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El huerto estaba trabajado con esmero. Vista desde los fondos, la casa lucía másdesmejorada que por el frente. Tal vez su dueño había administrado la estrechezcomo para brindar una imagen de cierto decoro, para el caso de que algún visitante seaventurara a llegar, aun sin ser invitado. No había un horno de barro, ni una parrilla,ni una mesa con sillas. Me pareció entender que a Morales lo tenía sin cuidado hacervida de quinta en las afueras. A las claras seguía siendo un bicho de ciudad. No habíacambiado.Detrás de los frutales se apreciaba, a unos cincuenta metros, un monte deeucaliptos cerrado y frondoso. No soy bueno para calcular la edad de los árboles,pero supuse que Morales los habría plantado al llegar. ¿Veintitrés años, había dicho?Lo que sí pude calcular es que entonces se había venido para Villegas poco despuésde la amnistía del '73.Los eucaliptos formaban, al parecer, una densa cortina de unos doscientos metrosde largo que cortaba el campo en una línea oblicua a la de la casa y el huerto. Mástarde entendí que seguían la orientación de la ruta vecinal, a la que ofrecían unobstáculo paralelo a su traza. Desde el deslinde del huerto seguía hacia el monte unahuella marcada sobre la tierra, de esas que se hacen con pasos frecuentes de ida y devuelta. Cuando me interné entre los árboles, la luz matinal se oscureció en unahúmeda penumbra. Al otro lado se divisaba claramente un galpón de dimensionesrespetables. Me costaba calcular el tamaño, porque estaba levantado unos doscientoso trescientos metros más allá de los árboles. De todos modos, no estaba del todoseguro de las distancias. Yo también soy un hombre de ciudad, y me faltaban puntosde referencia urbanos para hacer estimaciones más o menos precisas. La edificaciónestaba hecha sobre una pequeña lomita, tal vez para evitar anegamientos, aunque todoel campo se veía alto, y con una suave pendiente hacia el norte, es decir, hacia el ladoopuesto al camino vecinal.Me aproximé a la construcción de chapa. El portón corredizo estaba cerrado contres enormes candados. Las llaves colgaban de un gancho en el exterior. No parecíaun sistema de seguridad demasiado elaborado, eso de poner las llaves de los candadosa la mano de cualquier intruso. ¿Habría perdido, con la edad, sus viejos reflejos deajedrecista?El portón chirrió cuando lo empujé hacia el costado. La luz del sol penetró conviolencia en el sitio a oscuras. Miré adentro. A medida que entendía la escena se mefueron aflojando las piernas y una sensación de asco corporal me obligó primero arecostarme sobre la chapa y por último a sentarme en el piso de cemento.El galpón era bastante grande: unos diez metros de frente por quince de fondo.Contra las paredes había algunas herramientas, una escalera de aluminio desplegable  de dos tramos, una máquina portátil que me pareció una amoladora, un par deestanterías.En realidad, todo eso lo vi después, desde el piso de cemento sobre el que mederrumbé jadeante. Porque durante varios minutos no pude sacar los ojos de la celda,la celda construida en el centro del recinto, la celda cuadrada de barrotes gruesosdesde el piso hasta el techo, con una puerta de dos cerraduras sin picaportes y unaportezuela pequeña en un rincón, de esas que se usan para meter y sacar cosas en uncalabozo, la celda con un lavatorio y un inodoro en una esquina y una mesa y unasilla en otra, con un camastro sobre la reja del fondo, la celda con un cuerpo acostadoy vuelto de espaldas sobre ese camastro.Supongo que en ese momento sentí horror, incredulidad, aprensión, pasmo. Pero,por sobre todas las cosas, sentí una descomunal sorpresa que me golpeó con laferocidad de unas mandíbulas hambrientas, y que poco a poco me obligó a convertiren polvo todo lo que yo había pensado de Morales y su historia en los últimos veinteaños.Cuando noté, después de varios minutos, que mis piernas eran capaces desostenerme, me incorporé y caminé rodeando el cuadrado de rejas. Sobreponiéndomea la impresión, me puse en cuclillas, cerca de los barrotes, para ver el rostro delhombre que yacía en ese calabozo.El cadáver de Isidoro Antonio Gómez tenía el mismo tinte azulado que el deMorales. Estaba un poco más gordo, naturalmente más viejo, ligeramente canoso,pero por lo demás no estaba muy distinto a como era veinticinco años antes, cuandole tomé declaración indagatoria.

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora