Caminamos hacia la estación. Nos sentamos en el único banco de listones de maderaque estaba sano, en el andén de los trenes que corrían hacia la Capital y que a esahora estaba casi vacío. Al otro lado de las vías en cambio, y a medida que avanzaba latarde, de cada tren que llegaba descendía un número creciente de hombres y mujeresque se diseminaban en todas direcciones, o que corrían para treparse a unoscolectivos rojos de techo negro.El aire libre me hizo bien. Por lo menos podía pensar con cierta claridad y caer enla cuenta de que tenía que decirle algo a Báez. Algo impostergable que recién ahoraadvertía como tal.—Hay algo que no le dije, Báez —dudé—. ¿Se acuerda de cuando me hice eldetective al principio de la causa, y Gómez se apioló de que lo andaban buscando?—Bueno, no fue para tanto. Aparte...—Está. Déjeme seguir. Después de la amnistía me mandé una cagada parecida.Bueno. Ahora me doy cuenta de que fue una cagada. Entonces me pareció que no.Que no era nada.Báez estiró las piernas y cruzó los pies, como disponiéndose a escuchar. Se loexpliqué lo más escuetamente posible. Ya me resultaba bochornoso haber quedadocomo un infradotado delante de él la primera vez, hacía ocho años. Ahora me tocabahacer el papel de infradotado reincidente. Le conté que después de la amnistía se meocurrió hacerle un favor postrero a Ricardo Morales: averiguarle el paradero deGómez, por si alguna vez juntaba el valor de ir a cagarlo de un tiro. Y que ladiligencia la había hecho naturalmente de palabra, nomás, sin dejar nada escrito, conun policía conocido. Báez me preguntó el apellido.—Zambrano, de Robos y Hurtos —le respondí. Y de inmediato inquirí—: ¿Es unpelotudo o es un hijo de puta?—No... —Báez vaciló—: hijo de puta no es.—Entonces es un pelotudo.—Eh... olvídese de Zambrano —Báez no quería hacerme quedar como un idiota—. No tiene caso. ¿Y en qué terminó la cosa?—Pasaron como dos meses, pero al final Zambrano me consiguió una direcciónde Villa Lugano. Ahora la verdad que no me la acuerdo. Vio cómo son esasdirecciones. Manzana no sé qué, edifìcio no sé cuánto, pasillo vaya a saber cuál, ytodo eso.—Bueno. Es posible que se la haya averiguado bien.—No lo sé. Nunca lo verifiqué.Se hizo un silencio mientras Báez ajustaba en el rompecabezas que tenía en sumente la información que yo acababa de arrimarle. —Ahora termino de entender —concluyó—. Romano se habrá enterado. Sobretodo si este Zambrano prescindió de las sutilezas del caso. Pero como no pasó másnada se quedó tranquilo. Lo habrá interpretado como parte de su calentura, de suhumillación, Chaparro, por haberse quedado sin detenido.Volvimos a quedarnos callados. Cada uno estaba, supongo, dando para susadentros el siguiente paso lógico en el encadenamiento de los sucesos. Báez por finhabló:—Usted le habrá pasado el dato a Morales, me imagino.—En realidad, no. Mire qué ironía. Tuve miedo de que lo tomara a mal... no sé.Al final no le dije nada.Llegó un tren desde el Centro. Se repitió el aluvión de gente bajando ydesperdigándose.—De todos modos, el viudo debe haber averiguado la dirección por su cuenta.Ese muchacho nunca fue tonto —dijo Báez, después de otra pausa.—¿Usted cree que fue Morales el que fue a reventarlo a Gómez a Villa Lugano?—¿Le cabe alguna duda? —Báez se había vuelto hacia mí. Hasta entonceshabíamos charlado mirando ambos al andén de enfrente.—Y... a esta altura ya no sé qué pensar ni qué decir —confesé.—Sí. Fue Morales. Le diría que lo tengo confirmado. Bueno. Todo lo confirmadoque uno puede tener estas cosas. Antes de ayer me anduve por Lugano. Pregunté unpoco. Unos cuantos vecinos me tiraron algún dato. Es más, hasta dijeron que yahabían estado «unos muchachos» preguntando por lo mismo.—¿La gente de Romano?—Ajá. En un par de boliches de por ahí me dijeron que una pareja de viejitoshabía visto todo. Así que me arrimé a verlos. Se imagina cómo es eso. Las ganas dehablar en el almacén son inversamente proporcionales a las ganas de hablar con unpolicía. Tuve que amenazarlos, haciéndome el compungido, con llevarlos a declarar ala seccional. Habría estado bueno: no sé dónde carajo los hubiese llevado. Por fincedieron. Terminamos como chanchos. Habían visto todo. Usted sabe cómo son losviejos. ¿O debería decir cómo somos? Se levantan de madrugada, aunque no tenganun cuerno que hacer. Como a esa hora no hay tele, escuchan la radio vichando por laventana. Es así como ven a un muchacho al que conocen de ver entrar cadamadrugada al edificio de enfrente. Lo raro de esta noche en particular es que derepente sale un tipo desde atrás de un cantero lleno de arbustos y le pega un soberanofierrazo en la cabeza que al pibe lo deja desparramado en el piso. Y que el agresor (untipo alto, rubión parece, aunque muy bien no lo vieron) saca una llave de un bolsillo yabre el baúl de un auto blanco estacionado contra el cordón, ahí al lado. Los viejos nosaben mucho de marcas de autos. Dijeron que era grande para Fitito y chico paraFord Falcon. Hice memoria.—Morales tiene, o tenía, no sé, un Fiat 1500 blanco.—Ahí está. Mire: ese dato me faltaba. Después el tipo alto cerró con cuidado elbaúl, se subió adelante y salió andando.Estuvimos un rato callados. Báez interrumpió al final ese silencio.—Ese pibe Morales siempre fue muy ordenado, me parece. Usted me describióalguna vez la paciencia con la que vigilaba las terminales de trenes. Tampoco iba aandar reventándolo a tiros ahí nomás para después salir arando como un prófugo. Deseguro ya tenía elegido un descampado para enterrarlo después de sacarlo del auto ybajarlo de cuatro tiros.Recordé mi última conversación con Morales, en el bar de la calle Tucumán, y meatreví a discrepar levemente con el policía, pensando que era mi turno de tomar laposta con la hipótesis.—No. Debe haberlo atado para esperar a que recuperase el conocimiento. Lostiros se los habrá pegado después. De lo contrario la venganza hubiese quedado comoun gesto desabrido —de repente me asaltó una duda—: ¿No apareció ningún herido,herido grave, en algún hospital de la zona?—No. Lo revisé a fondo.—Entonces no se tuvo fe para dejarlo lisiado.Le expliqué esa parte de mi última charla con el viudo.—Y... no es tan fácil —concluyó Báez—. Una cosa es planear las cosas en lacama, en las noches de desvelo, con los ojos clavados en el techo. Ejecutar el plancon el que soñamos es otra cosa bien distinta. Siendo un muchacho prudente,centrado, habrá pensado, con Gómez una vez adentro del baúl, claro, eso de que esmejor pájaro en mano que cien volando. Tal vez sí hizo eso de esperar a verlodespierto.—Vaya uno a saber en qué descampado lo habrá tirado —aventuré.Llegó un tren al andén en el que estábamos nosotros, pero subió y bajó muy pocagente. Avanzaba la tarde, y los trenes hacia la Capital iban cada vez más vacíos.—No creo que lo haya tirado —ahora era Báez el que me corregía con delicadeza—. Lo debe haber enterrado con toda prolijidad, para que no lo encuentren ni porequivocación de acá a doscientos años.Me cruzó como una exhalación el recuerdo de Morales sentado a la mesa del café,acomodando las fotografías por riguroso orden de número en pilas temáticas.—Es cierto. Debía tener elegidos el sitio y el modo desde hace meses —concluí.Demoré un rato en romper el nuevo silencio que sobrevino.—¿Le parece que hizo bien en matarlo?Se acercó un perro vagabundo, flaco y sucio, que se puso a olisquear los zapatosdel policía. Báez no lo echó, pero cuando movió las piernas el perro se asustó y se alejó corriendo.—¿Y usted qué cree? —me devolvió.—Que me está esquivando el bulto a la pregunta.Báez sonrió.—No sé. Habría que estar en el lugar del muchacho.Pareció que había terminado. Pero después de un buen rato agregó:—Creo que yo habría hecho lo mismo.No hablé enseguida. Finalmente coincidí:—Creo que yo también.
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La pregunta de sus ojos
Mystery / ThrillerHace treinta años, Benjamín Chaparro era prosecretario en un juzgado de instrucción y llegó a su oficina la causa de un homicidio que no pudo olvidar. Ahora, jubilado, repasa su vida, las instancias de ese caso y sus insospechadas derivaciones, y la...