Mientras bajaba las escalinatas de la calle Talcahuano, tuve un momento de duda.Llevaba en un bolsillo un buen toco de plata para pagar la última cuota de midepartamento. Se suponía que iba a abonarla al salir del Juzgado porque en laescribanía cerraban tarde, pero como temía que la demora fuera excesiva para hallarloa Sandoval, opté por buscar a mi amigo y posponer el pago para otro día. Palpé que eldinero estuviese bien guardado en el bolsillo interior del saco y le hice señas a untaxi. Dimos vueltas por Paseo Colón. No conseguía encontrarlo. El taxista estaba debuen humor, y me ofreció una larga improvisación sobre la forma más sencilla yexpeditiva de arreglar los problemas del país. Si hubiese estado menos preocupado ymenos concentrado en advertir cualquier pista del paradero de Sandoval, tal vez lehabría pedido alguna aclaración sobre la conexión que establecía entre afirmacionestales como «los militares saben lo que hacen», «acá nadie quiere trabajar», «hay quematarlos a todos» y «el River de Labruna es el ejemplo a seguir».Le pedí que recorriese las calles transversales. Por fin lo hallé en un bar, muy feo,sobre la calle Venezuela. Le pague al esclarecido analista de la realidad nacional yesperé que me diera el cambio justo. Mientras hurgaba en un bolsillo, con unlevísimo dejo de fastidio por mi tacañería, disfruté de una minúscula venganza.Ahora se me había pasado el apuro. Sandoval de ninguna manera iba a tolerar que losacase de allí antes de las once, y no eran entonces más de las nueve.Me senté frente a él y pedí una Coca-Cola. Me ofrecieron Pepsi y acepté. Nuncalo había visto beber así. Sinceramente asustaba, aunque al mismo tiempo era deadmirar su resistencia. Sin estridencias, sin gestos excesivos, Sandoval levantaba elvaso lleno y lo vaciaba en uno o dos tragos. Después clavaba la vista en el vacío,frente a él, y dejaba que el líquido caliente bajase hasta sus tripas. Unos minutosdespués volvía a llenar el vaso.Eran casi las doce y no había logrado arrancarlo de su silla, aunque tampocohabía insistido tanto. Sabía por experiencia que Sandoval pasaba una primera etapaen su borrachera en la que se ponía irritable, reconcentrado, y luego entraba a otramás plácida y relajada. Ese era el momento de llevármelo. Pero esa noche demorabael tránsito a la segunda fase. Me levanté al baño. Mientras orinaba en el mingitorio,escuché un estruendo de vidrios rotos, seguido de una serie de gritos y corridas sobreel piso de madera.Salí casi salpicándome. Por suerte a esa hora no quedaban más que tres o cuatroparroquianos, que miraban con más interés que temor. Sandoval blandía una silla enla mano derecha. El dueño del bar, un tipo bajo y fornido, había salido desde atrás dela barra y lo acechaba a cierta distancia, temiéndose probable objetivo del siguientesillazo. Detrás de la barra se veía el espejo roto y botellas y vidrios esparcidos por todos lados.—¡Pablo! —lo llamé.Ni me miró. Seguía atento a los movimientos del dueño. Ninguno hablaba, comosi el desafío que estaba entablado entre los dos fuese demasiado profundo como paraventilarlo con palabras. Sin que mediaran signos premonitorios el brazo derecho deSandoval describió un amplio semicírculo y soltó la silla, que fue a impactar de llenoen una de las ventanas que daban a la calle. De nuevo el estruendo descomunal. Denuevo las corridas y los insultos. Ahora el dueño no había dudado. Le pareció que suenemigo borracho y recién desarmado era un blanco fácil y trató de arrojárseleencima. No sabía (yo sí) que Sandoval no perdía fácilmente los reflejos, más allá desu apariencia abotagada, y que practicaba boxeo desde pibe en un club de Palermo.De modo que cuando el patrón entró en su radio de acción, le tiró un cross a lamandíbula que lo lanzó en reversa y lo despatarró sobre una de las mesas vacías.—¡Sandoval! —grité.La cosa estaba pasando de castaño a oscuro. Se encaró conmigo. ¿Estaría tratandode ubicarme en el extraño contexto bélico que había generado? Alzó otra silla.Caminó un par de pasos hacia mí. «Estamos listos», pensé. «Ahora lo único que mefalta es terminar la noche fajándome con mi oficial en un bar de mala muerte de lacalle Venezuela». Pero sus planes eran otros. Con la mano libre me hizo un gestocomo para que me apartase. Me hice a un lado. La silla pasó a velocidad y alturarespetables para terminar despedazando un anuncio de cristal que promocionaba unwhisky: un señor de aspecto respetable bebía una medida, sentado en un sillón, juntoa una chimenea encendida. Ya lo habíamos visto en algún otro bar de la zona.Sandoval odiaba ese anuncio: me lo había hecho saber en el transcurso de alguna otracurda pretérita.Con ese estropicio final, que probablemente Sandoval interpretase como un actode justicia, parecieron agotarse sus ímpetus destructivos. El dueño del bar habrásupuesto lo mismo porque lo asaltó por detrás y ambos rodaron entre las mesas y lassillas. Me acerqué a separarlos y, como es de práctica en estos casos, ligué unoscuantos golpes. Terminé sentado en el piso sujetando a Sandoval contra mí ygritándole al dueño que se calmara, que yo me encargaba de tenerlo quieto.—Ahora vas a ver —dijo por fin el tipo, incorporándose.Me asustó su tono frío y amenazante. Fue hasta la registradora. Pensé que sacabaun chumbo y nos cagaba a tiros, pero me equivoqué. Lo que sacó fue un cospel deteléfono. Iba a llamar a la policía. Los dos o tres clientes que quedaban, y que nohabían creído necesario intervenir, advirtieron su intención y abandonaron el sitio,presurosos. Miré alrededor. ¿Era posible que en ese cuchitril hubiese un teléfonopúblico? No había. Rumbeó para la puerta, echándonos una mirada asesina. Loúltimo que nos hacía falta esa noche era terminar en cana. Me incorporé. Sandoval parecía del todo ajeno al asunto. Salí detrás del dueño. Caminaba hacia el Bajo. Lollamé. Recién al tercer intento se dio vuelta y aceptó detenerse para que le dieraalcance. Le dije que no era para tanto, que yo me encargaba de todo. Me miró conescepticismo. Tenía sus motivos. Los cristales esos debían valer sus buenos mangos.Y creía recordar un par de sillas y mesas que habían quedado despatarradas, sincontar las que Sandoval había arrojado por el aire. Insistí. Terminó aceptando volveral local. Desandamos el camino en silencio. Cuando llegamos, no pude menos queentender la rabia del tipo. Los vidrios de la ventana estaban esparcidos en la vereda, ylas esquirlas de la pelea eran visibles en todo el recinto.Abrió los brazos y me miró, como pidiéndome explicaciones, o como sirecapacitara y juzgase excesiva su indulgencia de un momento antes.—¿Cuánto puede costar reparar estos destrozos? —mi pregunta carecía deseguridad, de énfasis. El otro debió notarlo.—Y... una ponchada de pesos. Imagínese.Nunca fui bueno para el regateo. Paso de sentirme un sádico aprovechador asentirme un pánfilo incurable, y viceversa. Y esa situación, pasada la medianoche,con Sandoval sentado en el piso contra la barra (se había agenciado una botella dewhisky que había sobrevivido intacta la hecatombe y seguía bebiendo conparsimonia) y el tipo ese con la posibilidad de llamar a la policía como si tuviese unas en la manga, desbordaba absolutamente mis esquemas.Me dijo una cifra ridícula, que debía alcanzar poco menos que para redecorar elmaldito piringundín desde sus cimientos. Le dije que de ningún modo disponía de esacantidad. Contestó que no pensaba aceptar ni un peso menos. Una cifra relativamentemenor pasó por mi mente: la del fajo de billetes que todavía conservaba contra elsobaco y que, iluso de mí, había considerado como la cancelación de mi deudahipotecaria. Se la ofrecí, intentando sonar definitivo.—Está bien —transigió—. Pero me lo paga ahora.El tipo, debía dudar de que un fulano como yo, que andaba jugando a ser el ángelde la guarda de un borracho perdido, pudiese tener esa cantidad de dinero encima. Sela extendí. Contó los billetes y pareció calmarse.—Pero me ayuda a poner un poco de orden. Si dejo esto así, mañana pierdo el díaacomodando.Acepté. Lo corrimos a Sandoval a un lado para que no estorbase, barrimos losvidrios, arrumbamos las mesas y las sillas desencoladas en una piezucha a la que sellegaba cruzando un patio mugriento, y redistribuimos el mobiliario sano. Creo que,salvo por el espejo y el ventanal, había salido ganando. Al fin y al cabo ese podridoanuncio de whisky era espantoso. Sandoval casi había hecho bien en pulverizarlo.
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La pregunta de sus ojos
Mystery / ThrillerHace treinta años, Benjamín Chaparro era prosecretario en un juzgado de instrucción y llegó a su oficina la causa de un homicidio que no pudo olvidar. Ahora, jubilado, repasa su vida, las instancias de ese caso y sus insospechadas derivaciones, y la...