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Este tipo no cesaba de sorprenderme. Ni muerto. ¿Qué podía querer decirme en esasegunda carta? Volví sobre mis pasos, cuidando de no tocar nada. Lo único que mefaltaba era quedar involucrado en una muerte sospechosa. Me dije que no teníamotivos para preocuparme: llevaba conmigo la carta que me había enviado aTribunales, que terminaba poco menos que con un «no se culpe a nadie» dirigido alas autoridades. Volví a la sala con la nueva epístola en la mano. Me senté en el únicosillón, cerca de la estufa.Estimado Benjamín:Si estas páginas llegan a sus manos es porque me hizo usted el enormefavor de llegarse hasta mi casa. De manera que antes de seguir deboagradecerle. De nuevo y como tantas otras veces, gracias. Se estarápreguntando el motivo de estas líneas. Vayamos despacio, como siempre queuno está en la obligación de darle a otro, noticias que pueden resultarle, encierto sentido, desagradables.Empecé a sentirme raro. ¿Era posible que con este hombre jamás terminaran desuceder las cosas?Notará en el fárrago de frasquitos y demás yerbas que tengo sobre lamesa de luz una jeringa usada, con la aguja colocada. Le ruego que no latoque, aunque supongo que mi advertencia es innecesaria. Calculo que en laautopsia saltará a la vista que me apliqué una dosis elefantiásica de morfinay listo el pollo. Aunque tal vez el médico forense que haga la autopsia se lasvea en figurillas para separar la paja del trigo: he tenido que suministrarmetal cantidad de fármacos en estos meses que supongo que mi hígado debeasemejarse a una droguería, pero bueno, allá él, que bastante tengo yo conmis propios asuntos.Era Morales puro: un divorcio perfecto entre las palabras y el dolor, una pizca deironía, una melancolía sincera sin las claudicaciones de la autocompasión.Pero eso no es lo importante. Todavía no le he pedido lo que tengo quepedirle. Quiero que sepa dos cosas antes de que lo haga. La primera es quese la encargo a usted porque a mí no me quedan fuerzas para acometerla pormí mismo. No dejé cierto asunto inconcluso hasta el final por desidia, sino por principios. Pero sobreestimé el alcance de mi resistencia. Es decir, pudehaberlo hecho yo, si lo hacía dos o tres meses atrás. Pero me parecióincorrecto hacerlo entonces. Pensé que debía esperar hasta lo último. Pero,ahora que ha llegado ese final, mi cuerpo no resistiría el esfuerzo.¿Para qué cuernos necesitaba fuerza física? ¿De qué me estaba hablando esehombre que acababa de morir?La segunda es que no quiero que se sienta obligado a nada. Si no puede,mala suerte. Que la policía se encargue de todo. Porque sinceramente elpedido que tengo para formularle tiene que ver con una cierta vanidad, unirrisorio deseo de conservar aquí mi buen nombre. Usted ha pasado por elpueblo sin detenerse. Pero en las próximas horas empezará a cruzarse congente que tal vez le hable de mí. Creo no equivocarme si le digo que tendránun recuerdo apacible, tal vez agradable de mi persona. Tenga en cuenta quellevo veintitrés años viviendo en este campo, trabajando en este pueblo. Pormotivos que muy pronto advertirá, porfié durante todos estos años porpermanecer aquí, sin que me trasladaran a otra sucursal del banco. Fuedifícil, porque muchas veces mis jefes insistieron en proponerme paraascensos. Según parece, resulté, en general, un empleado eficiente. Otrastantas me negué, tratando de no quedar como un descortés, o undesagradecido. No voy a mentirle: nadie en el pueblo puede decirle que meconozca en profundidad. Ni pude ni quise prestarme a ello. Pero creo quequien más, quien menos, guarda de mí la imagen de un misántropo cordial einofensivo. Y en este tránsito final hacia la nada (ojalá tuviese otras creenciasque me respaldasen), me agradaría contar con la benevolencia de unrecuerdo afable de quienes aquí me trataron durante todos estos años.¿Adónde quería llegar con todo eso? ¿Por qué no mostrarle estas líneas a lapolicía? ¿Tan mal consideraban en Villegas a los suicidas? Contuve mi inveteradaimpaciencia lectora, que me lleva en general a leer saltando de línea en línea, portemor a perderme lo principal en uno de esos saltos.Debo pedirle, mi estimado amigo (y permítame que lo llame así, porqueasí lo siento), que me haga la enorme gauchada de llegarse hasta el galpón.Son quinientos metros, por los fondos. Si llueve, encontrará unas botas juntoa la puerta de la cocina. Úselas, porque de lo contrario se pondrá los zapatosy los pantalones a la miseria. No entendía nada, o no entendía qué tenía que ver ese pedido con la muerte deMorales.Hasta aquí llegan mis instrucciones. Disculpe si no avanzo más en lamateria. Su inteligencia me libera de otras aclaraciones, y su hombría debien espero me ponga a salvo de su condena ética.Sinceramente suyo, Ricardo Agustín Morales¿Y con eso? Di vuelta la hoja, buscando una posdata, una aclaración, una pista.No había nada. Dejé la carta en el sillón y caminé hasta la cocina. Por la ventana seveían varias hileras de árboles frutales y a un costado, cerca de la casa, una escuetaquinta de hortalizas. Salí. Vi las botas, que con ese día espléndido no me hacían falta.Para dar en estas páginas imagen de buen observador, de cabal analista, supongo queme convendría decir que iba construyendo, barajando y descartando hipótesis sobrelo que Morales había cifrado en esa segunda carta. Pero no es cierto. Lo que pensé lopensé después, cuando las preguntas (que mientras avanzaba entre los limoneros y losnaranjos ni siquiera me formulaba) se respondieron solas.

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora