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Tomamos el único taxi que se atrevió a levantarnos. A las tres de la mañana, y con lossignos de la batalla a cuestas (Sandoval había perdido todos los botones de la camisa,yo tenía un corte superficial pero llamativo a la altura del mentón), no debíamos seruna yunta con aspecto demasiado confiable.Fui todo el camino con los ojos clavados en el taxímetro. Tenía exacta cuenta deldinero que me quedaba. Ya había gastado una importante suma en el taxi de ida ydilapidado una pequeña fortuna como desagravio por la destrucción de ese bar demala muerte. No quería llegar a la casa de Sandoval y tener que pedirle dinero aAlejandra.Pobre mina. Estaba esperando en el zaguán, protegida con una mantilla sobre elcamisón y el salto de cama. Entre los dos metimos a Sandoval en la casa y en ellecho. Antes de entrar, pagué el taxi. Alejandra me dijo que lo dejase esperando, parapoder usarlo para ir hasta mi casa. Ella no sabía que estaba quebrado y naturalmenteno se lo dije. Supongo que balbuceé alguna excusa. Cuando terminamos de acostarlo,Alejandra me ofreció un café. Iba a negarme, pero la vi tan desvalida, tan triste, quedecidí quedarme un rato.Le conté lo de Nacho. Ella lloró en silencio. Pablo no le había dicho nada.«Nunca me dice nada», había concluido en voz alta. Me sentí incómodo. Toda lasituación me resultaba complicada. A Sandoval lo quería como a un hermano, pero suadicción me generaba más impaciencia que compasión. Sobre todo cuando veía laangustia en los ojos verdes de Alejandra.¿Ojos verdes? Una voz de alarma me sonó adentro. Me puse de pie con unrespingo y le pedí que me acompañara a la puerta. Me preguntó de dónde iba a sacarun taxi a esa hora de la madrugada. Eran pasadas las cuatro. Le dije que preferíacaminar. Me contestó que estaba loco, pretendiendo caminar hasta Caballito, en plenanoche y con las cosas que estaban pasando. Le dije que no habría problema.Cualquier cosa, chapeaba con la credencial del Poder Judicial y listo. Era verdad.Nunca había tenido el más mínimo problema al respecto. Salvo, claro está, quehubiese pretendido chapear en un bar en ruinas, con mi colega de Juzgado a un lado,bebiendo en el piso.Me despidió en la puerta dándome las gracias. Muchas veces, en los casiveinticinco años que han transcurrido desde entonces, me he preguntado por missentimientos hacia Alejandra. Nunca he tenido dificultad en reconocer que laadmiraba, la apreciaba, la compadecía. ¿La quería? Entonces no logré contestarme, yhoy sigo creyendo que la pregunta no es pertinente. Jamás he podido desear a lasmujeres de mis amigos. Me parece imperdonable. No creo ser un moralista, cuidado.Pero nunca pude mirarla como a otra cosa que la mujer de mi amigo Pablo Sandoval Si me enamoré alguna vez de una mujer ajena, tuve buen cuidado de no trabaramistad con su marido. Pero me prometí no hablar aquí de ella, así que hagamos unpunto aparte.Crucé media ciudad a pie en la noche fría de julio. Pasaron algunos autos y unapatrulla militar trepada a una camioneta, pero no me molestaron. Llegué a mi edificiopasadas las seis. Como me ocurría siempre después de pasar una noche en vela, elcansancio tendía a amontonarme los recuerdos más inmediatos con los primeros de lavíspera, de modo que a esas alturas los golpes en el bar, la noticia de la desaparicióndel primo de Pablo y mi desayuno del día anterior parecían imágenes fundidas en elmismo recuerdo. Lo único que quería a esa hora era un buen baño y un mínimo sueñode un par de horas que me despegara de todos esos acontecimientos. No tenía ni ideade lo que me esperaba al salir del ascensor, en el cuarto piso.La puerta de mi departamento estaba abierta, y desde adentro se proyectaba unhaz de luz hacia el pasillo en penumbra. ¿Me habían robado? Caminé hasta el umbraly lo atravesé sin reparar en la posibilidad de que el intruso todavía estuviese dentro.De hecho no había nadie. Pero eso lo pensé después, porque apenas me asomé alumbral comprobé, aterrado, que el departamento estaba en un desorden absoluto. Lossillones y las sillas volcados, la biblioteca tirada, los libros despanzurrados yesparcidos por el piso. En el dormitorio, el colchón estaba destrozado y había espumade goma por toda la pieza. La cocina era otro desbarajuste. Estaba tan aturdido quetardé en advertir que el televisor y el combinado de música no estaban, ni en su sitioni en ningún otro. ¿Eran ladrones, entonces? No se entendía, en ese caso, elensañamiento con el que habían actuado. Al final entré al baño, sabiendo que iba aencontrar el mismo caos. Pero había algo más, aparte de la cortina de baño enhilachas, el contenido del botiquín regado por el piso y los grifos del bidé abiertos almáximo para inundar todo el sitio. En el espejo había un mensaje escrito con jabón:«Esta vez te salvaste, Chaparro hijo de puta. La próxima sos boleta».La letra era grande y prolija, propia de alguien que no tiene apuro y se sientedueño de la situación. Había un garabato al final que, aunque me esforcé porentenderlo, resultaba ilegible. El turro que había hecho eso, deduje, lo había firmado.¿Cómo podía sentirse alguien tan impune como para avasallar así a los demás?¿Quién podía tener conmigo algo pendiente? Al hacerme esas preguntas me sacudióuna fría oleada de miedo.Salí. Tuve la ingenua precaución de intentar cerrar la puerta con llave. Reciénentonces advertí que habían hecho saltar la cerradura de una patada.

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora