El cuchitril en el que Báez me citó siete días después estaba pegado a la estación deRafael Castillo y era un verdadero asco. Tres mesas destartaladas de fórmica gris, unmostrador lleno de campanas con sándwiches de aspecto tenebroso, varios taburetesde madera con la pintura descascarada. Todo el ámbito, de por sí minúsculo, parecíaempequeñecido por el tufo a grasa que venía de una parrilla sobre la que seacumulaban los chorizos y hamburguesas fríos y secos que habían sobrado delmediodía. Acodados en el mostrador, algunos hombres de aspecto humilde bebíanvino y hablaban a los gritos. A intervalos de quince o veinte minutos las chapas deltecho se sacudían con el estruendo de las locomotoras que tiraban de los trenes y unafina lluvia de tierra bajaba sobre las personas y las cosas desde los tirantes del techo.Para completar la escena, un jocoso animador, secundado por dos locutorasdesquiciadas, vociferaba desde un aparato de radio puesto a todo volumen.Después de una semana con el alma en vilo, refugiado en una pensión a costillasde los ahorros de Alfredo Báez, se suponía que yo no iba a andar con demasiadaspretensiones. Creo que no las tenía, pero no pude evitar que mi ánimo se derrumbaseen semejante ambiente. Debía ser un lugar seguro, ciertamente, donde difícilmente auno lo buscaran, a menos que ese uno tuviese cuentas pendientes con las cucarachas.De Báez no había vuelto a tener noticias en toda la semana, salvo por el aviso deesa cita, que me había dejado con el dueño. Como llegué temprano al encuentro, tuvetiempo de hacerme mala sangre imaginando todo lo que podía haber salido mal enesos siete días. ¿Y si Báez había sufrido una persecución idéntica a la que yo habíapadecido? ¿Y si alguien lo había atacado por remover el avispero? Los nerviosacumulados en toda esa semana, potenciados por el olor nauseabundo, el contactocon la mugre y el aturdimiento de gritos y publicidades radiales, me ponían al bordedel estallido y de la huida. Por suerte, el policía fue como siempre puntual; creo quede lo contrario no me hubiese hallado. Me estrechó la mano y se sentó haciendo crujiruna de las sucias sillas de metal negro y cuerina.—¿Pudo averiguar algo? —lo atajé, antes de que se acomodara. No estaba deánimo para reparar en delicadezas.Báez me miró fijo antes de responder.—Sí. La verdad es que averigüé unas cuantas cosas, Chaparro.Me atemorizó. No por lo que decía, sino por el modo en que me miraba. Tenía elgesto de quien no está muy seguro del modo de entrar en materia. ¿Tan grave podíaser la cosa? Decidí acortar el trayecto hacia la verdad más cruda.—Bueno. Lo escucho, entonces.—Es que es tanto que no sé por dónde empezar.—Por donde quiera —intenté bromear—: total, tenemos tiempo de sobra. —No vaya a creer, Benjamín. No le sobra tanto tiempo —yo escuchaba tratandode no dejar traslucir mi pánico creciente—. Esta noche tiene que tomarse un micro aSan Salvador de Jujuy. Sale diez minutos después de la medianoche, desde Liniers.Debajo del puente de la General Paz.—¿De qué me está hablando? —logré preguntar, casi a los gritos, cuando sentíque me volvía algo de aliento.—Tiene razón. Discúlpeme. Creo que empecé por lo más difícil. Le pido un pocode paciencia.—Lo escucho —acordé, sin bajar la guardia.—Lo primero que me puse a pensar después de nuestro encuentro del otro día eraquién cuernos lo había atacado. No habían actuado al voleo, seguro. Eso, sumado atodo lo demás, me permitió identificarlos con cierta facilidad.—¿Qué es eso de «todo lo demás»?—Todo, mi amigo —dándose cuenta de que mi angustia requería precisiones,agregó—: para empezar el modo en el que entraron, la hora a la que entraron. ¿Ustedse da una idea del quilombo que habrán metido al romper todo lo que rompieron? Sison chorros comunes y corrientes, se mueven con más sigilo. Estos tipos entraroncomo Pancho por su casa. Les importaba un carajo que pudiesen oírlos. Piense,Chaparro: una bandita de camorreros, actuando impunemente en medio de la noche...hoy en día no hay tantas alternativas para saber de qué palo son, ¿no le parece?Yo empezaba a entender. Igual era inaudito. ¿Qué podían querer tipos asíconmigo?—Se topó con uno de esos grupos de forajidos que usa el gobierno, mi amigo. Nimás ni menos. Tuvo una suerte monumental de que no lo agarraran adentro. De locontrario no la cuenta. De los pelos al baúl del auto, y del baúl a un zanjón con cuatrotiros.Báez se abstrajo un momento del relato y se quedó en silencio, reconstruyendo lasimágenes que podrían haber sido. De repente volvió:—Todo concuerda. La impunidad, el salvajismo, el actuar en barra (la vecina deldepartamento B, no sé si la conoce, me terminó reconociendo, después de un largotrabajito de ablande, que por la mirilla vio pasar a cuatro).—¿Y qué podían querer conmigo?—Ahí vamos, Chaparro. Aguánteme. Porque el siguiente paso era verificar,confirmar digamos, que se tratase de un grupo relacionado con Romano o conGómez.—¿Qué? —esos dos apellidos caían en mis oídos con el estrépito aterrador de uncuerpo lanzado desde un décimo piso a la vereda—. ¿De qué me está hablando?—Tranquilo, Benjamín. No se violente. Pero eso también era cantado. Usted noes un militante, no es un hombre público. No trabaja en un tema que a los militares les interese (no creo que la Justicia les importe un pito, de hecho). ¿Qué razón puedehaber entonces para que le caiga encima una banda como esa? Tenían que tener algocon usted, algo viejo, algo personal...Saqué cuentas con los dedos. Después hablé:—Es ridículo, perdone que se lo diga. Hace casi tres años que no sé nada deIsidoro Gómez, desde que lo largaron de Devoto, ni del otro hijo de puta.—Ya lo sé, ya lo sé. Yo también me detuve en ese punto. Pero esa era la preguntasiguiente. Yo di por hecho que el asunto tenía que ver con ellos, ¿me sigue?—Lo sigo —¿lo seguía, verdaderamente?—Así que me tuve que poner a pensar en los motivos que podían tener paraquerer amasijarlo. Motivos nuevos, ninguno. Motivos viejos, sonaba menos lógicotodavía. Así que pensando y repensando volvía a lo actual, a lo de ahora. Primerotemí que fuera muy difícil averiguar algo de estos tipos que andan en los servicios deinteligencia, y toda esa mano. Capaz que en un país serio esas organizaciones sonherméticas. Bah, supongo. Pero acá tienen más agujeros que un colador de té, fíjese.Porque aparte les gusta mostrarse, ¿sabe? Eso de andar en autos sin chapas, conlentes oscuros, exhibiendo sus Itacas como si fueran sus... ya sabe qué.Volvió a distraerse y su rostro hizo una mueca en la que se mezclaban la burla y eldesprecio.—Así que resultan bastante fáciles de ubicar. Dos o tres conversaciones poniendocara de boludo maravillado dispuesto a escuchar sus pioladas, y yo ya tenía pocomenos que un organigrama de cómo funcionan.—Me cuesta creer que sean tan obtusos —arriesgué.—Créalo. Si no fueran unos sanguinarios hijos de puta, serían para cagarse de larisa. Le sigo contando. Parece que Romano tiene su grupito de siete u ochoenergúmenos. Se ve que cuando desmantelaron aquel chiste de Devoto el tipo siguióenganchado. Por otro lado, es lógico. ¿A qué cosa productiva se podía dedicar unzanguango como ese?Intentaba seguir su explicación, pero una y otra vez me venía la imagen del hijode puta de Romano festejando a los saltos alrededor del escritorio del juez, ocho añosatrás. ¿Cómo había podido ignorar, en aquellos días, que el tipo que laburabaconmigo era un sádico y un asesino?—Romano comanda el grupete ese. Y en general no sale cuando chupan gente —vio mi cara de extrañeza—. Disculpe. Los turros llaman «chupar» a secuestrar a losque a ellos les parece y llevarlos a sus aguantaderos.Asentí. Recordé la detención del primo de Sandoval, que seguramente habríaseguido ese procedimiento atroz. ¿Era posible que hubiese ocurrido la semanaanterior? Me parecía que había acontecido en otra vida, lejana y definitivamenteinalcanzable. —El hecho es que Romano sale poco. Él hace... ¿cómo le dicen? Inteligencia debase, o inteligencia de fondo. Que traducido quiere decir que el malnacido es el quecomanda las sesiones de tortura en las que sacan nombres a los detenidos. Despuésmanda a sus matones a levantar al que se le cante —el rostro de Báez se ensombrecióde nuevo—. Pero de ese tema sí que los fulanos hablan poco. Se ve que algo deraciocinio les queda, como para no andar pavoneándose de cosa semejante.Lo que me contaba Báez era tan macabro, tan irracional, tan espantoso, ycompletaba con tanta sencillez lo que intuíamos con Sandoval, que supe que eracierto.—Adivine quién es uno de los matones que le hacen a Romano el trabajocallejero...Me acordé de Morales y su máxima de que todo lo que puede salir mal va a salirmal, y de que todo lo que puede empeorar empeorará.—Isidoro Gómez... —alcancé a balbucir.—El mismo que viste y calza.—Qué hijo de puta —fue todo lo que pude agregar.—Y... son tal para cual. Bueno, en realidad, eran tal para cual, según parece.—¿A qué se refiere?—Recuerde que toda la cosa arranca, supuestamente, de que a usted estos tipos lehacen pelota el departamento.—¿Y?—Y que estos tipos tenían ahora un motivo para boletearlo, hace unos años no lotenían.—No lo entiendo.—Es natural. Le explico. Romano salió como loco a querer reventarlo a usted ensu casa el otro día. ¿Por qué? Sencillo: por venganza. ¿Vengarse de qué? Piénselo unmomento. ¿Qué tienen en común ustedes dos? Nada, o casi. Lo tienen a Gómez. ¿Seacuerda, cuando la amnistía de Cámpora?Asentí. Como si pudiera olvidarme de aquello.—Bien. Romano habrá sentido, digo, en ese momento, que a usted lo cagaba entoda la línea. Por eso no lo jodió para nada. Porque pensaba que ya lo había jodido losuficiente.—¿Y entonces?—Y... que entonces no se entiende por qué Romano salió el otro día como unaexhalación a reventarlo a usted.—No entiendo nada.—Aguánteme, que ya llegamos. Es como si fuese una partida de ajedrez, undesafío. Usted lo cagó cuando lo hizo echar del Juzgado. El se vengó cuando lo largóa Gómez. ¿Por qué se le ocurre a Romano amasijarlo a usted ahora, tres años después? Sencillo: porque está convencido de que usted acaba de mover otra pieza. Omás precisamente: que usted, Chaparro, acaba de hacerle mierda a uno de sushombres de confianza, o sea Gómez.Mi cara habrá dejado traslucir que no tenía ni idea de qué me estaba hablando.—Romano lo busca a usted para liquidarlo, Chaparro, porque piensa que ustedacaba de boletear a Isidoro Gómez. Ni más ni menos.Tuve un momento de pasmo, pero debí sacudirme la impresión porque corría elriesgo de perderme lo que Báez seguía diciendo.—No digo que usted lo haya hecho. Digo que es lo que Romano supone que hahecho. El 28 de julio a la noche lo fueron a buscar a usted en su casa, ¿si? Adivine:dos noches antes, el 26, alguien se cargó a Isidoro Gómez en las cercanías de sudepartamento de Villa Lugano.Era demasiado complejo, o el aire viciado del lugar había terminado porsaturarme.—¿Se siente mal? —se preocupó Báez.—La verdad es que estoy medio mareado.—Venga. Salgamos un poco al fresco.
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La pregunta de sus ojos
Mystery / ThrillerHace treinta años, Benjamín Chaparro era prosecretario en un juzgado de instrucción y llegó a su oficina la causa de un homicidio que no pudo olvidar. Ahora, jubilado, repasa su vida, las instancias de ese caso y sus insospechadas derivaciones, y la...