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Me encontré con Báez diez días después de la tarde de las fotos. Fui a verlo aHomicidios luego de combinar un encuentro por teléfono. Abrió la puerta de sudespacho, me hizo pasar y me invitó un café que le encargó a un ordenanza. Comosiempre me ocurría al compartir un rato con él, me dejé ganar por un respetoadmirativo e incómodo.Era un hombre de expresión dura, montada en un físico de ropero. Me llevaba...¿cuánto? Quince, veinte años. Difícil calcularlo con exactitud, porque usaba unbigote grueso que hubiese hecho parecer viejo a un adolescente. Lo que despertabami admiración era, creo, su forma serena y directa de ejercer la autoridad. Lo habíavisto muchas veces moverse entre los otros policías con la contenida seguridad de unpontífice convencido de su derecho a mandar. Y yo, que ya llevaba un par de añoscomo oficial primero del Juzgado, sentía que jamás en la vida iba a conseguir dar unaorden sin tener el alma en vilo. Temía casi tanto que se ofendieran por mi solicitudcomo que no me obedecieran, o que lo hicieran burlándose a mis espaldas, lo que meresultaba casi más angustiante. Seguro que a Báez no lo inquietaban semejanteselucubraciones.Esa tarde, sin embargo, yo me sentía con una leve ventaja sobre ese hombre alque admiraba. Venía cabalgando sobre la euforia de mi corazonada fotográfica. Loque había comenzado poco menos que como una observación estética se habíatransformado en una pista, la única con que contábamos.En esos tiempos yo era incapaz de manejar mi vida con sentimientos moderados.O me tenía por un oscuro funcionario rutinario y traslúcido que vegetaba a duraspenas en un puesto acorde a sus mediocres facultades y a sus limitadas aspiraciones,o me veía como un genio incomprendido, desperdiciado en el ejercicio tedioso defunciones subalternas propias de espíritus menos favorecidos por la naturaleza. Lamayor parte del tiempo me la pasaba en la primera de esas dos posiciones. Muyeventualmente me movía a la segunda, a la que más temprano que tarde renunciaba,arrancado de ese oasis por una brutal desilusión. Yo lo ignoraba, pero me faltabanveinte minutos para una de esas purgas funestas que me demolían la autoestima.Comencé contándole el episodio de las fotos. Primero se las describí. Reciéndespués se las mostré. Me agradó la atención que le dedicaba a mi relato. Mepreguntaba detalles, y la mayor parte de las veces yo podía satisfacer su curiosidad.Báez siempre se había mostrado muy respetuoso por mi manejo del Derecho. Nuncatemía, en nuestras conversaciones, exhibir lagunas en su conocimiento de esasmaterias (otro motivo para admirarlo, yo que vivía mis propias ignorancias comoignominiosas). Pero en esta ocasión yo me estaba aventurando en su propio terreno, yme daba toda la impresión de que no lo estaba haciendo sin criterio. Cuando terminé  de mostrarle las fotos, le conté las instrucciones que le había dado al viudo: Moralesdebía escribirle a su suegro para que averiguase el paradero actual de Isidoro Gómez.Para que no lo traicionaran los nervios, para que no pretendiese una absurdavenganza personal, debería limitarse a obtener esa información y trasmitírsela aMorales, trámite que se verificó con resultados auspiciosos. Tan auspiciosos, proseguírelatándole a Báez, que le ordené a Morales que requiriese del padre de su mujer unasegunda tanda de informes, ahora entre otros vecinos y posibles amistades en común.Nos basamos para eso en la nómina de aquel famoso picnic primaveral. Cuando yome disponía a exponer esa nueva tanda de hallazgos, que confirmaban el progresivoretraimiento de Gómez, su decisión aparentemente intempestiva de viajar a BuenosAires, la materialización de su venida unas cuantas semanas antes de que se produjerael asesinato, Báez me cortó con una pregunta:—¿Cuánto hace de la visita de este hombre a la madre del sospechoso?Saqué cuentas, algo extrañado. ¿No quería escuchar las constataciones que estabaa punto de revelarle? ¿No quería saber que un par de amigos del barrio, habíancorroborado que ese muchacho llevaba años, enamorado en secreto de la víctima?—Diez días, once a lo sumo.Báez miró el teléfono negro y anticuado que tenía sobre el escritorio. Sin avisolevantó el auricular y discó un número de tres cifras.—Necesito que se venga inmediatamente para acá. Sí. Usted solo. Gracias —dijoen un murmullo a quien lo atendió.Cuando colgó, y como si yo me hubiese desintegrado, buscó con ademanesrápidos en los cajones del escritorio hasta que dio con un bloc de hojas lisas a mediousar y se lanzó a escribir en trazos desprolijos y grandes. Parecía un médico de rostrosevero recetándome vaya uno a saber qué medicamento. Si hubiese estado menostenso, la imagen me habría resultado divertida. Antes de que terminara, sonaron dosgolpes en la puerta y entró un suboficial mayor que nos dio los buenos días y seplantó junto al escritorio. En seguida Báez soltó la lapicera, cortó la hoja y se laalcanzó al policía.—A ver, Leguizamón. Intente encontrar a este tipo. Acá le anoté todos los datosque pueden resultarle de utilidad. Si lo llega a encontrar, guarda. Capaz que espeligroso. Me lo trae detenido y después le buscamos la vuelta acá con el doctor.No me sorprendió el apelativo de doctor, ni se me pasó por la cabeza corregirlo.Entre los policías prefieren llamar doctores a todos los empleados judiciales concierta antigüedad, no sea cosa que alguno se les ofenda. Hacen bien. No he conocidoninguna secta tan sensible a los títulos honoríficos como la de los abogados. Lo que síme turbó fue la frase con la que terminó sus órdenes.—Y métale pata. Sospecho que, si es el que buscamos, ya debe habérsenos hechohumo.

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora