17

80 1 0
                                    

No bien terminé de ponerle los sellos a la orden de averiguación de paradero deIsidoro Antonio Gómez, no bien ubiqué el expediente en el casillero de prófugos, nobien lo puse al tanto a Morales de las buenas nuevas, me sentí tan conforme con mivaliente intervención, y tan a salvo de las esquirlas de esa tragedia, que retorné a mirutina de jefe ecuánime, de marido a las siete en casa, de lectura del diario a la noche,de funcionario judicial solvente, y casi me olvidé de esa causa.Es cierto que a los pocos meses me rozó un coletazo desagradable del asunto.Tuve que declarar en la investigación contra Romano y el policía Sicora, por losapremios ilegales a los albañiles. La declaración en sí fue un trámite: apenas ratificarmi denuncia inicial y aclarar un par de detalles. Me extrañó (me disgustó) quepusieran a un pinche a llevar ese sumario: una mala señal, como si en ese Juzgadodieran por sentado que la causa iba a una vía muerta y estuvieran limitándose aguardar las formas. ¿Qué necesitaban para procesar a esos dos atorrantes? Tenían mideclaración, las de un par de policías de la seccional y la pericia médica sobre laslesiones de los dos pobres tipos. Pese a la desconfianza que me produjo, decidíesperar. El juez era Batista, un tipo al que consideraba honesto, y a quien conocía unpoco por haber trabajado con él en alguna feria de enero. Además, como ya dije, elenvión de compromiso virulento con todo el proceso se me había pasado.Tiempo después el propio Batista me citó a su despacho. Me recibió sonriendo,me estrechó calurosamente la mano y, cuando nos sentamos, me dijo que lo que iba adecirme era absolutamente confidencial, y que por favor no lo divulgara porque losdos nos jugábamos el puesto. «La pucha», pensé. ¿Qué podía ser tan serio? Supongoque el juez estaba incómodo, porque después de dudar un momento me vomitó todoel asunto en el menor tiempo posible, como si quisiera desembarazarse rápido de algomolesto y sucio. Así que me informó sin atenuantes que le había llegado la orden «dearriba» (y completó la imagen señalando con el dedo índice el techo de su despacho,pero queriendo significar... ¿qué?, ¿la Cámara?, ¿la Corte?, ¿el gobierno?), parafrenar todo el asunto y sobreseer sin procesados. Agregó que no podía ser mucho másexplícito, pero que al parecer ese muchacho... Romano, el compañero mío, tenía unabanca grande, bien arriba. Al decir lo de la «banca grande». Batista se había tocado elhombro izquierdo con dos dedos de la mano derecha. No era ni la Cámara ni la Corte.El gesto significaba inequívocamente «milico de alto rango». Súbitamente me vino ala memoria su suegro, coronel de infantería, y entendí. Qué ingenuidad la mía, nohaber tomado en cuenta semejante parentesco a la hora de denunciarlo. Qué bárbaro.Si necesitaba algo para terminar de hastiarme de Onganía y su ballet, era esto.—¿Quiere que le cuente algo más? —me había preguntado Batista.Dije que sí, sobre todo porque el juez tenía cara de querer contarlo.  —Tuve que citarlo a declarar. Usted sabe —yo asentí—. Y, como ya me habíanavisado —Batista miró hacia lo alto—, preferí tomarle declaración yo mismo.«Todos somos cobardes», pensé, «solo es cuestión de que nos atemoricen losuficiente». A mí me había tomado la ratificación de la denuncia un pinche con carade quinceañero. Al guacho ese, yerno del coronel, le tomaba declaración el propiomagistrado y sudando la gota gorda.—No sabe, Chaparro. Qué ínfulas. Las ínfulas que tenía ese tipo. Entró en eldespacho como si me estuviese haciendo un favor, como si me estuviese regalandouna porción inapreciable de su valiosísimo tiempo. Cuando le empecé a preguntarsobre la causa, se despachó a hablar pestes de cuanto le vino en gana. No tanto contrausted, no crea. La emprendió sobre todo contra los dos pobres tipos a los que habíamandado moler a golpes. Que negros de acá, que ladrones de allá, que zorros de talotro lado. Que había que matarlos a todos y cerrar las fronteras. Le digo la verdad: lamayor parte de las atrocidades que dijo, por no decir todas, no las mandé volcar en sudeclaración escrita porque no me dejaba más remedio que meterlo en cana porapología del delito, fíjese.La pregunta que se imponía, a esa altura era «¿Y por qué no lo hizo, doctor?».Pero no la formulé. Me reventaba el hígado que ese malparido se saliese con la suya,pero yo también, a mi modo, era un cómodo y un pusilánime, después de todo.—Igual, cuando le pregunté específicamente por los dos albañiles, negó todavinculación con el hecho y el asunto quedó ahí. Lo que llegué a decirle también fueque si la causa penal era sobreseída resultaba muy probable que el sumario internoquedara trunco y la Cámara de Apelaciones le levantara la suspensión laboral que lehabían impuesto de oficio.«Magnífico», pensé, «vuelvo a tenerlo de compañerito».—Pero, para mi sorpresa, lo tomó con total displicencia y me contestó que nocreía poder dedicarse de nuevo a un trabajo de escritorio. Que eran tiempos de pasar ala acción, porque la patria estaba en peligro, rodeada de enemigos, de ateos, decomunistas y de no sé qué más. Así que lo frené en seco, lo hice firmar la declaracióny lo despache. No me quedaban ganas de preguntarle cuáles eran sus planes para elfuturo.La entrevista con Batista me dejó un sabor amargo por la sensación de injusticia,de siniestra impunidad con que me salpicó. Pero tampoco entonces alcancé, ni delejos, a entrever las consecuencias que esos hechos iban a tener sobre la historia queestoy narrando, y sobre mi propia vida.Releo esto de «mi propia vida». ¿Qué era mi propia vida en 1969? Marcela mehabía propuesto, en esa época, que tuviéramos un hijo. No me lo preguntó. Fue comosi extrajera, en voz alta, un corolario de lo que venía pensando. «Podríamos tener unhijo», soltó, durante una cena. Estábamos viendo el «Noticiero 13». La miré y advertí que hablaba en serio. Me puse de pie y apagué el televisor: siempre había pensadoque cosas así merecían otro clima, otro marco. Pero algo seguía sin funcionar. ¿Cuálera el problema con ella? ¿Por qué no me entusiasmaba la idea de ser padre? «Yallevamos cuatro años de casados. Y el departamento terminamos de pagarlo el mesque viene», agregó, viendo mi expresión.Marcela hablaba desde una lógica demoledora. Nos habíamos conocido en lo demi prima Elba. Habíamos estado dos años de novios. Un crédito del BancoHipotecario, un dos ambientes en Ramos Mejía, la luna de miel en Mar del Plata, unalinda vajilla del Emporio de la Loza. El paso siguiente era el que ella me estabaproponiendo, si esa frase dicha en tono acuoso podía ser considerada una propuesta.Yo era el desubicado. La razonable era ella.No pude responder sino con algunas evasivas. Marcela respetó esa distancia. Nosé si por sumisa, por fría o por acostumbrada. Se atuvo a que le respondiera cuandoquisiese. Aún hoy me asalta, de tanto en tanto, la certeza angustiante de que perdí laoportunidad de tener un hijo. Estuve a punto de escribir «de trascenderme en un hijo»o «de perpetuarme». ¿Es eso tener un hijo? Nunca voy a saberlo. Es otra de laspreguntas que me llevaré, intactas, a la tumba.

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora