almuerzo dedespedida en el que se supone que, a esa hora, están homenajeándolo. Le habla de sutemor a ponerse nostálgico, a terminar hablando de las mismas cosas de siempre conlos mismos viejos de siempre, a hundirse en una melancolía patética, y, como todoeso se lo dice mirándola a los ojos, llega un momento en que empieza a sentir que elestómago se le va cayendo hacia los intestinos, que un sudor frío le riega la piel y queel corazón se le convierte en un redoblante. Como es una emoción tan profunda, tanvieja y tan inútil, Chaparro sale disparado a cerrar la ventana del despacho paradespegarse como sea de esos ojos castaños. Pero como la ventana ya está cerradadecide abrirla, aunque resulta que afuera hace un frio de padre y señor nuestro y porlo tanto decide cerrarla. Al final no tiene más alternativa que volver a su sitio, perotiene el cuidado de quedarse de pie para no verla tan directamente por encima delescritorio y del expediente que ella tiene delante. Irene sigue sus movimientos, susmiradas y las inflexiones de su voz con la atención atentísima de siempre. Chaparrose queda callado porque sabe que si sigue en ese camino terminará diciéndole cosasirreparables y justo a tiempo vuelve a aquello de la máquina de escribir.Le dice que, aunque no tiene ni idea de qué va a hacer de ahora en adelante, andacon ganas de probar el viejo proyecto de escribir un libro. En cuanto lo dice, se sienteun imbécil. Viejo, dos veces divorciado, jubilado, con veleidades de escritor. ElHemingway de la tercera edad. El García Márquez del oeste del conurbano. Y encimaesa chispa de súbito interés en los ojos de Irene, mejor dicho la doctora, opreferentemente la jueza. Pero ya está perdido, de modo que agrega alguna referenciaa sus ganas de probar, a esto de que es un proyecto antiguo, ahora que tendrá mástiempo, tal vez, por qué no. Y ahí entra en escena la máquina. Chaparro se siente máscómodo porque por esa senda pisa un terreno más firme. «Imagínate, Irene, no mevoy a poner a mis años a aprender computación, sabes. Y esa Remington la tengoincorporada en la punta de los dedos como si fueran una cuarta falange» (¿cuartafalange?, ¿pero de dónde ha sacado semejante imbecilidad?). «Ya sé que parece untanque de guerra, con ese acero de cinco milímetros y ese color verde oliva y eseruido de artillería en cada golpe de las teclas, pero me juego que si no va acomplicárseme, y naturalmente se trataría de un préstamo, por supuesto, un par demeses, tres a lo sumo, porque tampoco me da el cuero como para escribir un libro demasiado extenso, imagínate» (ya está de nuevo, como siempre, burlándose de símismo). «Y por otra parte los chicos nuevos usan todos computadoras, y en el estantede arriba de todo hay otras tres máquinas arrumbadas, y en el peor de los casosustedes me avisan y yo la traigo», dice Chaparro, pero no puede seguir porque ellaalza una mano y le dice «quedate tranquilo, Benjamín, llévala sin problemas, es lomenos que puedo hacer por vos», y Chaparro traga saliva porque hay formas yformas de hablar y de decir, no solo por las palabras, con ese «vos» al final que suenamuy pero muy «vos», sino que además hay tonos y tonos, y ese tono es el de ciertasocasiones, ocasiones que Chaparro tiene grabadas una por una con tajos de fiebre enel monótono horizonte de su soledad, por más que haya dedicado casi tantas noches atratar de olvidarlas como las que ha invertido en recordarlas, y por eso finalmente sepone de pie, le da las gracias, le tiende la mano, acepta la mejilla fragante que ella leofrece, cierra los ojos mientras roza su piel con los labios como hace siempre quetiene ocasión de darle un beso para concentrarse mejor en ese contacto inocente yculpable y sale casi corriendo hacia la oficina contigua, levanta la máquina con dosademanes rápidos y escapa sin mirar atrás por la estrecha puerta alta.De nuevo recorre el pasillo, que ahora está más desierto que hace veinte minutos,baja en el ascensor ocho, avanza por el pasillo hacia Talcahuano y sale por la puertachica, saludando con una inclinación de cabeza a los custodios, camina hasta cruzarTucumán, espera cinco minutos y se trepa como puede al 115.Cuando el colectivo gira en la esquina de Lavalle, Chaparro tuerce la cabeza a laizquierda, pero naturalmente a esa distancia no alcanza a ver el cartel de El Candil.Hacia allí estará caminando ahora Irene, o mejor dicho la doctora, o preferentementela jueza, para explicarles a los demás que el homenajeado se ha pirado. No será tangrave. Están todos reunidos y con hambre.Se palpa el bolsillo trasero del pantalón, saca la billetera y la coloca en el interiordel saco. Nunca lo han bolsilleado en los cuarenta años que lleva en ese trabajo, y notiene la intención de padecer el primer hurto en su última jornada en Tribunales.Llega a la estación de Once y camina tan rápido como puede. Sale primero el delandén tres, a Moreno parando en todas. En los últimos vagones, los más cercanos alacceso, todos los asientos están ocupados, pero a partir del cuarto sobran los lugares.Se pregunta, como siempre, si los que se quedan de pie en los vagones de atrás lohacen porque se bajan pronto, porque quieren estirar las piernas o porque sonestúpidos. Igual agradece que lo hagan. Chaparro quiere sentarse del lado de laventanilla, del lado izquierdo para que no lo moleste el sol de la tarde, y pensar enqué carajo va a hacer con su vida de ahí en adelante.

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora