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«Zárate 18». Me provocaba una sensación incómoda, de inferioridad o desvalimiento,pensar que todo mi presente cabía en tres valijas que viajaban en el depósito delómnibus. No había conseguido rescatar sino un par de mis libros más queridos. Casinada de ropa, porque una de las malas noticias que me había traído Sandoval a lapensión era que habían tajeado la mayor parte de arriba abajo, sobre todo las camisasy los sacos de vestir.No me había despedido de mi madre. Ni de la gente del Juzgado.«Rosario 45». Las luces cortaban la oscuridad e iluminaban, de vez en cuando,carteles verdes con letras blancas como ese. ¿Ya estábamos en Santa Fe? ¿A cuántoskilómetros queda Rosario del límite con Buenos Aires? Si habíamos cruzado esafrontera, yo no me había percatado.Varias veces había intentado dormir, pero no había conseguido pegar un ojo. Losdías de la pensión habían sido un permanente y monótono vacío en el que el tiempose alargaba, se hacía de chicle. Pero en la última jornada habían sucedido tantascosas, y me había enterado de tantas otras, que sentía como si ese tiempo hubierapasado de la quietud al torbellino.Báez había terminado nuestro encuentro en la estación de Rafael Castillodándome la dirección del juez Aguirregaray, en Olivos. Le pregunté qué tenía que verél en todo esto.—Es lo que le empecé a explicar al principio, y que le dije que tendría que haberdejado para el final.Entonces recordé:—¿Jujuy?—Exacto. Es un tipo derecho, y con los contactos como para gestionar sutraslado. Fue idea de él, guarda —se atajó.—¿Y por qué?—No sé. O mejor dicho, creo que es mejor que él se lo explique. Lo estáesperando.—¿Pero no hay otra salida que rajar como un prófugo? —no me resignaba aquedarme sin vida de un día para otro.Báez me miró un rato, tal vez esperando que me diera cuenta solo. No fue el caso,de manera que terminó explicándomelo.—¿Sabe qué pasa, Benjamín? La única manera de asegurarse de que Romano sedeje de joderlo es enterarlo de la verdad. Yo puedo pactar un encuentro, si ustedquiere. Pero para eso tengo que decirle a Romano que el que le amasijo a su amiguitono fue usted sino Ricardo Morales. —Hizo una pausa, antes de concluir la idea—. Siusted quiere, lo hacemos. «Mierda», pensé. No podía hacer eso, la puta madre. No podía.—Tiene razón —acepté—. Dejemos las cosas como están.Nos despedimos sin exteriorizaciones demasiado vivas. Me escribió en un papellos números de los colectivos que debía tomar para llegar a Olivos. A esa altura ya nome quedaban remilgos ante la posibilidad de quedar como un estúpido, así que lepregunté hasta de qué color era cada uno.Demoré más de dos horas en llegar. Esa tarde fría de ese invierno espantosoestaba llegando a su fin. La casa de Aguirregaray era un lindo chalet con jardíndelantero. Me dije que si alguna vez volvía a Buenos Aires iba a rumbear para mispagos de Castelar. Nada de departamentos céntricos.Me abrió la puerta el juez en persona y me hizo pasar directamente a su estudio.Creí escuchar, de fondo, ruido de cocina y de chicos. Me incomodó la posibilidad deestar importunándolo y se lo dije.—No se haga problema, Chaparro. Despreocúpese. Pero cuanta menos gente lovea mejor, me parece.Estuve de acuerdo. Me dejé conducir hasta dos sillones amplios. Me ofreció cafépero decliné la invitación.—Báez me puso al tanto de todo —empezó, y yo lo celebré porque la sola idea detener que repetir toda la historia me agotaba de antemano—. Lo que no sé es si legustará demasiado la solución que encontramos.Intenté sonar despreocupado:—Jujuy... —solté.—Jujuy —confirmó el juez—. Báez me dice que este matón...—Romano.—Romano, eso. Que este Romano lo persigue a usted por un asunto personal, unaespecie de vendetta privada, ¿digo bien?—Exacto —concedí. Báez no lo había puesto al tanto «de todo». Noté que elpolicía era un tipo prudente hasta con sus propios amigos. Le agradecí para misadentros. Era la milésima vez que lo hacía.—De manera que lo está jodiendo con sus matones propios, como quien dice.Suponemos que no tiene demasiada logística, por encima de su propio grupo.—Una especie de mafia suburbana —intenté bromear.—Algo así. No se ría. No es una mala definición.—¿Y entonces, doctor?—Y entonces pensamos con Báez que teníamos que enviarlo lo suficientementelejos como para que no pudiesen molestarlo, aun cuando lo localizaran. Ahí es dondeaparece Jujuy. Porque tarde o temprano Romano se va a enterar de su traslado,Chaparro. Usted vio lo que duran los secretos en Tribunales. Pero la solución esdesanimarlo, ponerle la cosa complicada. Se detuvo un instante porque sonaron pasos de mujer en el pasillo, que giraronfinalmente hacia otra habitación. Aguirregaray fue hasta la puerta y la cerró condelicadeza. Volvió a sentarse.—Mi primo es juez federal en San Salvador de Jujuy. Ya sé que para usted esodebe sonar como el fin del mundo. Pero con Báez no encontramos una alternativamejor.Me quedé callado, ansioso por escuchar las innumerables ventajas que deberíanexistir en mudarme a vivir y trabajar en la loma del peludo.—Usted sabe que los Juzgados Federales dependen del Poder Judicial de laNación, o sea que están dentro de nuestra propia estructura. Se trata entonces de unsimple cambio de destino. Con el mismo cargo, por supuesto.—Y tiene que ser al de Jujuy —traté de no sonar susceptible.—¿Sabe qué pasa? Aunque no le parezca, tiene ventajas. Una es que enviándolo amil novecientos kilómetros de aquí a estos tipos se les volverá casi imposiblemolestarlo. Y otra es que, si aun así se les ocurre importunarlo, está mi primo.Esperé aclaraciones sobre el punto. ¿Quién era el primo? ¿Superman?—Es un tipo de ideas más bien tradicionales. Imagínese. Vio cómo son algunassociedades del interior —no sabía, aunque empezaba a sospecharlo—. Y no pienseque se trata de un tipo simpático o ameno. Nada que ver. Es casi una cucharada democo, mi primo. Y malo como un alacrán. Pero tiene la ventaja de que allá es un tipoimportante y respetado, y en cuanto les diga a cuatro o cinco personas clave que ustedestá allí bajo su protección, pierda cuidado que no van a molestarlo ni las moscas. Ycualquier cosa rara que pase, como cuatro desconocidos entrando a la provincia abordo de un Falcon sin patentes, él se enterará de inmediato. Se tira un pedo unavicuña en el cerro de los Siete Colores y mi primo se entera al cuarto de hora.¿Entiende a lo que me refiero?—Creo que sí.«Maravilloso», pensé. Iba a vivir en el confín de la patria y a trabajar con unseñor feudal, más o menos. Pero en ese momento se me cruzó la imagen de midepartamento hecho polvo y automáticamente se me aquietaron las ínfulas. Si con eltipo iba a estar a salvo, mejor sería meterme la pedantería en el último rincón y darlepara adelante. Recordé la vergüenza ajena que me había dado, años atrás, ver al juezBatista recular cuando no se animó a bajarle la caña a Romano, en la causa deapremios. Yo también era un cobarde. Yo también había encontrado mi límite.Cuando me acompañó a la puerta, volví a darle las gracias.—No hay de qué, Chaparro. Eso sí: en cuanto pueda, vuelva. No quedan muchosprosecretarios como usted.Fue como si sus palabras me hubiesen devuelto de golpe una identidadextraviada. Comprendí que lo peor de esos ocho días de fugitivo era que había dejado de sentir que yo era yo.—Gracias de nuevo —me despedí, estrechándole enérgicamente la mano.Caminé hasta la estación de Olivos. Los trenes del Ferrocarril Mitre eraneléctricos, iguales a los del Sarmiento, salvo que estaban limpios, casi vacíos ycorrían a horario. Pero hasta esa envidia localista me demostraba hasta qué puntoañoraba Castelar. ¿A todos los que huyen los agobiará esa nostalgia por su pasado?En Retiro tomé el subte, y después caminé hasta la pensión.—Un tipo lo espera en su pieza —me atajó el encargado. Se me aflojaron laspiernas—. Dijo que usted sabía que venía. Se presentó como su socio del bar, ¿puedeser?—Ah, sí, sí —me aflojé en una risa que al encargado le habrá sonado excesiva.Este Sandoval no cambiaba nunca.Me esperaba, nomás, cómodamente repantigado en la cama. Nos dimos unabrazo.Me di una ducha. Después nos tomamos ese taxi en el que casi no cruzamospalabra.

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora