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—Está resuelto, Benjamín. Asunto terminado.Pedro Romano me soltó la frase con expresión de triunfo, acodado sobre miescritorio, mientras me deslizaba ante las narices un papel con dos nombresmanuscritos. Acababa de colgar el teléfono. Lo había visto sosteniendo una largaconversación en la que había alternado unas cuantas exclamaciones vociferadas (paraque a nadie le quedasen dudas de que se traía entre manos algo muy importante) conlargas parrafadas en un susurro conspirativo. En mi distracción inicial me habíapreguntado para qué cuernos venía a hablar por teléfono a mi Secretaría en lugar dequedarse en la suya. Cuando vi que el juez Fortuna estaba en el despacho delsecretario Pérez, entendí que Romano pretendía lucirse. Como yo me consideraba untipo compasivo, y como estaba naturalmente en la más absoluta ignorancia de todaslas derivaciones que los hechos de ese día iban a tener en los años siguientes, mecausaba más gracia que fastidio que Romano pugnara por deslumbrar a nuestrossuperiores. No tanto por el intento de lucimiento sino por la calidad moral eintelectual del superior ante el cual Romano pretendía destacarse. Hacerse elempleado modelo delante de un juez podía resultarme ligeramente patético, perohacerlo sin advertir que el juez en cuestión era un idiota de marca mayor que no iba anotar ese lucimiento me dejaba sin palabras. Más allá de eso, que una vez terminadasu conversación telefónica Pedro Romano me dijese que el caso estaba resuelto,alargándome un papel con dos nombres escritos y mirándome con cara de «acá tehice el favor aunque no me corresponde porque la causa es de tu Secretaría», mesorprendió profundamente.—Albañiles. Están trabajando en el departamento tres. Cambiando los pisos.Al parecer Romano consideraba que el estilo telegráfico, salpicado de silenciosteatrales, aumentaba el dramatismo de su primicia. Me pregunté cómo un tipo tanlimitado había llegado a ser prosecretario. Me respondí que un buen casamiento obramilagros. Su mujer no era particularmente linda, ni particularmente simpática, niparticularmente inteligente. Pero era particularmente hija de un coronel de infantería,y eso en la Argentina de Onganía era un mérito sobresaliente. Evoqué la ceremoniadel casamiento, plagada de gorras verdes, y creció mi fastidio.—La vieron pasar. La piba les gustó. Tuvieron la idea —Romano había pasado dela identificación de los seguros autores a la reconstrucción del propio crimen—. Se veque el martes vieron salir temprano al marido. Tomaron coraje. Se mandaron.Si seguía hablando como un telegrama colacionado, iba a sugerirle que se fuera alinfierno. Me ilusioné falsamente cuando dejó de reclinarse sobre mi sitio con lasmanos apoyadas en el escritorio. Pero no se incorporó para irse, sino para dejarse caeren la silla que tenía más cerca. La arrimó con varios balanceos de cadera, y volvió a quedar con los ojos a la altura de los míos.—Se pasaron de rosca, y terminaron haciéndola mierda.No habló más. Tal vez estaba a la espera de una ovación cerrada o de los flashesde los reporteros gráficos.—¿Quién te pasó el dato? —pregunté, y de inmediato arriesgué la respuesta queintuía—: ¿Sicora?—Precisamente —el tono de voz de Romano incluía, por primera vez, unlevísimo matiz de duda—. ¿Por qué?¿Lo puteaba o lo dejaba así nomás? Opté por la variante pacífica. El oficialayudante Sicora, de Homicidios, era un especialista en escabullirle el bulto al trabajo.Odiaba contactar gente, aborrecía caminar la calle, detestaba el laburo propio de uninvestigador. O sea, su único parecido con Báez estaba, creo, en el blanco del ojo.Sicora armaba sus hipótesis desde el living de su casa, encajándole el sambenito dehomicida al primer perejil que se le ponía a tiro. Lo que más me calentaba no era lode Sicora, sino que el pelotudo de Romano le llevase el apunte. Que Sicora era unpalurdo y un vago lo sabían hasta las monjas de clausura. ¿Cómo podía ignorarlo estemuchacho, que aunque fuera de oídas tenía la obligación de saber cómo eran lascosas en la instrucción de un sumario penal?Pese a todo no quería calentarme. A fin de cuentas Romano era un colega, y yotenía suficiente experiencia en la Justicia como para advertir que las heridas verbalesson difíciles de sanar.Viré parcialmente el destino de mis preguntas.—Aparte... ¿el caso no lo estaba llevando Báez?Mi delicadeza no tuvo premio. Romano me contestó con irónica frialdad.—Báez tampoco creo que sea Spencer Tracy. Y no puede con todo, ¿no te parece?Me estaba saturando, y los restos de mi paciencia se me escurrían como arenaentre los dedos.—No, no me parece. Sobre todo si la alternativa es que la causa la empiece unvago y un pelotudo como Sicora.Romano no recogió el guante por la ofensa que acababa de propinarle a su fuente.En cambio, y como transigiendo en desasnarme, se tomó los dedos de la manoizquierda y empezó a enumerar.—Son dos. Albañiles. Laburaban en el departamento de adelante, o casi. No sondel barrio, ni los conoce nadie. ¿Te das cuenta?Romano se detuvo, como confiando en cautivarme con sus argumentos. Por finagregó, sacudiendo la cabeza y adelantando el mentón, como decidiéndose a exponerel argumento definitivo:—Y aparte son dos negritos con cara de chorros, no sé si me entendés.En esa época, por joven o por tierno, o por ambas razones, me costaba calificar a mis conocidos como hijos de puta. Pero Romano parecía cada vez más dispuesto adejarme sin margen para la clemencia. Más de una vez lo había visto sobrar a undetenido morochito y con cara de pobre. También lo había visto desangrarse engentilezas con los abogados más o menos célebres en el ambiente. Le dije lo que mesalió del alma:—Ah, bueno. Si los querés procesar por negros, avísame.Pensé en agregar «aguantame que reviso qué artículo del Código podemosaplicarles», pero decidí que esa ironía era demasiado ingenua e iba a perjudicar elefecto. Vi, de todos modos, que el otro hacía un esfuerzo atroz para no insultarme, ycuando habló no quedaba en su voz ni el último vestigio de la floja simpatía con laque había empezado.—Voy a la seccional. Me dijo Sicora que los tenía listos para interrogarlos.—¿Listos? —el fastidio me ponía ya al borde del estallido—. Entonces seguroque ya los recagaron a patadas. Voy yo. No te olvides de que la causa es mía.En general, me desagradaban los celos forenses que llevaban a algunos conocidosa usar posesivos con los expedientes, pero este tipo me había desbordado lapaciencia. En mi casa me habían enseñado a no putear a la gente en la cara. Por esome controlé, me calcé el saco y me despedí con un seco «hasta luego». Solo mepermití cerrar la puerta con bastante más fuerza que la necesaria

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora