SASTRE

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En la metódica costura de los lomos Chaparro identifica la mano experta de PabloSandoval; y, como siempre que cualquier nimiedad se lo trae a la memoria, vuelve aextrañarlo. El mejor empleado con el que ha trabajado. Rápido para aprender,estupenda redacción, una memoria prodigiosa. Un momento. Como siempre que lorecuerda, Chaparro advierte que acaba de cometer la misma injusticia de todas lasotras veces. Ha iniciado su recuerdo de Pablo Sandoval como una evocación elogiosaa su mejor empleado. Y está mal. No porque ese recuerdo sea falaz. Por supuesto queSandoval ha sido el mejor colaborador con el que Chaparro ha contado. Pero parahacerle justicia a Pablo Sandoval debe decir que ha sido un buen amigo que, además,fue un empleado excepcional.La única precaución que debía tomar Chaparro cuando trabajaban juntos, alatardecer, cuando Sandoval juntaba sus cosas y lo saludaba con un «hasta mañana», era esperar unos minutos y asomarse por la ventana de la Secretaría. Si lo veíacruzando Tucumán hacia el lado de Córdoba todo estaba en orden: su empleado sedirigía a casa como un buen hombre y un mejor marido. Si, en cambio, pasaban losminutos y Sandoval no cruzaba por allí, Chaparro se preparaba para lo peor, porquesu auxiliar había ido a tomar un subte que lo acercara a los bares mugrientos de PaseoColón, con el irrevocable propósito de mamarse hasta el desmayo. Su jefe cerrabaentonces la ventana y llamaba por teléfono a la mujer de Sandoval para avisarle quesu marido iba a llegar más tarde, pero que él iba a acompañarlo. Ella suspiraba,agradecía y colgaba.Seguía trabajando un rato, probablemente hasta que se hiciera de noche. Despuéssalía por la entrada de guardia, sobre Talcahuano, y comía cualquier cosa en un caféde Corrientes. Antes de la medianoche, tomaba un taxi hasta el Bajo y lo hacíadetenerse, sucesivamente, en los tres o cuatro bares de siempre. Cuando lograbaubicar a Sandoval, le daba una palmada en el hombro, le hurgaba en los bolsillos paracomprobar si le quedaba algún peso con qué pagar las últimas copas y ponía ladiferencia. Después lo cargaba hasta el taxi y rumbeaban para la casa. Cuando sedetenían ante la puerta, su esposa salía del zaguán y se apresuraba a pagarle al taxista.Chaparro no insistía, porque hubiese sido como violar un acuerdo tácito con ella ycon el propio Sandoval. Por eso se limitaba a cargarlo y depositarlo en la puerta decalle, donde la esposa tomaba la posta, salvo que el estado de su marido fuesedemasiado lamentable y obligase a Chaparro a llevarlo hasta la cama. Ella le sonreíatriste y lo despedía con un «mil gracias».Al día siguiente Sandoval faltaba al trabajo. Pero al otro volvía, con las ojerasprofundas y el gesto estragado. Cuando estaba de ese ánimo sombrío, Chaparro sabíaque no podía trabajar como siempre. Era inútil, como si de pronto el alcohol lehubiese borrado todas las marcas de la memoria y los insondables circuitos de lainteligencia. Entonces lo ponía a coser expedientes. Sin mediar palabra, le poníasobre el escritorio el hilo blanco y la aguja colchonera, y el tipo solito se encaminabahacia el estante correspondiente y empezaba a archivar que era un contento. Conademanes de cirujano, con soltura de artista, con solemnidades de celebrante,Sandoval parecía un encuadernador consumado. Cuando terminaba con una causa,cada cuerpo parecía el tomo de una enciclopedia. A los tres o cuatro días, cuando lopeor de su depresión había pasado, el propio Sandoval se le acercaba sonriendo adevolverle el hilo y la aguja, como dándose de alta.Murió a principios de los ochenta, mientras Chaparro estaba en San Salvador deJujuy. Dejarle un abrazo a la viuda, y a Sandoval un postrer homenaje, fue impulsosuficiente para que Chaparro se gastase sus buenos pesos en el pasaje de avión,asistiera al entierro y, sobre todo, dejara entre paréntesis por dos días su temor aterminar muerto a manos de un grupo de asesinos que, para peor, la estaban pifiando. Ahora, cuando han pasado casi veinte años, Chaparro se olvida por un momentode lo que ha ido a hacer y tensa el hilo que recorre uno de los lomos. Lo suelta ycomprueba que tiene la firmeza exacta. Es como si Sandoval le hubiese dejado eserecado tácito para que Chaparro lo recuerde también a él como uno de los actores deesa historia que ahora se empeña en contar. Y lo bien que hace.Chaparro sonríe pensando que Sandoval y su espíritu sutil habrían apreciado eseencadenamiento de minucias, ese resucitar ínfimo, ese ingreso tangencial a unhomenaje merecido por parte de su amigo y su jefe, dos décadas después, por elsendero sinuoso del elogio póstumo a sus virtudes de sastre.

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora