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Isidoro Antonio Gómez habló sin interrupción durante los siguientes setenta minutos.Cuando acabó, me dolían los dedos, pero, salvo un par de palabras en las que por lafatiga había alterado el orden de algunas letras, tipié su declaración casi sin errores.Yo hacía las preguntas, pero Gómez hablaba mirando fijamente a Sandoval, comoesperando que se quebrase en pedazos y se hiciera polvo sobre el piso de madera. Elotro emprendió un viraje expresivo grandioso: muy lentamente fue trocando su inicialgesto de fastidio e incredulidad por otro cada vez más interesado. Sobre el final de ladeclaración construyó una máscara en la que parecían mezclarse, armónicamente, elrespeto, la sorpresa y hasta un mínimo matiz de admiración. Gómez terminóhablando en un estilo casi doctoral de los recaudos que había tenido que tomarcuando, después de hablar telefónicamente con su madre, se había enterado de queColotto padre se había interesado por su paradero.—El capataz de la obra se quiso morir cuando le dije que me iba —le hablaba aSandoval como un experimentado y paciente pedagogo. Ya había recuperado laserenidad, pero no daba la menor muestra de querer volverse atrás con sus dichos—.Me ofreció recomendarme con sus conocidos. Por supuesto, me negué: la policíahabría podido ubicarme.Sandoval asintió. Se incorporó, suspirando. Había estado todo ese rato con losbrazos cruzados, encaramado apenas en el escritorio.—La verdad, muchacho, qué quiere que le diga. No lo hubiese pensado... —frunció los labios en ese gesto que usamos para claudicar ante las evidencias—. Serácomo usted dice...—¡Es! —fue la conclusión plena, victoriosa, tajante de Gómez. Le di los últimosgolpes a las teclas. Cerré la declaración con los formulismos habituales. Apilé lashojas y se las extendí con mi lapicera.—Léalas antes de firmar. Por favor —yo también, aunque sin saber del todo porqué, había adoptado el tono cordial y sereno con el que Sandoval había terminado suparticipación en la escena.Era una larguísima declaración, que arrancaba como informativa y se convertíacasi de inmediato en declaración indagatoria, con las garantías del caso. Yo habíadejado expresa mención de que el ahora procesado no deseaba hacer uso del derechode no declarar ni del de contar con el asesoramiento de un letrado durante suexposición. Por una de esas extrañas roscas del destino, el defensor oficial de turnoque le tocaba no era otro que Pérez, el sempiterno tarado. Gómez firmó las hojas unatras otra, apenas hojeándolas. Yo lo miré, y él me sostuvo la mirada mientras medevolvía las actuaciones. «Ahora jodete», pensé. «Ahora sí que estás listo, muñeco».En ese momento se abrió la puerta. Era ni más ni menos que Julio Carlos Pérez, nuestro antiguo secretario devenido defensor oficial. Por suerte, yo tenía más canchapara tratar a los boludos que a los psicópatas.—Qué decís, Julio —salí a recibirlo fingiendo alivio—. Menos mal que viniste.Acá tenemos una declaración informativa que tuvimos que transformar enindagatoria. Por homicidio calificado, viste. Una causa vieja, de cuando vos erassecretario.—Uhhh... qué problema... me atrasé con una indagatoria en el n.º 3. ¿Yaempezaron?—Y... en realidad, ya terminamos —dije, como disculpándonos o disculpándolo.—Uh...—De todos modos, consultamos con Fortuna y nos dijo que le diéramos paraadelante, que cualquier cosa él te ponía en autos del asunto —mentí.Pérez, como ante cualquier eventualidad que escapase a sus rutinas cotidianas, nosabía qué hacer. En algún sitio de su cerebro debía estar sospechando que tenía quetomar alguna iniciativa. Me pareció el momento adecuado para ofrecerle algunasolución decorosa.—Hagamos una cosa —propuse—. Te agrego al final diciendo que teincorporaste a la declaración una vez iniciada, y listo. Claro —agregué—, eso en elcaso de que tu defendido no ponga objeción.—Ah... —Pérez dudaba—. Porque tomarla de nuevo es medio imposible, ¿no?Yo abrí mucho los ojos, y lo miré a Sandoval que también abrió mucho los suyos,y finalmente los dos miramos desorbitados al custodio.—Miren, doctores —el guardia nos elevó conjunta y preventivamente a lacofradía de los abogados:— me parece que ya es medio tarde. Y si quieren remitir alpreso a una unidad carcelaria los camiones ya se van... No sé. Ustedes dirán.—¿Otro día más acá, en la alcaidía? ¿Y que siga incomunicado? Me parecedemasiado irregular, Julio —Sandoval, repentinamente sensible a los derechos civilesdel detenido de marras, se dirigía a Pérez.—Claro, claro —Pérez se sentía cómodo haciendo lo que mejor sabía hacer, o seadándole la razón a otro—. Este, eh... si el procesado cree que estuvo bien loactuado...—Ningún problema —Gómez seguía usando un tono altivo y distante.Le tendí a Pérez las hojas y la lapicera. Aceptó las primeras, pero prefiriórubricarlas con una bonita estilográfica Parker que era uno de sus más preciadostesoros mundanos.—Bájelo nomás a la alcaidía —le ordené al custodio—. Ya le mando por unempleado el oficio para el Servicio Penitenciario con orden de que lo remitan aDevoto.Mientras volvían a esposarlo, Gómez se volvió hacia mí. —No sabía que acá tenían trabajo para borrachos fracasados.Lo miré a Sandoval. Ya estaba todo cocinado: la indagatoria firmada y Gómezhundido en su propia mierda hasta las narices. Otro —yo mismo, sin ir más lejos—hubiese aprovechado para ejercer una mínima venganza. Decirle, por ejemplo, queacababa de caer como el pelotudo engreído que era. Pero Sandoval estaba más allá deesas tentaciones. Por eso se limitó a observar a Gómez con expresión levementebovina, como si no hubiese acabado de comprender el sentido de su comentario. Elcustodio le dio a Gómez un mínimo empellón para que emprendiera la marcha. Sonóun chasquido cuando el pestillo de la puerta se trabó tras ellos. Pérez también saliócasi enseguida, aludiendo a otro compromiso impostergable. ¿Seguiría en amoríoscon la defensora oficial aquella?Cuando nos quedamos solos, nos miramos con Sandoval y nos quedamoscallados. Por fin, adelanté la mano.—Gracias.—No hay de qué —respondió. Era un tipo humilde, pero no podía ocultar queestaba satisfecho por cómo le habían salido las cosas.—¿Cómo fue eso de «un atacante muy bien dotado, con brazos de fuerzahercúlea»? ¿De dónde lo sacaste?—Inspiración repentina —Sandoval contestó riendo, satisfecho.—Te invito a cenar —ofrecí.Sandoval dudó.—Te agradezco. Pero me parece que, con los nervios que acabo de chuparme,mejor me tomo un rato para relajarme a solas.Entendí perfectamente a qué se refería, pero no tuve valor para decirle que nofuera. Volví a la Secretaría y le encargué a uno de los pinches que me redactara eloficio para mandar a Gómez a Devoto, que lo hiciera firmar por el inútil de Fortuna yque lo llevara. Después tendríamos tiempo de sobra para poner al tanto al juez de loque había pasado.Sandoval, ansioso por irse, recogió su saco y se despidió con un saludo queabarcó superficialmente a todos los presentes. Antes se había acomodadoprolijamente la camisa dentro del pantalón.Miré el reloj y decidí darle dos horas de ventaja. No, que fueran tres. Sinproponérmelo, eché un vistazo al anaquel de las causas pendientes de envío alArchivo General. Por suerte, Sandoval tendría una linda cantidad de costura paraentretenerse.

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora