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Ese 29 de julio, después de dejar a mis espaldas el departamento hecho polvo, meencontré desorientado. No podían ser simples ladrones ni un ataque a ciegas. Enalgún momento pensé en volver sobre mis pasos y tratar de cruzar dos palabras con elportero, pero me aterrorizó que quienes me habían buscado por la noche pudieseninsistir por la mañana. Me dije que había hecho bien huyendo como lo hice. ¿Perodónde iba a ir? Si conocían mi dirección, conocerían la de la casa de mis padres, o lade Sandoval, en una de esas. No podía arriesgarme, o arriesgarlos. Pero no tenía uncentavo. De hecho estaba caminando por Rivadavia hacia el Centro, pero no tenía undestino fijo. Miré la altura: el cinco mil. ¿Y con eso qué?Podía ir al Juzgado y radicar la denuncia en la Cámara de Apelaciones, si noconfiaba en hacerla directamente en la comisaría. No era seguro. ¿Y si me estabanesperando en los alrededores de Tribunales? Pero ¿quiénes, por Dios? ¿Quiénes eran?Atiné a pasar por delante de un bar que tenía teléfono público. Entré y revisé misbolsillos. Entre las cuatro o cinco monedas que traía apareció un cospel. Acudí aAlfredo Báez, el único tipo al que le tenía una confianza ciega.Lo sorprendió mi llamado pero enseguida, tal vez alertado por la alarmadapremura de mi voz, ordenó el caos de mi relato con algunas preguntas precisas ycoherentes. De él partió la iniciativa de que nos encontrásemos unas horas después,en Plaza Miserere, del lado de Pueyrredón.Di vueltas por ahí toda la mañana. Casi a mediodía caí en la cuenta de que nohabía avisado al Juzgado de mi ausencia. Con las últimas monedas compré un cospely llamé a la oficina. Aduje una gripe repentina. Me comentaron que Sandovaltambién había dado parte de enfermo. Di un par de instrucciones: lo que hacíasiempre cuando me ausentaba. Me consolé pensando que no eran días de trabajodemasiado abundante. Más me habría preocupado si hubiera sabido que faltaban sieteaños para que volviese a pisar ese Juzgado.Desde las dos me ubiqué en un banco de la plaza. A las dos y media mesobresalté: un tipo acababa de sentarse a mi lado. Giré la cabeza. Era Báez.—Lo suyo no es el espionaje con ocultamiento, ¿no? —todavía andaba con ganasde joder, pensé.—Disculpe que lo haya molestado. Pero no tenía a quién recurrir.—No se haga problema. Cuénteme en qué anda.Le relaté con pelos y señales todo lo que había visto desde que había llegado a midepartamento hasta que salí pitando de ahí. No me llevó mucho tiempo, aunque creoque demoré más en contarlo que en vivirlo.—¿Qué me dijo que faltaba en su casa? —preguntó cuando terminé.—El televisor y el combinado.  —Y la frase del espejo...—Decía que iban a reventarme, y que me había escapado de casualidad.—Y lo nombraba a usted, ¿cierto?—Sí.Báez se contempló unos minutos las puntas de los zapatos. Después giró lacabeza hacia mí y habló.—Mire, Chaparro. Si es lo que creo que es, está jodido. Por si acaso, no regrese nia su casa, ni al Juzgado, ni a ningún lado en el que lo conozcan. Por lo menos hastaque vuelva a comunicarme con usted.—¿Y qué carajo hago? —en otro momento me habría dado vergüenza exhibirmeasí de vulnerable delante de Báez, pero en esas circunstancias no tenía límite.Pensó otro rato.—Haga lo siguiente. Hoy dese una vuelta por una pensión que se llama LaBanderita, en Humberto I y Defensa. Pero no ahora, guarda. Deme tiempo de pasarprimero por ahí, a hablar con el dueño. Usted llega, dice que se llama... Rodríguez,Abel Rodríguez, y que tiene una habitación paga. Yo voy a dejarle un adelanto portoda la semana. Usted, dicho sea de paso, anda sin un cobre en el bolsillo, ¿no es así?—Sí, pero... podría pasar tal vez por el Juzgado...—¿Qué le acabo de decir, muchacho? Ni se le ocurra pasar por Tribunales. Ni porningún lado. Se mete en la pensión y sale, como mucho, a hacer algún mandado. Acátiene unos pesos. Vamos, no se haga el estrecho. Después me lo devuelve.—Gracias, pero...—Una semana. En una semana tengo que tener más o menos claro el asunto.Aunque hoy en día, en medio de semejante quilombo, no se sabe nunca. Pero, bueno,esperemos que sí.—¿No puede decirme algo? ¿Qué le parece? —hoy todavía me asombro de loimbécil que puede ser uno cuando está asustado como yo lo estaba. Báez tuvo el donde gentes de no regodearse con mi estupidez.—Yo me comunico con usted. Quédese tranquilo.Empezó a alejarse, pero se detuvo y se volvió hacia mí.—En el Juzgado, ahora, ¿hay alguien piola a quien recurrir? Digo alguien concargo, su secretario, el juez, el otro secretario...—Nuestra secretaria está de licencia, por embarazo —le dije, y me distraje uninstante pensando en eso. Enseguida recapacité y seguí—. El otro secretario es uninfradotado.—Suele pasar.—Y juez no tenemos. Se jubiló Fortuna Lacalle y todavía no nombraron alreemplazante. Está Aguirregaray como subrogante, el del Juzgado de Instrucción n.º12. —¿Aguirregaray? —Báez pareció interesado.—Sí ¿lo conoce?—Un tipazo. Por fin una buena noticia. Cuídese. Lo veo en una semana, más omenos. Yo lo busco en la pensión, quédese tranquilo.Seguí sus instrucciones al pie de la letra. Yiré por el Centro y cuando caía la tardeme arrimé a San Telmo. El que me atendió en la pensión, supongo que era el dueño,me alcanzó una llave apenas me identifiqué como Abel Rodríguez. El sitio eralimpio. Cuando me tiré en la cama, no atiné a sacarme la ropa. Llevaba un día ymedio sin pegar ojo, y durante las treinta y seis horas previas había participado enuna gresca de taberna, había caminado por media ciudad de Buenos Aires en plenanoche y en pleno día, había asistido a la destrucción completa de mi casa y me habíaconvertido en prófugo, aunque sin saber muy bien el motivo. Apoyé la cabeza en laalmohada, que también olía a limpio, y me dormí como un bendito.

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora