7

133 1 1
                                    

Mientras nos apretujábamos con Báez y el flamante viudo en la cocinita del banco,pensé que la vida era una cosa rara. Me sentía triste, pero ¿qué era, exactamente, loque me ponía así de triste? Difícilmente fueran el aturdimiento, la palidez, los ojosabiertos y a la deriva de ese muchacho al que Báez acababa de decirle que veníamosa comunicarle que la esposa había sido asesinada en su casa. Tampoco el dolor de esechico. Uno no ve el dolor. No puede verlo, sencillamente porque el dolor no se ve, enninguna circunstancia. Pueden verse, cuanto mucho, algunos de sus mínimos signosexteriores. Pero esos signos siempre me han parecido máscaras antes que síntomas.¿Cómo puede expresar el hombre la angustia atroz de su alma? ¿Llorando a chorros ydando alaridos? ¿Balbuceando unas palabras inconexas? ¿Gimiendo? ¿Soltando unaspocas lágrimas? Yo sentía que todas esas muestras posibles de dolor eran solocapaces de insultar a ese dolor, de menospreciarlo, de profanarlo, de colocarlo a laaltura de muestras gratis.Mientras contemplaba el rostro aterido del muchacho, y escuchaba lo que le decíaBáez acerca de un reconocimiento en la morgue, creí entender que lo que a veces nosconmueve del dolor ajeno es el temor atávico de que ese dolor nos transite a nosotros.En 1968 yo llevaba tres años de casado y creía o prefería creer, o deseabafervientemente creer, o intentaba desesperadamente creer que estaba enamorado demi esposa. Y mientras contemplaba ese cuerpo derrumbado en un banquitoestropeado, esos ojos pequeños y fijos en la llama azul de la hornilla, esa corbata denudo estrecho que caía como una plomada entre las piernas abiertas, esas manoscrispadas en las sienes, me ponía en el lugar de ese hombre mutilado que se habíaquedado sin vida y me horrorizaba por eso.Morales había dejado los ojos abandonados en el fuego que él mismo habíaencendido cinco minutos antes con la idea de hacerse unos mates, cuando aún nohabíamos irrumpido salvajemente en su existencia. Y yo creía entender lo que pasabapor la mente de ese chico, mientras respondía con monosílabos de autómata laspreguntas metódicas que le dirigía Báez. El muchacho no estaba atento a la hora enque abandonó su casa esa mañana, ni a recordar con precisión cuántas personaspueden tener la llave de su casa, ni a haber visto ningún rostro sospechoso en lasinmediaciones de su vivienda. Me parecía más probable que en medio de semejantenaufragio el muchacho estuviera haciendo el inventario de todo lo que acababa deperder.Su mujer ya no lo acompañaría a hacer las compras esa tarde ni ninguna otra, nivolvería a ofrecerle su cuerpo de marfil, ni quedaría embarazada de sus hijos, nienvejecería a su lado, ni caminaría con él por la playa de Punta Mogotes, ni se reiríasoltando algunas lágrimas con algún capítulo especialmente gracioso de «Los Tres Chiflados» por Canal 13. Yo no conocía esos detalles (que recién con el tiempoMorales transigiría en contarme), pero sí podía apreciar en el rostro desquiciado delchico cómo el futuro le estallaba en escombros.Cuando Báez le preguntó si tenía algún enemigo declarado, no pude menos quesentir, allá en el fondo, el impulso de reírme con sarcasmo. Como no fuera alguien aquien el muchacho le hubiera entregado mal un vuelto u omitido el sello de «pagado»en la boleta de la luz... ¿quién podría tener algo contra ese pibe que, luego de negarsin énfasis con la cabeza, volvía a dejar quieta la expresión impávida sobre la llamaazul de la hornilla?A medida que transcurrían los minutos, y el interrogatorio de Báez se internaba endetalles que a Morales y a mí nos tenían sin cuidado, vi cómo la expresión del chicose iba vaciando, los rasgos se le distendían paulatinamente en una expresión neutra, ylas lágrimas y el sudor que en un primer momento habían asomado a su piel sesecaban definitivamente. Como si una vez frío, una vez vacante de emociones ysentimientos, una vez asentada la humareda del polvo de su vida hecha ruinas,Morales pudiera avizorar, más allá, en qué consistiría su futuro, y comprobara sinlugar para el equívoco que sí, que no había duda alguna, que su futuro era nada. 

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora