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Con la policía vinieron también algunos curiosos. Muy pocos, por suerte, porque elaviso lo di a la hora de la siesta, y entre eso y que unos cuantos potenciales mironesdebían haber aprovechado el día esplendoroso para salir a cazar o a pescar, el alertano se esparció lo suficiente. No vi rostros consternados o incrédulos. El oficialprincipal de la Bonaerense que encabezaba el procedimiento conocía a Morales. Nosolo él. Todos llevaban años y años viéndolo detrás del vidrio de la caja del tesorerode la sucursal Villegas del Banco Provincia, o cruzándoselo por el pueblo. También lohabían visto enfermarse, y adelgazar, y pasar cada vez con más frecuencia por laclínica y por la farmacia.—No pensé que la cosa fuera tan grave —dijo uno de los dos bancarios quellegaron con la comitiva policial.—Sí. Estaba muy mal, pero prefería no andar divulgándolo —le respondió el otro,sin levantar la voz.También había dos tipos maduros con pinta de comerciantes. Ninguno sabía biendónde pararse, y miraban la casa como quien ve algo por primera vez. Evidentementeninguno de los allí presentes la había visitado antes.Apenas pude, le acerqué al policía la carta que Morales me había enviado alJuzgado. Se sentó a leerla en el mismo sillón que yo había utilizado para leer la otra,la que por las dudas había guardado en el fondo de mi valija, en el baúl de mi coche.Estaba terminando cuando llegó la ambulancia. Uno de los policías salió de lahabitación llevando, en una bolsa de plástico transparente, la jeringa que había usadoMorales para matarse.—¿Qué hacemos, jefe?—¿Gutiérrez ya sacó las fotos?—Ajá.—Bueno. Ahí vinieron los de la ambulancia. Ya lo levantamos. Aguanten uncachito —se volvió hacia mí—: Así que usted...—Benjamín Chaparro —me presenté. Y no me pareció mala idea tejerme unsalvoconducto—: Prosecretario del Juzgado en lo Criminal de Instrucción n.º 41, deCapital Federal —agregué, mostrando mi credencial.—¿Se conocían de hace mucho, señor? —el tono había virado ligeramente alrespeto cortés y dispuesto a la sumisión. Me sentó bien el cambio.—La verdad que sí, aunque hace años que no nos veíamos. Desde que se vinopara acá —dudé sobre si correspondía decir lo que me venía a los labios—. Éramosamigos en Buenos Aires —no lo éramos, me dije. Pero si no lo éramos, ¿quéhabíamos sido? No supe responderme.—Entiendo. ¿Le molestaría acercarse a la habitación? Digo, para tener otro  testigo de la diligencia de remoción del cadáver.—Vamos.Lo habían destapado. Tenía puesto un pijama a rayas, de corte anticuado. Era unpensamiento inútil, pero me asaltó la imagen de Liliana Emma Colotto de Morales,en torno de cuyo cadáver se habían establecido ritos parecidos, de los que yo tambiénhabía tomado parte involuntaria. En esta ocasión éramos menos, y no había uncorrillo de curiosos interesado particularmente en contemplar el cuerpo.Habían estado removiendo los frascos de la mesa de luz, para secuestrarlos comoprueba. Como los habían acomodado en el piso, en la desnudez de la mesa elportarretrato con la foto de Morales y su mujer, vestidos de novios, era mucho másvisible. ¿Dónde había visto esa foto? ¿En la mesa de café en la que Moralesclasificaba imágenes para mostrármelas antes de romperlas? No. La había visto en eldormitorio de la casa de ellos, casi treinta años atrás, a pocos pasos del cadáver deLiliana Colotto. Me asombró, como tantas otras veces, la férrea paciencia quedespliegan los objetos para sobrevivimos. Creo que por primera vez pensé en ellosdos vivos, tomando el café en la cocina de su casa, charlando y sonriéndose; y la vidame pareció insoportablemente cruel y pendenciera. Fue también la primera y laúltima vez que se me humedecieron los ojos pensando en ellos.Salimos detrás de la camilla hasta la ambulancia, en una procesión minúscula eimprovisada. Detrás de la ambulancia arrancaron los autos en los que habían venidolos colegas de Morales y los dos hombres mayores. Cuando se perdieron por elcamino hacia la ruta, el oficial se volvió hacia mí:—Usted pensaba irse hoy mismo, supongo.—En realidad, creo que voy a quedarme hasta mañana, o el lunes. Por lo quepuedan necesitar ustedes, oficial.—Ah, macanudo —la noticia pareció alegrarlo, porque se libraba de pedírmelo—.De todos modos, no se preocupe. Yo hablo hoy con el médico que nos hace laspericias y con el juez. Es un tipo macanudo, Urbide, de apellido, no sé si lo conoce.Moví negativamente la cabeza.—Bueno. No importa. Igual, esto está más que claro.—Supongo que sí —confirmé, satisfecho de escucharlo decir eso.En ese momento oí que llamaban al jefe desde la parte trasera de la casa. No mehabía percatado de que un par de policías habían ido hasta el galpón.—Sin novedad, señor —dijo uno con insignias de suboficial. Supuse que se lasdaba de formal porque se había enterado de que el forastero, o sea yo, entendía delasunto—. Un galpón bastante grande, con herramientas y algunos muebles viejos.—De acuerdo.—A que no sabe, mi oficial —terció el otro agente. Era joven, morochazo, concara de recién salido de la escuela de policía—. Este tipo debía tener mucho miedo de que le robaran la herramienta. La puerta del galpón tenía más candados que no séqué, y lo peor ¿sabe qué?—¿Qué?—Adentro del galpón se armó una jaula para guardar las cosas más caras. Unamáquina de cortar pasto naftera, una amoladora, un par de guadañas, unos taladrosbastante polenta. Se ve que tenía miedo de que se las robaran, ¿vio?—Y... si todos los policías de acá son tan chambones como vos, no ha de ser unsitio muy seguro... —lo embromó el oficial. El pibe era novato pero no tanto comopara no saber que tenía que callarse y aceptar el chiste.Caminamos de nuevo hacia la casa. No habían dicho nada del lavatorio y delinodoro que seguramente habrían encontrado arrinconados contra una de las paredes,a un lado de las estanterías. Había tapado, dentro de la celda, los desagües de lossanitarios con tierra hasta el ras del piso de cemento. Me tranquilizó advertir que noguardaban la mínima sospecha. No tenían ni idea de nada. De todos modos, ¿quiénpodía haberla tenido?—Vallejos —llamó el oficial—. Quedate de consigna, por si el juez quierepegarse una vuelta entre hoy y mañana.Vallejos lo miró con una expresión que casi delataba su fastidio. El otro parecióapiadarse.—O bueno. Hagamos una cosa. Yo lo llamo al juez, y si me dice que le demospara adelante, te llamo al radio y te pegas la vuelta. ¿Te parece?—Gracias, jefe. La verdad que gracias. Siendo sábado... ¿vio?—¿Así que tenía una jaula adentro para guardar la herramienta? —preguntó eloficial volviéndose al agente jovencito. No existía el menor rastro de alarma en suvoz. Hablaba de eso como podría haberlo hecho acerca de cualquier otra cosa; por elgusto sencillo de no dejar posar el silencio.—Como lo oye, señor. Con dos brutas cerraduras. Mire que la gente hace cosasraras, ¿eh?El oficial levantó la gorra que había dejado sobre la mesa de la sala. Miró laestancia con la expresión del que sabe que no va a volver a visitar el lugar que estámirando.—Es cierto. La gente hace cosas raras.No se habló más. Subieron a los móviles y yo los seguí en mi auto. Consiguieronubicar velozmente al médico pericial, que les hizo la gauchada de practicar laautopsia esa misma noche, y el juez les dio la orden de darle para adelante y cerrartodo el asunto.El entierro de Morales fue el lunes a la mañana. Una lluvia fina y persistente quecayó desde la madrugada hasta la noche le dio un toque melancólico. No asomó ni elmínimo rayo de sol en todo el día. Me pareció bien que sucediera de ese modo.

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora