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—Si quiere, cuénteme cómo fue que lo largaron —dijo Morales, como si ya nadapudiese alcanzarlo y hacerle daño.Lo miré antes de responder. Ese muchacho seguía sorprendiéndome. Aunque esacaracterización de «muchacho» tal vez ya no le correspondía. ¿Por qué la seguíautilizando? Por comodidad, claro. Siempre lo había visto como tal. Desde la primeravez que tuve oportunidad de verlo, en la sucursal del Banco Provincia. Entonces loera, sin duda. Tenía veinticuatro años. Pero ahora, cinco años después, era imposiblecaracterizarlo de ese modo. Y no porque su pelo rubio fuese mucho menosabundante, que lo era. O porque las personas a las que vemos muy de tanto en tantodenotan con más claridad el paso del tiempo, cosa que también parece cierta. Moralesya no era joven, aunque su documento afirmase que aún no cumplía los treinta años.El dolor constante le había abierto dos surcos profundos a los lados de la boca, que sucorrecto bigote rubio no lograba disimular, y la frente también estaba surcada pormarcas indelebles. Si siempre había sido flaco, ahora su delgadez se había tornadocasi esquelética, como si ni siquiera comer pudiese constituir un sucinto placer,responder a un mínimo deseo. Los pómulos abruptos, las mejillas hundidas, los ojosgrises refugiados en las órbitas profundas. Viendo a Morales frente a mí, esa tarde dejunio de 1973, entendí que la brevedad o la prolongación de la vida de un ser humanodepende sobre todo del caudal de dolor que esa persona se ve obligada a soportar. Eltiempo pasa más lento para los que padecen, y la angustia y el sufrimiento marcan lapiel con signos definitivos.Hablaba recién de mi sorpresa frente a ese hombre. En los días anteriores yo lehabía dado vueltas al asunto de convocarlo o ir a buscarlo al banco. Pero conservabatan vivido el recuerdo de nuestra primera entrevista, cuando con Báez fuimos adecirle lo que le dijimos, que no me sentí capaz de volver a despedazarlo del mismomodo y en el mismo sitio. Por eso lo llamé para citarlo en el café de Tucumán al1400. Cuando lo tuve al otro lado del teléfono, imaginé que iba a sorprenderse. Porempezar, por el llamado mismo: hacía casi un año que no nos comunicábamos. ¿Quéhacía entonces el prosecretario del Juzgado de Instrucción pidiendo por él en laoficina? ¿Saludándolo por el día de su cumpleaños? Y además, por citarlo en el caféde las otras veces. Morales sabía perfectamente que en la causa de Gómez faltabandos o tres años para que hubiese una condena firme, previo paso al Juzgado deSentencia. Y para informarle una pavada al estilo de la clausura del sumario, o algoasí, no tenía sentido pactar una entrevista cara a cara. ¿Qué hubiese hecho cualquierser humano normal frente a un llamado tan descolgado y tan misterioso?Preguntarme, solicitarme algún dato, alguna referencia, al estilo de «¿es algo grave?»o «¿puede adelantarme algo, así me quedo tranquilo?». No era el caso de Morales.  Me escuchó, dudó un segundo acerca de si podía salir del banco un rato mástemprano al día siguiente o si era mejor el jueves, y me confirmó que «mañana estababien», después de hablar un segundo con un compañero. Eso había sido todo. Todohasta esa misma tarde fría de miércoles, cuando lo había divisado esperándome enuna de las mesas del fondo.—Lo llamé porque tengo algo grave que comentarle, Morales —estaba decidido air al grano cuanto antes. ¿Cómo podía ser tan tonto de sentirme culpable por lo quehabía pasado? ¿Qué tenía que ver yo con que las cosas hubiesen terminado de esemodo?—Si es para decirme que lo largaron a Gómez, no se preocupe. Ya estoy al tanto.—¿Cómo, «al tanto»? —reacción ridícula la mía. Me sacaba del libreto queMorales estuviera sobre aviso y pretendía llevar la conversación hacia ese puntoinútil. Pero no me desdije.—Sí. Ya sabía.Ahora me mantuve en silencio. ¿Cómo se había enterado?—No es para tanto, Chaparro —agregó, con simpleza—. Publicaron una lista deamnistiados en el diario, unos días después de liberarlos.—¿Y por qué se le ocurrió que Gómez podía estar en esa lista?Ahora fue Morales quien se tomó un instante para responder, como si la preguntalo hubiese sorprendido. Por fin habló, con una mueca irónica.—¿Quiere que le diga la verdad? Por simple aplicación del principio existencialque gobierna mi vida.—...—Todo lo que pueda salir mal va a salir mal. Y su corolario. Todo lo que parezcamarchar bien, tarde o temprano se irá al carajo.¿No era esa la primera vez que Morales se permitía un insulto mientrasconversaba conmigo? Tal vez esa era una medida de la profundidad de su desdicha.Tuve una distracción ridícula: me imaginé a los padres de Morales, dedo índice enalto, diciéndole a su hijo algo al estilo de «Ricardito, pase lo que pase, no uses malaspalabras. Ni siquiera si un señor malo, malo, viola y estrangula a tu señora y luego espuesto en libertad». Deseché mi delirio y volví sobre sus palabras. ¿Qué podíacontestarle? En los cinco años que llevaba de conocerlo, cada cosa que había idoocurriendo parecía darle toda la razón del mundo.—En serio —prosiguió Morales—. Cuando usted me contó que lo habíanagarrado, y el modo en que se había pisado para confesar su crimen, pensé «Bueno,ahora sí esto está terminado de algún modo: se pudrirá en la cárcel». Pero cuandollegué a casa, o cuando pasaron tres o cuatro días me pregunté: «¿Listo? ¿Ya está?¿Así de simple?». No. Era demasiado sencillo, aun después de toda la mugre quehabíamos barrido en esos cuatro años. Así que le pregunté a un amigo abogado que tengo (amigo tal vez sea exagerado; digamos un conocido) cómo era el asunto de laprisión perpetua. Cuando me enteré de que en veinticinco años, como mucho —y conaccesoria de reclusión por tiempo indeterminado incluida—, el fulano podría salir enlibertad, me dije que ahora estaba mejor rumbeado. Claro, toda la vida metido en lacárcel sonaba demasiado bueno para mis expectativas habituales. Pero meacostumbré a la idea, guarda. Me dije que igual era un montón de tiempo, que era elperíodo máximo que se podía encarcelar a alguien en la Argentina, y me di porsatisfecho. Hasta que me percaté precisamente de eso. «Guarda, Ricardo», pensé. «Site conformas con esto sonaste, porque en cualquier momento te vas a enterar de queni siquiera va a suceder esto con lo que te estás conformando». ¿Me sigue?Lo seguía. Era un discurso de un pesimismo intolerable. Pero no estaba diciendonada que no estuviera en un todo de acuerdo con los hechos.—De manera que cuando me enteré de que el 25 de mayo habían salido unmontón de presos políticos por una amnistía de la cárcel de Devoto, y que a ningunode ellos podía volver a procesárselo por los delitos por los que estaban en prisión enese momento, me hice la pregunta del millón de pesos: «A ver, Ricardo, ¿de quémanera podría resultar peor todo lo relacionado con el hijo de puta de IsidoroAntonio Gómez?». A lo cual me respondí: «Y, podría empeorar si, aunque no tenganada que ver con los presos políticos, el violador y asesino de tu esposa aparece enlas listas de beneficiados con la amnistía». ¿Y sabe qué? ¡Lotería! ¡Estaba!Terminó casi a los gritos. En los ojos, muy abiertos, le brillaban un par delágrimas. Después volvió a su cara de estepa y permaneció un largo rato mirandohacia la calle. Yo hice lo mismo. Recién después de eso, y ya en ese tono de vozneutro de quien se sabe más allá de cualquier daño, pero no por haberse salvado sinopor haber sucumbido, fue que me dijo:—Si quiere, cuénteme cómo fue que lo largaron.Se lo conté, tal como a mí me lo había transmitido Báez. También le conté cómome había enterado yo, a través del oficio del Servicio Penitenciario. Y también leconté la reacción de Sandoval. No estoy muy seguro de por qué. Sospecho que sentíque, tal vez, saber que un par de tipos honestos como Báez o Sandoval estabanindignados lo hiciera sentirse menos abandonado por Dios, o por el destino. Cuandoterminé, se hizo otro largo silencio. El mozo pasó a cobrar a una mesa vecina yaproveché para pedirle otro café. Cuando el tipo le preguntó si también quería repetir,Morales negó con la cabeza.Dudé. Había estado barruntando sobre el asunto pero no conseguía decidirme adar el paso que seguía. Temiendo que si perdía esa ocasión no iba a atreverme,perseveré.—Para mí es muy difícil decirle esto, Morales... —empecé, a los tropezones—.Se supone que yo, precisamente, no puedo ni pensar en algo como lo que voy a decirle, pero... —seguía corriéndome la cola como un cuzco— me refiero a que...—Mejor no lo diga. Déjelo ahí. Ya sé a qué se refiere.Dudé. ¿Me entendía, realmente?—Porque supongamos que usted me dice «Mire, Morales: yo que usted voy y loamasijo de un tiro», y yo voy y le hago caso; ¿no va a terminar sintiéndose culpable?No contesté.—Y ojo que no le digo culpable porque ese hijo de puta termine muerto. Creo quecoincidimos en que esa rata no vale un cuerno. Lo que creo es que usted terminaríasintiéndose culpable por mí, ¿sabe?Tampoco ahora respondí. No sabía qué decirle.—Sería gracioso. Porque me juego que voy y lo mato a Gómez, y a los dosminutos me meten en cana para toda la vida. ¿Le cabe alguna duda? —se volvióhacia la puerta. Estaban entrando un hombre y una mujer muy jóvenes—. A mí no...ninguna duda.Se distrajo mirándolos. Parecían novios recientes, respirando ambos el placereléctrico de descubrirse enamorados. ¿Morales estaría envidiándolos? ¿Evocaría, talvez, su propio pasado con Liliana Colotto?—No, Chaparro —retomó el hilo, por fin—, nada es tan sencillo. Porque aparte...—Morales parecía toparse con alguna dificultad para hallar las palabras, pero parecíaque el asunto lo había pensado un montón de veces— supongamos que lo mato.¿Gano algo? ¿Arreglo algo?—Supongo que por lo menos toma una venganza —hablé por fin.¿Qué haría yo en sus zapatos? Sinceramente no lo sabía. Pero no lo sabía,fundamentalmente, porque por ninguna mujer yo había sentido lo que sentía RicardoMorales por su difunta esposa. ¿O sí lo sentía, por una mujer acerca de la cual me hepropuesto no decir una palabra en estas páginas? Tal vez pensando en ella, en estaotra, a la que guardo como mi único secreto digno de tal nombre, yo sí habría podidointerpretar el amor de Morales por su mujer. Creo que por ella habría sido capaz detodo. Igualmente ella nunca me había pertenecido, como sí se habían correspondidoMorales y su esposa. De modo que no era equiparable a la historia de Morales. Sumujer era cierta, era tangible, era propia y se la habían arrebatado. Y como pensarloera espantoso, insistí:—Tal vez matarlo sea una venganza.Morales mantuvo el silencio. Buscó algo en el bolsillo de su saco. Extrajo unpaquete de Jockey largos y un encendedor de bronce. Me sorprendió verlo fumar y éldebió notarlo.—Soy un hombre de decisiones lentas, sabe —dijo sonriendo levemente—. Ustedno sabía que yo fumara, ¿no es cierto? Antes de conocerla a Liliana fumaba comouna chimenea. Lo dejé por ella. ¿Cómo puede un hombre encender un cigarrillo si la mujer que ama le pide que lo deje, por el bien de ellos y de los hijos que quiere tenercon él? —lanzó ese resoplido entrecortado que, en él, hacía las veces de la risa—.Como verá, no tiene mucho sentido que mantenga mis pulmones limpios ¿no leparece? Ya fumo de nuevo como un vampiro. Suponiendo que los vampiros fumenmucho, claro. Pero hasta hoy no lo había vuelto a hacer en público. Usted es elprimero delante del cual me atrevo a hacerlo. Tómelo como un signo de confianza.Tampoco ahora contesté.—Y eso de matarlo... ¿qué quiere que le diga? Parece demasiado fácil, ¿no? Mireque tuve tiempo de pensarlo en esos años en los que lo buscaba en las terminalesferroviarias. ¿Y si lo encontraba entonces? ¿Qué hacer? ¿Cagarlo a tiros? Demasiadofácil. Demasiado rápido. ¿Cuánto dolor puede sentir un tipo al que acaban de vaciarleun cargador en el pecho? Sospecho que no mucho.—Por lo menos es algo.¿Por qué sonaban tan estúpidos, tan mínimos, mis argumentos al dialogar con esehombre?—Es algo pero es poco. Demasiado poco. Ahora bien, si usted me garantiza queyo le pego cuatro tiros y no lo mato, y lo dejo parapléjico, postrado en una cama, ytermina sobreviviendo hasta los noventa años, vaya y pase.Su tono me sonaba algo falso, como si no fuese un ser acostumbrado al ejerciciode la crueldad, ni siquiera de la crueldad hipotética y verbal, pero quisieraimpresionarme en su nuevo rol de «Morales el sádico».—Pero volvamos a mi máxima, Chaparro. Seguro que con el primer tiro que lepego lo mando al infierno (suponiendo que exista) y los otros tres tiros se los pego alpedo. Y después voy en cana de por vida (y seguro que a mí no me salva ningunalibertad condicional, délo por hecho), vida que de paso se extiende convenientementehasta los noventa y tantos años. Gómez, seguro, antes de caer al piso ya está liberadode todo, muy pancho. Y yo me paso medio siglo en un calabozo envidiándole lasuerte. No, en serio. Morir puede resultar un camino demasiado fácil, créame. Lascosas nunca son sencillas.Apagó el cigarrillo consumido, y con ademanes automáticos encendió el últimodel atado.—Por eso la idea de la cárcel era, pese a todo, la mejor posible. Está bien. No ibaa ser de por vida. No iban a ser cincuenta años. Pero treinta años, o cosa así, juntandoorina en una celda no era un programa tan deplorable ¿no le parece? Pero... —suspiró con resignación— esa tampoco se dio. Y mire que no era la ideal, en esoestamos de acuerdo. Era, como mucho, la mejor posible, dadas las circunstancias. Yahí vuelvo al ataque con mi máxima. Como todo tarde o temprano tiene que irse alreverendo carajo, Dios, si existe, mueve un par de piezas como para que el hijo deputa ese se salga con la suya. Había levantado la voz tanto que la pareja de novios había dejado de hablar paramirarnos. Morales se recompuso y clavó la vista en la mesa de madera.—No sé cómo ayudarlo —dije. Era verdad—. Me gustaría sinceramente hacerlelas cosas más fáciles.—Lo sé, Benjamín.Era la primera vez que me llamaba por mi nombre. Unos días atrás había sidoBáez. ¿Qué extraños canales de solidaridad generaba esta historia horripilante?—Pero no puede hacer nada. Gracias igual.—No me agradezca. Pero en serio no sé cómo ayudarlo.Morales hizo trizas el papel metálico del paquete de cigarrillos que acababa determinar.—Tal vez en alguna ocasión pueda. Por ahora me despido —se incorporó,mientras sacaba algunos billetes del bolsillo del saco para pagar su cortado. Despuésme tendió la mano—. Y le agradezco en serio todo lo que hizo. De verdad.Le estreché la mano. Cuando salió, me senté de nuevo y contemplé durante largorato a esos novios que seguían ajenos a todo cuanto no fueran ellos mismos. Losenvidié profundamente.

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora