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Teniéndolo delante, volví a sospechar que había construido un rascacielos concimientos de humo. ¿Podía ser culpable ese pibe que con expresión plácida estaba depie frente a mí, con las piernas un poco separadas en actitud de descanso, como si loafectara poco y nada tener las manos esposadas a la espalda?Muchos detenidos, después de dos o tres días casi inmóviles e incomunicados,asqueados de comer el rancho carcelario, de estar sucios, inactivos y juntando nerviosen la celda, muestran en el rostro los estragos que deja el permanecer sometido a lacaprichosa voluntad de otros.Isidoro Antonio Gómez no. Por supuesto cargaba con señales del encierro al queestaba sometido desde el lunes: el rancio olor a mugre humana, la sombra de barba,las zapatillas sin cordones. Eso sin contar el yeso en la mano derecha y el hematomaverdoso que le había dejado sobre la ceja derecha su escaramuza con el belicosoguarda del Ferrocarril Sarmiento.Las dudas me consumían. ¿Podía alguien estar tan tranquilo sabiéndose culpablede un homicidio? Tal vez hasta ignoraba el motivo por el que lo habían traídodetenido a declarar a Tribunales. Porque también existía la posibilidad de que creyeraque todo era un proceder, algo exagerado, relacionado con haber viajado sin boleto ycon fajarse con el responsable de evitar esa conducta. Me dije que no: a la legua senotaba que era un tipo inteligente. Debía saber que estaba allí por otro asunto. Pero,entonces: ¿cómo se explicaba que se hubiese involucrado en ese escandalosoincidente? Concluí que o era inocente o era un hijo de puta absolutamentedesaprensivo.La cabeza me trabajaba a mil por hora: si era inocente... ¿por qué se habíaborrado a fines de 1968?; si era culpable... ¿por qué se había dejado detener en eseincidente estúpido?Al día siguiente, la noticia de la detención de Gómez me estaba esperando alllegar a la Secretaría. Báez en persona me lo había confirmado por teléfono.Habíamos acordado dejarlo en escabeche dos días más, hasta el jueves, sobre todopara darme tiempo a pensar cómo cuernos enfocar esa declaración, y de hablarlolargo y tendido con Sandoval. ¿Tenía acaso a otro tipo a mano con la mitad de sucapacidad de discernimiento?En esos tres años pocas cosas habían cambiado en el Juzgado. Nos habíamossacado de encima al infeliz del secretario Pérez (que había ascendido a defensoroficial), aunque perder a nuestro jefe nos había dejado el regusto amargo deconfirmar que cierto grado de estupidez congénita, como la que él enarbolaba comobandera, parecía augurar un ascenso meteórico en el escalafón judicial. No habíamostenido tanta suerte con el doctor Fortuna Lacalle. Seguía siendo nuestro juez y seguía siendo un pelotudo. Para peor ya estábamos en 1972, y ser amigo de un amigo deOnganía había dejado de ser una palanca eficaz en el camino hacia la Cámara deApelaciones. Si, en pleno estrellato del general de bigotes, Fortuna no había podidopegar el salto, ahora era prácticamente imposible que lo diera. De modo que vegetabaen su lugar de siempre. La buena noticia era que se le había pasado el infame berretínde intentar lucirse frente a sus superiores. Nos dejaba trabajar, firmaba donde leindicábamos y no se encaprichaba con que sus prosecretarios fuesen a la escena delcrimen en las causas por homicidio. Era una suerte, entre otras cosas, porque en laArgentina de entonces empezaban a sobrar cadáveres.Por todo eso, por lo que Sandoval denominaba jocosamente «nuestra orfandad delíderes competentes», nos habíamos sentado con él a releer la causa, que habíaquedado clavada en diciembre de 1968, tres años y medio antes, justo después dellibramiento de la orden de comparendo que acababa de hacerse efectiva el lunes en laestación de Flores.Sandoval, que venía atravesando uno de los períodos de sobriedad másprolongados que le había conocido, concluyó con lógica de hierro:—Si es culpable... no sé, Benjamín; salvo que él solito se ponga la soga al cuelloen la declaración informativa, estamos fritos.Era dolorosamente cierto. ¿Qué teníamos, realmente, para dictarle unprocesamiento por homicidio calificado? Un viudo que lo acusaba (falsamente, porotra parte, porque ese artilugio lo habíamos inventado por si se nos retobaba Fortunacon los oficios policiales) de haber enviado unas cartas intimidatorias que no estabanen ninguna parte. Unas diligencias policiales que me había remitido Báez, donde seaseguraba que Gómez había abandonado su lugar de residencia y su trabajo horasantes de que los uniformados ejecutaran precisamente esas actuaciones. Una tarjetade fichaje laboral en la que constaba que el sospechoso había llegado a trabajartardísimo el día de la muerte de Liliana Emma Colotto de Morales. Era pura mierda.No teníamos nada de nada, y hasta el más imbécil de los abogados defensores nosharía polvo la prisión preventiva una vez apelada ante la Cámara. Y eso en el caso deque lográsemos que Fortuna nos firmara la resolución, dicho sea de paso.Supongo que por todo eso ni me había tomado el trabajo de llamar a Morales.¿Para qué avisarle? ¿Para que viese cómo nos veíamos obligados a soltar al únicosospechoso que habíamos conseguido identificar en un lapso de tres años? ¿El mismosospechoso que él seguía buscando —de eso yo estaba seguro— en las terminales detrenes, por turnos rotativos, cada atardecer de lunes a viernes?Ordené que llevaran a Gómez al despacho del secretario, que estaba vacío.Todavía no nos nombraban reemplazante para Pérez, y de momento nos firmaba elsecretario de la 18. Prefería no tener demasiados testigos. ¿Por qué? Ni yo mismo losabía, pero no los quería. Así que di orden de que no me interrumpieran. Ingresé en ese despacho detrás de Gómez y del guardiacárcel que lo traía tomado de un brazo.Le pedí al custodio que le sacara las esposas. Gómez se sentó frente al escritorio,cruzando la pierna derecha sobre la izquierda. «Se tiene fe, el muy cornudo», pensé.No era una buena señal verlo tan tranquilo.En ese momento escuché cómo, en el despacho contiguo, se abría la puertaexterior y se oía un «buenos días» cantarín que me puso los pelos de punta. No podíaser. No podía. Sandoval asomó la cabeza apenas en el despacho en el que noshallábamos y repitió el alegre saludo, acompañado de una gran sonrisa. Aunquedesapareció enseguida en la oficina general, me quedé un largo instante mirando elumbral por el que se había asomado. «La puta madre que lo remilparió», dije paramis adentros. Estaba en pedo. Despeinado, sin afeitar, con la ropa del día anterior yuno de los faldones de la camisa mal embutido dentro del pantalón. Por algo habíapasado como una exhalación a saludarme. Aunque lo había visto apenas un instante,me había bastado cotejar ese relámpago con la visión repetida que tenía de tantos ytantos años de trabajo compartido. Intenté recordar la tarde del día anterior. ¿No mehabía cerciorado, por la ventana, de verlo enfilar para su casa en lugar de hacia losbares del Bajo? ¿O por tener la cabeza puesta en lo de hoy lo había pasado por alto?Ya daba igual. Estábamos jodidos.Coloqué una hoja con membrete en la máquina de escribir que había cargadohasta allí desde mi propio escritorio. No era cuestión de alterar mis más elementalescábalas. «En Buenos Aires, a los veintiséis días del mes de abril de 1972...».Me detuve. Sandoval estaba en el umbral, como esperándome. Lo fulminé con lamirada. No pretendería participar en esa declaración, en semejante estado... Ya quehabía sido tan infeliz como para arruinar siete meses de abstinencia, ya que no lehabía importado cagarme así con algo que sabía que me importaba mucho, ya queestaba en un estado tal que no podría probablemente articular tres palabras de más dedos sílabas, que por lo menos se mandara mudar y me dejara hacer lo que pudiera conGómez. O comprendió mi gesto o el mareo le aconsejó que se refugiara en su propioescritorio. Lo cierto es que se fue. Miré a Gómez y al custodio. Permanecían ajenos alasunto y a mi desesperación creciente. Yo debía reconocer, pese a todo, que Sandovalaplicaba a sus borracheras un estilo altivo y muy digno. Nada de hipos, ni dezigzagueos a los tumbos entre los muebles. Su aspecto exterior era, cuanto mucho, elde un buen señor que por causas ajenas a su voluntad se ha visto obligado a dormir ala intemperie.Decidí acabar con los rodeos y abocarme a la declaración de Gómez. Habíatomado la determinación de encararlo por las malas, como si fuese culpable. De todosmodos, yo estaba perdido. En el tono de voz más frío y serenamente amenazante delque fui capaz le pedí sus datos personales y le comuniqué los motivos de queestuviera prestando declaración informativa. Le aclaré sus derechos y le informé a grandes rasgos el asunto que se ventilaba en esa causa. Mientras hablaba, aporreabami máquina de escribir, la misma en la que estoy registrando estos recuerdos. Cuandoculminé el encabezado, me detuve. Era ahora o nunca.—Lo primero que tengo que preguntarle es si reconoce tener relación con elhecho que se investiga en esta causa.«Tener relación» era suficientemente vago. Si tan solo se pisase en algo y medejara una punta de la cual aferrarme. Pero no tenía esperanzas al respecto. Su carapodía expresar muchas cosas, o ninguna. Pero seguro que no exhibía sorpresa. Tardóen contestar y, cuando lo hizo, habló serenamente:—No sé de qué me está hablando.Listo. Eso era todo. Cara o ceca. Ya no había nada que hacer. Yo había hecho elintento. Hasta había apresurado que me lo remitieran desde la alcaidía antes de quellegara el defensor oficial de turno, no fuera cosa que se tentara de asesorarlo. Pero,evidentemente, o Gómez no tenía la menor idea del asunto, o comprendía que metenía agarrado de los huevos y no tenía la menor intención de soltarme. Iba alimitarse a hacer la plancha, a negar todo, hasta que yo me saturase de chumbarlo aldivino botón.En eso entró Sandoval frunciendo levemente el ceño, como para focalizar lamirada. Se me acercó y se inclinó casi a la altura de mi oreja.—La causa de Solano, Benjamín... ¿la viste? —había hablado en voz alta, casigritando, como si en lugar de diez centímetros nos separasen veinte metros.—Está a la firma —respondí, seco.—Gracias —dijo, y se fue.Me encaré con Gómez otra vez. No había volcado en la declaración su rotundanegativa. Ni quería hacerlo todavía, pero ¿cómo seguir? Había probado el ataquedirecto y no había funcionado. ¿Valdría la pena intentar algo más tangencial? ¿Oestaba de verdad ensañándome injustamente con un pobre tipo?—A ver, señor Gómez —señalé la causa, que estaba apoyada en el escritorio—.¿Por qué se imagina que lo hemos tenido preso cuatro días, a raíz de un pedido decomparendo de 1968? ¿Porque sí, nomás?—Usted sabrá... —y después de una pausa—: Yo no sé nada.Por primera vez sentí que mentía. ¿O era mi deseo de que la causa no murierapara siempre?Otra vez Sandoval. Pedazo de infeliz. Había encontrado la maldita causa deSolano y la traía triunfante.—Acá la encontré —me la puso delante—. ¿No te parece que habría que citarlo adeclarar al perito que tasó el edificio antes del remate? Digo, porque así matamos dospájaros de un tiro.¿Estaba haciendo méritos para que le sacudiera un tortazo? Daba toda la impresión. ¿No se daba cuenta de que estaba intentando arrinconar al sospechoso,que tal como venía la mano era como tratar de arrinconar a una mosca en un galpónde veinte por treinta? No. No se daba, con la tranca que traía encima.—Hacé lo que quieras —me limité a responder.Salió muy campante. Cuando giré hacia Gómez me pareció ver, en su mínimasonrisa, que se había avivado del estado alcohólico de mi colaborador. No tengo quecederle la iniciativa, me propuse. Pero se me hundía el barco y no sabía cómo salir deeso. Seguía sin escribir una palabra: ni mis preguntas estúpidas ni sus respuestasprevisibles. Decidí jugarme. Total, perdido por perdido...Le dije que, tal como podía imaginarse, no andábamos deteniendo gente a trochey moche. Que sabíamos perfectamente que había sido vecino y amigo de la víctima.Que se había venido desde Tucumán poco después del casamiento de la chica, llenode resentimiento. Que el día del asesinato había sido la única vez que se habíaatrasado terriblemente en su horario de llegada al trabajo, y que, cuando a fines de1968 la policía había iniciado averiguaciones en su entorno, él se había evaporado sindejar rastro.Listo. Era la última bola de la noche. Una posibilidad a favor contra todas lasdemás en contra. Que se asustara, que se sorprendiera, que hiciera las dos cosasjuntas. Y que decidiera colaborar para aligerarse el problema. Yo estaba habituado atratar con idiotas que, por no aguantar la presión de la mentira, o por ver demasiadaspelículas en las que se ofrece a los reos penas más livianas si confiesan, terminancantando hasta «La cumparsita» y permitiendo resucitar causas moribundas. Pero,cuando Gómez me miró, supe que era inocente o era piola. O las dos cosas. Seguíaentero, confiado, paciente. O nada lo sorprendía o venía preparado de antemano paraesos dardos lastimosos.Abruptamente me acordé de Morales. «Pobre tipo», llegué a pensar. «Tal vez alviudo le hubiese convenido toparse en el Juzgado con alguien como Romano, y nocomo yo. Ese sí que no hubiera tenido problema. Una buena noche de tormentos en laseccional junto con su amigo Sicora y capaz que a esta altura Gómez ya estabaconfesando hasta el asesinato de Kennedy. Total, la cara ya la traía estropeada». Medetuve a pensar. ¿Tan desesperado estaba yo que había llegado a sopesar que lasprácticas de ese hijo de tal por cual de Romano fuesen plausibles?Algo interrumpió mis divagaciones. Alguien, mejor dicho. Sandoval irrumpía portercera vez en la declaración informativa que yo intentaba llevar adelante. Ahoravenía sin ningún expediente en la mano. Como Pancho por su casa, se lanzó a hurgaren los cajones del escritorio del secretario. Hasta me corrió el codo con delicadeza,para no golpearme con el filo de la gaveta más alta de la derecha.—Ya le dije que no tengo idea —¿era burlón, ahora?—. A la chica la conocí.Éramos amigos, y me dolió mucho enterarme de su muerte.  Miré la hoja en la máquina y apreté varias veces el espaciador para situarlacorrectamente. Tecleé casi con furia. «Preguntado por Su Señoría acerca de si aceptatener relación con los hechos que son materia de la presente causa, el declarantemanifiesta...».—Perdón que me meta, Benjamín —¿era verdad?, ¿era cierto que el borrachopelotudo de Sandoval me interrumpía en semejante circunstancia?—, pero este pibeno puede haber sido.Ahora sí. Cartón lleno. ¿Y si mejor optaba por pedirle prestada el arma alcustodio y lo cosía a tiros? ¿Cómo podía ser que la bebida lo embruteciera de talmodo? Yo estaba casi enloquecido intentando amedrentar a nuestro sospechoso conuna serena imagen de autoridad y mi ayudante, nadando en alcohol a las once de lamañana, se ponía a defenderlo.—Andá a la Secretaría. Lo hablamos después —logré decirle sin insultarlo.—Pará. Pará. En serio te digo. En serio —encima repetía las pocas estupidecesque lograba articular—. ¿Vos lo viste? —me lo señalaba a Gómez con la palmaextendida. El aludido, tal vez interesado, lo miró también—. Este pibe no pudo habersido.Levantó la causa que estaba sobre el escritorio, se sentó en el borde, y empezó ahojear el expediente.—Imposible —afirmó—. Mirá. Mirá esto. Fijate.Había abierto la causa al principio de la autopsia. ¿Me estaba jodiendo apropósito, con lo que sabía Sandoval, de memoria, que yo odiaba ese tipo de pericias?—Esta chica, Colotto: un metro setenta; sesenta y dos kilos —leyó, y golpeó conel índice el párrafo que le interesaba—, ¿ves? —y soltando una sonrisita picara,agregó—: La chica le llevaba como una cabeza, al pibe este.La expresión de Gómez se ensombreció de repente. O al menos me pareció,porque de hecho yo había empezado a prestarle más atención a mi borrachocolaborador que al detenido, de modo que apenas le eché un vistazo.—Aparte... —Sandoval hizo una pausa, mientras revisaba hacia atrás y haciadelante. Se detuvo en las fotografías de la escena del crimen—: No sé si viste bien aesta mujer— giró la causa hacia mí, para que la viera, y trató de enfocarme con sumirada torva—. Era hermosa...Torció el expediente de nuevo hacia su lado.—Una belleza como esta —prosiguió— no está al alcance de cualquier mortal. —Y como para sí mismo, en un tono súbitamente entristecido—: Hay que ser muyhombre como para poder con semejante portento.—¡Ah, sí! ¡Seguro!Giré la cabeza. Era Gómez el que había hablado. Su expresión se había puestorígida y a los labios le había asomado un repentino rictus de desprecio. Y no le quitaba la vista a Sandoval.—¡Porque seguro que el infeliz ese con el que se terminó casando debe ser unmachazo, seguro!Sandoval lo miró. Después me miró a mí, y sacudiendo apenas la cabeza endirección de Gómez, me dijo:—No hay caso. El pibe no comprende. ¿Te acordás que ayer me dijiste que lavíctima conocía al asesino, porque no había señales de violencia en la puerta deentrada?«Genial», dije para mis adentros. El dato postrero que todavía guardaba como unúltimo comodín para jugarlo cuando pudiera, y el tarado acababa de divulgarlo paranada.—¿Y qué?¿Era posible que estuviera tan en pedo que pasase por alto mi entonación casihomicida?—Justamente, justamente —lo peor era que Sandoval se veía tan vivaz, tandespierto, que no parecía posible que se le pasara por alto la macana que se estabamandando—. ¿Vos suponés que semejante mujer tiene tiempo, tiene lugar en lacabeza, para acordarse de sus vecinos tucumanos y abrirles la puerta como si tal cosaun martes a la mañana, después de vaya a saber cuántos años de no verlos ni depensar en ellos? Ni por equivocación, Benjamín, en serio.Sandoval soltó la causa sobre el escritorio y abrió los brazos, como dando porterminada con éxito la demostración de un teorema.—¿Y este? ¿Quién es? —la pregunta de Gómez fue dirigida a mí, y sonóagresiva. No le contesté, porque en un rapto de lucidez había empezado a comprenderlo que estaba haciendo Sandoval y a darme cuenta de que el que estaba a tientas y alos tumbos era yo, y no él.—Pero entonces tendríamos que reorientar totalmente la investigación... —apunté dirigiéndome a Sandoval, y las dudas que cargaba mi voz no eran fingidas.—Exacto —Sandoval me miraba satisfecho—. Tenemos que buscar un hombrealto. Agreguemos pintón. Alguien, digamos, capaz de dejar huella en una mujer comoesa —adoptó de pronto un tono reservado—. ¿No tendríamos que revisar, tal vez,sus... amistades?—Deja de hablar pelotudeces —Gómez se había puesto colorado y no le sacabalos ojos de encima a Sandoval. El hematoma de la ceja parecía habérsele inflamadoen ese breve lapso—. Para que sepas, Liliana se acordaba perfectamente de quién erayo.Pegué un respingo. Sandoval lo miró, con la displicente impaciencia de quientolera que el cartero le toque el timbre pidiéndole una colaboración por la inminenteNavidad. Se puso serio. —No sea ridículo, muchacho —se volvió hacia mí—. Y otra cosa: por las señalesde la autopsia, el tipo que la asaltó era flor de bruto... una especie de semental —abrió la causa y recitó, mejor dicho, inventó como si estuviera leyendo:— «Por laprofundidad de las lesiones vaginales puede deducirse que el atacante era un hombremuy bien dotado. Del mismo modo, los hematomas del cuello demuestran una fuerzahercúlea en las extremidades superiores del atacante».—¡Ahí tenés, pedazo de boludo! ¡Bien cogida que me la cogí, a la puta esa!En un segundo Gómez se había incorporado y empezado a vociferar a centímetrosde la cara de Sandoval. Rápido de reflejos, el custodio lo sentó de un manotazo y lecolocó otra vez las esposas. Sandoval hizo un gesto de desagrado, no se sabía si porel insulto o por el aliento fétido del detenido. De nuevo se encaró con él.—Muchacho —su expresión era una mezcla de compasión y hastío, como si unacriatura insistente, a la que sin embargo no quisiera castigar, estuviese a punto decolmarle la paciencia—, no busques la piñata: mirá que hoy no es el cumpleaños.Después giró hacia mí, como deseoso de seguir exponiéndome sus hipótesis.—Pobre de vos, infeliz. No tenés ni idea de lo que le hice a esa roñosa.Sandoval volvió a mirarlo. Puso cara de estar acopiando sus últimos vestigios depaciencia.—A ver. ¿Qué tenés para decir? Dale. Animate, semental.

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora