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Cuando entramos al banco tuve una sensación extraña. Era un gran salón cuadrado,con amplios y fríos paneles de mármol en las paredes. Del techo, altísimo, bajaban aintervalos regulares caños negros y escuálidos sosteniendo unas tulipas vetustas queiluminaban malamente la estancia. Una hilera continua de altos mostradores defórmica gris rematados por paneles de vidrio separaba el área de los empleados delespacio destinado al público. Un ordenanza limpiaba, aburrido, los cristales a la alturade esos orificios circulares a través de los cuales los clientes se hacían oír. Yo odiabalos ambientes enormes, y pensé que debía ser espantoso trabajar todos los días en unsitio como ese. Hasta me resultó reconfortante evocar la Secretaría del Juzgado, consus anaqueles atiborrados de expedientes desde el piso hasta el techo, sus pasillosmínimos, su desvaído aroma a maderas envejecidas.Pero la sensación extraña tenía que ver con otra cosa. Apenas traspuse la puerta,siguiendo a Báez, abarqué de un rápido vistazo a la veintena de empleados, que,aunque a esa hora todavía no habían empezado a atender al público, ya lucíanensimismados sobre los escritorios. Era como si la horrenda noticia que traíamos aúnno tuviese un destinatario fijo. No al menos mientras el custodio que nos habíaabierto la puerta no avanzara hasta el fondo, levantara la tapa de uno de losmostradores, pasase del lado del personal del banco y se dirigiese hasta el hombreindicado. Me preguntaba quién sería Morales, mientras pasaba la vista de unos aotros. Traté de recordar la foto nupcial de la mesa de luz de su dormitorio, pero no loconseguí, tal vez por el apuro o por la aprensión con que la había mirado.Sentía como si la tragedia todavía estuviese sobrevolando esas veinte vidas sindecidirse a posarse en ninguna. Era ridículo, claro, porque solo uno de esos hombrespodía ser Ricardo Agustín Morales. Los demás no. Los demás estaban a salvo delhorror que veníamos a comunicarle. Pero mientras el custodio no detuviese su marchajunto a uno de los hombres que trabajaban allí, todos (los jóvenes, al menos) se meantojaban blancos móviles, víctimas sujetas al azar espantoso de recibir (contra todaslas posibilidades, más allá de todos los pronósticos, por encima de todas lascertidumbres con que los seres humanos sobrellevamos cada día la angustiaescalofriante de saber que todo lo que amamos puede extinguirse de un momento aotro) la noticia que desquiciaría su vida.El custodio avanzó entre varios escritorios y se inclinó al oído de un muchachojoven que sumaba cheques en una gran máquina de calcular. Yo estaba por empezar acompadecerlo a la distancia cuando, como si los acontecimientos se acomodaranrepentinamente a mi teoría de que el drama vacilaba antes de posarse en los hombrosde su destinatario, el muchacho alzó la mano en dirección a una puerta que se abríaen los fondos del amplísimo local, y fue como si ese gesto de extender el brazo hubiese salvado al muchacho que sumaba cheques del calvario inminente de haberperdido a su mujer de un modo espantoso.Báez y yo seguimos el gesto del brazo y, casi como en un sincronizadomovimiento teatral, la puerta del fondo se abrió para dejar ver a un hombre joven yalto, con el pelo engominado muy tirante hacia atrás, un bigotito serio, un saco azul yuna corbata de nudo estrecho, que avanzó con los últimos latidos de su inocenciahacia el escritorio desde el que lo contemplaban, curiosos, el custodio y el empleadode los cheques.El policía le indicó que lo buscábamos. «Ahora», pensé. «En este momentoexacto este muchacho acaba de penetrar en un túnel sin fondo del que probablementeno salga en el resto de su vida». Alzó la vista hacia nosotros. Nos miró primerosorprendido, pero enseguida desconfiado. El custodio debía habernos presentado aambos como policías. Siempre hacen lo mismo. Simplifican hacia la imagen mássencilla. Un policía es algo conocido por todo el mundo. Un prosecretario de unJuzgado de Instrucción en lo Criminal es una especie más exótica. De manera que ahíestábamos, con los cuchillos listos para hundirlos en la yugular del chico que nosmiraba sin decidirse todavía a angustiarse.Me aproximé al mostrador rebatible por el que el muchacho estaba saliéndonospresuroso al encuentro. Había decidido presentarme por mi nombre pero dejar queBáez fuera el que hablase. Ya habría tiempo de explicarle quién era el policía y quiénel funcionario de Justicia. Además, Báez parecía acostumbrado a comunicarprimicias espantosas. Y yo, al fin y al cabo, no tenía por qué carajo estar ahí, siendotestigo de cómo se le pulverizaba la vida a un joven bancario. Si estaba, se lo debíaexclusivamente al pelotudo del doctor Fortuna Lacalle y a su perentoria ansiedad porascender cuanto antes a juez de Cámara.

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora