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No me atreví a decirle que no, aunque tenía fundadas sospechas de que iba a pasar unmal rato.Morales me lo había anticipado en nuestro último encuentro:—Voy a deshacerme de las fotos —me había dicho, cuando casi estábamosdespidiéndonos.Le pregunté por qué, aunque al mismo tiempo que se lo preguntaba intuía que detodas maneras iba a decírmelo.—Porque no puedo tolerar ver su rostro sin que ella pueda devolverme la mirada.Pero me gustaría compartirlas con usted antes de quemarlas. No sé por qué.Mostrárselas tal vez sea un buen modo de despedirme de las fotos.Pude contestarle que no, que siempre odié mirar fotografías. Pero no tuve losreflejos necesarios, o estaba desarrollando con ese muchacho una tendencia aconsentirlo, o me atacó la misma torpeza repentina de toda mi vida para oponerme alos pedidos de los demás. Lo cierto es que acepté.Pactamos vernos tres semanas después. Estaba empezando diciembre. Yo tenía lacausa cajoneada desde agosto, y más temprano que tarde me vería obligado aresucitarla, revisarla y sobreseerla sin procesar a nadie. Aunque me disgustara elpanorama, la causa, Morales y yo mismo (hasta tal punto me había comprometido enaquel lío) íbamos rectamente a chocarnos contra una pared de cemento. Tal veztambién por eso acepté lo de las fotos.Salí del Juzgado con el tiempo justo y me apresuré la cuadra y media que meseparaba del bar en el que siempre lo citaba. Morales ya había tomado posesión deuna mesa doble y, con la parsimoniosa atención de un filatelista, armaba pilas con lasfotos que iba extrayendo de una caja de zapatos de hombre. Me le acerqué sin prisa ypor encima de su hombro entreví su despliegue de recuerdos sangrantes.Crujió la madera del piso y Morales se volvió a mirarme. Tenía calzados unosanteojos de bibliotecario y una lapicera entre los labios. Con una mueca a modo desaludo me indicó que me sentase enfrente. Cuando lo hice, noté que las pilas de fotosestaban dispuestas hacia mi lado, como si se tratase de una exposición doméstica enla que Morales se disponía a servirme de guía.—Ya casi estoy listo —dijo, mientras sacaba un último manojo de fotos de la cajay empezaba a distribuirlas en las pilas que ya estaban frente a mí.Cada vez que acomodaba una foto tomaba la lapicera que sostenía con la boca ytachaba uno de los renglones de una larga lista numerada. No cabía la menor duda deque era un tipo de una prolijidad escrupulosa. Mientras tildaba las últimas, advertíque la lista llegaba al número ciento setenta y cuatro, y temí que se me hicieratardísimo para cenar. Me reprendí ligeramente por no haber llamado a Marcela antes de salir de la Secretaría. Conseguir un teléfono público al salir iba a ser un calvario,pero no podía dejar de avisarle de mi retraso. ¿Para qué agregar otro leño a la hoguerahelada de nuestros desencuentros? No era que peleáramos. No. Diría que ni siquierapeleábamos, aunque solo yo parecía resentir esa situación de frialdad creciente.—Se las pongo en orden. Estas primeras —dijo alargándome un primer grupo defotografías— son de Liliana cuando era chica.Noté que ya entonces era preciosa. ¿O yo la veía así porque recordaba con nitidezsus últimas imágenes, esas en las que en medio del horror su belleza seguía porfiandopor abrirse paso? Las fotos de la niña eran las clásicas de aquella época. Unas cuantastomas en el estudio del fotógrafo. Nada de instantáneas. La mejor ropa, el peinadomás esmerado. Me imaginé a los padres haciendo morisquetas detrás del fotógrafopara generar esas sonrisas huidizas que probablemente se tornarían confusas despuésde cada fogonazo del flash.—Estas son de Liliana ya jovencita. El cumpleaños de quince... esas cosas.Todavía no había venido a Buenos Aires, ¿sabe?—No sabía que su esposa no era de aquí. ¿Usted tampoco es de acá?—Yo sí. Yo me crié en Béccar. Pero Liliana es de Tucumán. De la capital, de SanMiguel. Vino ya recibida de maestra, a vivir con unas tías.Se notaba que la familia había comprado una cámara, porque las fotos ya no erantan escasas. Un grupo de chicas en malla, acompañadas por una matrona de edadindefinible y de aspecto riguroso, a la orilla de un río. Dos chicas con delantalesblancos portando la bandera argentina, una de ellas Liliana. Un perro blanco ypeludo, petiso, jugando con una chica, por supuesto Liliana.Las fotos del cumpleaños de quince. Unas cuantas de estas impresas en tamañomás grande. Liliana con un vestido claro y un collar de dos vueltas, maquillada de unmodo algo artificioso, tal vez con demasiada sombra en los párpados. La foto al ladode cada mesa del salón, con cada grupo de invitados: un grupo de viejos venerables,seguramente abuelos y tíos abuelos, otra con un grupo de chicas, algunas repetidas dela foto en malla junto al río, otra con un grupo de muchachos encorsetados en trajesalquilados o prestados, otra con un conjunto de chiquilinas y chiquilines, sobrinosquizá. Las fotos del vals, en la pista improvisada delante de las mesas, con el papá,con el abuelo, con el hermano y luego con un sinnúmero de muchachos tal vezencandilados por la circunstancia de estar momentáneamente autorizados a posar lamano en la cintura de semejante belleza.Un picnic en un lugar difícil de identificar, que bien podría haber sido Palermo,pero por la cara de Liliana, cara de dieciséis o a lo sumo diecisiete, debería sertodavía Tucumán, con un grupo de chicos y de chicas tirados en el pasto, cerca de unrío o un arroyo.—Estas son de nuestro noviazgo —aclaró Morales, alcanzándole otro pilón. Eran unas pocas. Morales agregó, en un tono como de disculpa—: No son muchas.Estuvimos solamente un año de novios.Me alegré de la noticia. No quería pasar por desaprensivo, pero quería terminarcuanto antes con aquello, y todavía faltaba repasar muchas imágenes. Sentía lomismo que cada vez que me ponía a mirar fotografías: una curiosidad sincera, uninterés genuino por esas vidas insinuadas en el silencio perpetuo de esos cartoneslustrosos; pero también una melancolía profunda, una sensación de pérdida, denostalgia incurable, de paraíso perdido detrás de cada uno de esos instantesminúsculos llegados desde el pasado como polizones cándidos. Ya estaba agobiadopor esa melancolía, y todavía me restaba ver buena parte del conjunto. Alargué losdedos hacia una, como si salir del libreto que Morales tenía preparado me devolvierauna libertad que, de todos modos, me servía de bien poco.—Esas son de cuando Liliana se recibió de maestra —Morales me ilustró sinasomo de rencor por lo que yo había temido que tomara por impertinencia—. Ejercióun año solo, antes de venirse.Estas fotos eran recientes. Los peinados de las mujeres, las solapas de los trajesde los hombres, los nudos de las corbatas, tenían un aire de «hacía poco» que meresultaba menos nostalgioso. Se veía que en la familia de esa chica gustaban defestejar cosas. Siempre la mesa bien provista, algún adorno alusivo en la pared, unmontón de sillas a los lados para darle sitio a la muchedumbre de amigos, familiaresy vecinos que se repetían en cada ocasión.No sé por qué reparé en lo que terminé reparando. Supongo que porque siempreme ha gustado ver las cosas un poco de costado, como prestando atención a lossegundos planos. Dejé de voltear el grupo de fotos que tenía entre las manos y mequedé contemplando largo rato la que aferraba en ese momento. Una Lilianaexultante, ataviada con un vestido claro y sencillo, liviano, probablemente veraniego,mostraba su diploma, de pie en medio de un círculo de chicas y chicos jóvenes. Alcélos ojos hacia Morales:—¿Me puede pasar de nuevo las foros del cumpleaños de quince? —busqué quemi pedido sonase casual.Morales me hizo caso, aunque me miró algo extrañado. Cuando me alcanzó lasque le había pedido, no demoré demasiado en ubicar la que me interesaba: una de lasfotos del baile, en la que Liliana posaba junto a un señor gordo, calvo y sonriente,probablemente un tío, y otra en la que bailaba con un muchacho que apenas se veía,pues tenía la mirada torvamente enfocada hacia abajo. Las dejé al tope de la pila, queacomodé junto a las del diploma.—Ahora búsqueme por favor esas fotos de un picnic, en una especie de parquecon muchos árboles que me estuvo mostrando antes. ¿Sabe a cuáles me refiero?Morales asintió. No me dijo nada, y precisamente por eso me di cuenta de que percibía la confusa urgencia de mis palabras y no quería distraerme pidiendo unaexplicación por esas órdenes intempestivas. Cuando las tuve en las manos, seleccionévelozmente dos. Eran planos amplios, que abarcaban a todo el grupo.—¿Qué pasa? —se atrevió Morales, con voz estrangulada por la duda, después deun largo minuto.Yo había separado cuatro de las fotos, y ahora revisaba los pilones sin prestaratención a nada que no fuera la posibilidad de volver a encontrar un rostro repetido.Hallé otras dos que me interesaron. Tenía seis en las manos. Aparté las otras cientosesenta y ocho con cierta brusquedad. Tal vez debería haberme explicado conMorales, o al menos hacerle un gesto que diera a entender que había escuchado supregunta. Pero mi idea era tan repentina, y al mismo tiempo tan aventurada, queoscuramente temía que si la enunciaba en voz alta iba a desintegrarse sin remedio.Por fin, en lugar de responderle, le devolví otra pregunta:—¿Conoce a este pibe? —hablé mientras terminaba de despejar la mesa de unmanotazo, a riesgo de tirar todas las fotos al piso, y le puse delante, algodesordenadas por el apresuramiento, las seis que me habían sobresaltado.Morales las contempló, obediente pero perplejo. Nunca hasta ese viernes a latarde se había topado con esos rasgos, pero estaba condenado a seguir viéndolosfrente a sí a perpetuidad, aunque tuviera los ojos cerrados. Como todo eso iba a pasar,pero Morales aún lo ignoraba, me respondió sencillamente:—No.Las giré hacia mí, tratando de no mancharlas con los dedos. En las dos fotos delpicnic un muchacho de remera clara, pantalón oscuro y zapatillas, casi en el extremoizquierdo del grupo, ofrecía a la cámara un perfil de tez muy pálida, de narizganchuda, de pelo negro y crespo. El mismo pibe, sentado casi a oscuras junto a unamesa llena de platos con sobras y botellas medio vacías, alzaba los ojos hacia lapareja que bailaba el vals, más precisamente hacia esa Liliana de largo pelo lacio ymaquillaje algo cargado que compartía el primer plano con un señor mayor. En la otrafoto de la misma noche se veía mejor al joven con los brazos rígidos, extendidoshacia la muchacha, como queriendo y temiendo tocarla, y la vista clavada en el piso yno en su rostro, ni mucho menos en su escote promisorio.La quinta era, seguro, en el living de la casa de ella. Diploma de maestra en elcentro, sostenido con orgullo y con sonrisa sin límite por la misma chica de las otrasfotos, aquí algo mayor. Conjunto de amigos (¿vecinos?) alrededor de la egresada, a laque flanquean un hombre y una mujer, seguramente orgullosos padres. El pibe en estecaso a la derecha: de nuevo el pelo negro y encrespado, la misma nariz, idéntico gestoduro, la mirada que no busca la cámara sino a la chica cuya sonrisa ilumina la fotopor todos lados.Y la última, la mejor (por la desnuda sencillez con que proclamaba desde el silencio congelado la verdad que crecía ante mis ojos con dimensiones de certeza): elmuchacho casi de espaldas a la acción (que nuevamente repite el conjunto en torno ala egresada, ahora sin el diploma) con la vista clavada en una repisa que tiene al lado,contra la pared. Sobre ese estante, casi a la altura de su nariz, un portarretrato lleno dela cara sonriente de la misma chica, obviamente Liliana Emma Colotto, pero con laventaja adicional, para ese pibe que la contempla en éxtasis, de que allí sobre larepisa ella está totalmente expuesta, ajena, y a merced de ese muchacho absorto. Poreso ni siquiera se percata de que están sacando otra foto, con todos los amigos,familiares y vecinos mirando a la cámara menos él, porque él prefiere perderse en eseculto silencioso, a salvo de la mirada de los otros. No puede saber, claro, que otro tipoa mil quinientos kilómetros de allí, a varios años de distancia de entonces, sí lo estáviendo mientras él la ve a ella. Que otro tipo que soy yo acaba de detectarlo casi pormilagro, si queremos pensar que es bueno dar con la verdad, o con fatal perspicacia,si preferimos considerar que no siempre la verdad es el mejor puerto para nuestrasincertidumbres, o con una suerte inadmisible, si nos limitamos a comprobar eldelicado y aparentemente azaroso encadenamiento de los hechos.Por un momento pensé que Morales estaría por completo ajeno a la revoluciónmental que me consumía. Pero cuando conseguí enfocar una mínima parte de miatención en él, noté que hurgaba en su portafolios como un colegial aplicado. Sacóuna especie de álbum de tapas duras con viñetas doradas. Lo abrió. No tenía fotos: lasláminas de cartulina, separadas por hojas de papel manteca, estaban vacías. Tardé enadvertir que cada lámina tenía varias marcas en las que la lustrosa superficie aparecíalevemente despellejada, y entendí que Morales había arrancado las fotos paraarmarlas en las pilas que me había ofrecido. Pero entonces ¿qué estaba haciendoahora? Con lo detallista que era, me parecía difícil que estuviese comprobando si sele había quedado alguna foto traspapelada. Pasaba hoja por hoja, con los ademanesprecisos de quien no quiere equivocarse. El álbum era grueso. Llegando al final sedetuvo en una página. Allí el papel manteca divisor estaba lleno de marcas sinuosas,hechas con lo que parecía tinta china. Al pie, en un rincón, había una lista de palabrasque parecían nombres de personas.Morales alzó los ojos hacia las fotos que acababa de mostrarle. Escogió una de lasdel picnic. Levantó el papel manteca de las marcas y le deslizó la fotografía debajo.Entonces entendí, cuando las marcas de tinta china se ajustaron a las siluetas de lafoto. Encajaban perfectamente y cada una tenía escrito un número. Morales apoyó eldedo sobre la silueta que dejaba a duras penas adivinar la figura del perpetuoobservador de Liliana.—Diecinueve —murmuró.Ambos dirigimos la vista hacia la nómina de los asistentes.—Picnic en la quinta de Rosita Calamaro, el 21 de septiembre de 1962 —Morales leyó el encabezado, y después fue bajando con el índice derecho hasta el renglón quebuscaba—. Número diecinueve: Isidoro Gómez.

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora