Lamentablemente la enfermedad y la muerte de Sandoval no fueron repentinas, yquienes lo queríamos bien tuvimos más de un año para habituarnos a la idea. Él se lotomó con la misma sorna metafísica que les aplicaba a todas las cosas. Declaró, paraquien quisiese escucharlo (entre sus íntimos, porque para los de afuera siempre semantuvo contenido, o hasta distante), que nadie había sabido apreciar debidamente elefecto benéfico que el alcohol había ejercido sobre su cuerpo, y que él había sabidoadministrarse en dosis furibundas. Que evidentemente este derrumbe, estadeclinación física pasmosa y sin retorno, obedecía a que su abstinencia había roto elsagrado equilibrio que otrora le había otorgado el whisky. Lo decía sonriendo, y losque siempre lo habíamos perseguido para que dejase de beber agradecíamos esaindulgencia. Por lo demás, siguió trabajando en el Juzgado hasta el final, o casi.En los últimos meses hablé con Alejandra con frecuencia. Más que con él, porotra parte. Porque nos envaraba lo costoso de esas llamadas de larga distancia, oporque como buenos varones considerábamos en el fondo una señal de debilidaddemostrar nuestra tristeza, cuando hablábamos con Sandoval lo hacíamos de bueyesperdidos y esquivábamos con exactitud de peritos cualquier referencia muy personal,o muy sentida, o muy melancólica. Ni yo le preguntaba por su enfermedad ni él pormi forzado ostracismo jujeño. Supongo que no vernos las caras cuando respondíamoscon convencionalismos aumentaba el acartonamiento de esas conversaciones que, sinembargo, no quisimos suspender.No me sobresaltó, entonces, que un jueves el escribiente me alargara el teléfonodiciéndome simplemente «operadora, larga distancia», y del otro lado, con el eco y elzumbido de las comunicaciones de entonces, me llegase la voz de Alejandra primerocontenida, luego atrozmente dolorida, por fin serena, acaso desahogada.El de esa noche fue mi primer viaje en avión. Era curiosa la forma que habíaadoptado el dolor que sentía. Había tenido tanto tiempo para prepararme para esanoticia, que más se me iba el alma en comparar lo que sentía con mis especulacionesprevias que en sentir el dolor liso y llano de haber perdido a mi amigo.Buenos Aires me ofreció, desde el cielo nocturno, un espectáculo imponente. Lamisma distancia afectiva que había sentido al enterarme de la muerte de Sandoval lasentí hacia mí mismo cuando puse los pies en Aeroparque. No sentía miedo. Nisiquiera nostalgia. Tampoco me alegraba volver después de seis años. Me acosó uninstante la culpa: a mi madre no le había avisado de ese viaje relámpago, porque noquería prolongarlo pero tampoco entristecerla haciéndole saber que había estado porun día a veinte kilómetros de su casa, en lugar de a casi dos mil, y que no habíapasado a visitarla. Mejor esperar a julio, y que ella fuese a visitarme como todos losaños. El taxista no tuvo mejor idea que ilustrarme con una conferencia en la que seproponía explicarme, según entreví, que los ingleses jamás podrían reconquistar lasMalvinas con esa murga de flota que acababan de enviar. Lo corté en seco:—Le pido que no me hable. Necesito descansar —y por si tomaba mi falta deinterés como una sospechosa traición contra nuestra patria, agregué—: Aparte, soyaustríaco.Se llamó a silencio. Mientras el auto avanzaba por Palermo ciertos recuerdosfueron abriéndose paso. Comprobé casi gustoso que me hacían daño. Me habíaasustado mi propia frialdad de las horas anteriores. Tal vez por eso terminé porpreguntarme en qué andaría el mal nacido de Romano. ¿Seguiría con ansias deliquidarme? No era una pregunta menor. De su respuesta dependía que yo tuviese ono que seguir viviendo en Jujuy. Pero era una pregunta que no tenía a quiénformularle. Báez había muerto en 1980. Yo no me había atrevido a viajar a BuenosAires entonces, aunque hubiesen transcurrido cuatro años de la venganza de Moralesy del ataque del que me había salvado por un pelo. Sí le había enviado una larga cartaa su hijo. Siempre me ha parecido importante que los hijos conozcan el verdaderovalor de ciertos padres. Más allá de eso, sin Báez iba a sentirme perdido. Por esopensaba ir del avión al velorio, del velorio al entierro y del entierro de nuevo al avión.No era en la casa de Sandoval sino en una cochería. Siempre odié, desde chico, laparafernalia estéril de nuestros ritos fúnebres. Esas mortajas vaporosas, las velas, elolor espantoso de las flores muertas. Siempre se me antojaron artificios vanos deilusionistas aburridos, tratando de tergiversar la digna y atroz contundencia de lamuerte. Tal vez por eso pasé sin detenerme por la cámara mortuoria. Alejandramataba las horas de la medianoche intentando dormir en un sillón. Creo que se alegróde verme. Lloró un poco y me explicó algo relacionado con el último tratamiento quele habían aplicado a su marido, buscando un imposible milagro. Me sonó a unahistoria que se había ido gastando a lo largo del día, a fuerza de repetirla, pero notuve corazón para interrumpirla. Cuando pareció que había terminado, me atreví ahablar.—Tu marido fue el mejor tipo que conocí en mi vida.Ella dejó de mirarme y clavó los ojos en un costado. Pestañeó varias veces, peroningún truco le sirvió para evitar el llanto. Igual pudo responderme.—Te quería tanto, y te admiraba tanto, que creo que dejó de tomar para que notuvieras miedo por él, ahora que no ibas a poder ayudarlo.Fue mi turno de llorar. Nos abrazamos en silencio. Por fin habíamos sido capacesde sortear inmunes los rituales falaces de ese sitio, y de honrar la memoria de suesposo y mi amigo.Me ofreció café y conversamos de todo un poco. Eran más de las doce. Siquedaba algún deudo rezagado, pasaría a primera hora de la mañana, antes del sepelio. Dediqué un buen rato a ponerla al día con los detalles de mi exilio jujeño. Mepreguntó por Silvia con pelos y señales. Pablo le había hablado de mis nuevasnupcias, pero la curiosidad femenina de Alejandra exigía mucha más información queaquella con la que Sandoval se había conformado en nuestras cartas y charlastelefónicas. Arranqué contándole que era la hermana menor del secretario de unJuzgado Civil, que era fatal que terminásemos conociéndonos en esa sociedad deltamaño de un dedal, que era muy bella, que tal vez para conquistarla me habíaauxiliado el aura de misterioso exiliado político de oscuro pasado que me precedía enaquellas tierras remotas, y que la quería mucho. Cuando concluí, considerando quehabía dicho todo, se inició su interrogatorio. Hice lo que pude, sin salir de miasombro al comprobar la miríada de cosas que una mujer puede desear enterarseacerca de otra. Eran como las tres cuando conseguí convencerla de que se fuera a sucasa a dormir un poco. No iba a venir nadie a semejante hora. Y creo que a ella legustó la idea de que me quedase yo un rato a solas con lo que nos había quedado desu marido. Y a mí, confusamente, creo que también me sonó adecuado.Fue un entierro poco concurrido. Algunos familiares, uno que otro amigo, unoscuantos empleados del Juzgado. A varios no los conocía: esa ajenidad fue tal vez laprueba más palpable que tuve de mi propio exilio. Me reconfortó encontrar a otrosque sí eran antiguos empleados; con ellos crucé saludos y palabras de afecto.También estaban Fortuna Lacalle y Pérez, nuestros antiguos superiores. Al juezretirado se lo veía tan envejecido que parecía a punto de desarticularse, pero su carade otario resistía incólume la batalla contra el paso del tiempo. Pérez ya no eradefensor oficial: era juez de sentencia, para estupor de los hombres y mujeres de buencriterio.Mientras los demás volvían hacia los autos, me demoré un instante a arrojar unterrón de tierra sobre el túmulo sin que nadie me viera. Giré para cerciorarme de quemi gesto no tuviese testigos: al final del grupo en retirada iban precisamente nuestroantiguo secretario y nuestro igualmente antiguo juez. Levanté un terrón grande yhúmedo y lo fui partiendo en varios pedazos. A medida que los arrojaba fuiejecutando, a media voz, una especie de rezo absolutamente profano: «El día en quelos boludos hagan una fiesta, estos dos reciben a los demás en la puerta, les sirven losrefrescos, les ofrecen torta, encabezan el brindis y les limpian las miguitas de loslabios».Al terminar, me alejé sonriendo.
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La pregunta de sus ojos
Mystery / ThrillerHace treinta años, Benjamín Chaparro era prosecretario en un juzgado de instrucción y llegó a su oficina la causa de un homicidio que no pudo olvidar. Ahora, jubilado, repasa su vida, las instancias de ese caso y sus insospechadas derivaciones, y la...