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Si ese atardecer de agosto de 1969 en el que me crucé con Ricardo Morales yodemoraba el regreso a casa era, sobre todo, para no verme obligado a responder a lapregunta (o a la propuesta, o a la iniciativa, o no sé cómo llamarla) de mi mujer sobreaquello de «tener un hijo». No sabía qué decirle, porque no sabía qué decirme antes amí mismo. Cuando abandoné el Juzgado ese día, no tomé el 115 en la parada máspróxima, la que estaba sobre Talcahuano. Crucé caminando la plaza Lavalle, me sentéun rato bajo un gomero gigantesco, y recién cuando empezó a apretar el frío medecidí a ir hasta la parada de avenida Córdoba. Llegué a la estación de Once con lamarca humana de las siete. No me preocupó, porque me servía como excusa paradejar pasar unos cuantos trenes hasta que pudiera tomar uno en el que lograsesentarme.Como me movía bastante más despacio que los otros transeúntes, me hice a unlado para evitar sus empellones y empecé a andar bien pegado a las vidrieras de esoslocales vulgares que pueblan la terminal. Pude entonces detenerme a mirar loscarteles hechos a mano y llenos muchas veces de horrores ortográficos, la pacienciade beduinos de un par de lustrabotas, el rictus severo de un par de putas que iniciabansu ronda. Uno ve muchas cosas cuando no va a ninguna parte. Y entonces lo vi.Ricardo Agustín Morales estaba sentado en el taburete alto y redondo de uncopetín al paso, con las manos en el regazo y la vista clavada en la masa de pasajerosque apuraba la marcha hacia el andén. ¿Me habría acercado si él no me hubiesereconocido primero, alzando un poco la mano izquierda a modo de saludo?Probablemente no. Ya dije que, una vez tranquilizada mi conciencia, emparchada miautoestima judicial por lo que consideraba una audaz maniobra frente al juez y elsecretario, había vuelto sin remordimientos a mis rutinas sencillas y modestas. Ver aMorales fuera del contexto esperable —es decir, fuera de su Banco Provincia o delcafé de la calle Tucumán— me sobresaltaba y casi diría que me resultaba inquietante.Pero me había visto. Había alzado su brazo y había construido algo parecido auna sonrisa. De manera que me aproximé, le tendí la mano y ocupé el banco contiguoal suyo.—Qué dice, tanto tiempo —me saludó.¿Había algún reproche en ese «tanto tiempo»? Protesté para mis adentros que noera justo. ¿Para qué iba a convocarlo? ¿Para decirle que Gómez, quien por otra partebien podía ser un excelente muchacho, no aparecía por ningún lado, y que yo yahabía hecho cuanto estaba a mí alcance? Lo miré. No. No estaba reprochándomenada. Vuelto hacia el exterior, con los pies trabados en el parante del taburete, lamirada quieta, el pocillo vacío y frío sobre la barra a sus espaldas, irradiaba la mismasensación de infatigable soledad de casi todos nuestros encuentros.  —Acá andamos —contesté con la sensación de que, de todos modos, no estabaaguardando mi respuesta—. ¿Y usted? —por lo menos era cómodo que laconversación siguiese por esos formalismos coloquiales vacíos pero seguros.—Nada nuevo —pestañeó, giró apenas hacia atrás, comprobó que habíaterminado el café y volvió a darle la espalda a la barra. Miró el reloj grasiento quecolgaba en la pared del frente—. Me falta media hora y termino.Vi que eran las siete y media. ¿Qué labor pensaba concluir cuando dieran lasocho?—El policía ese tuvo razón —dijo después de un largo silencio—. No se volvió aTucumán. Mi suegro está seguro de eso.Morales hablaba con la naturalidad de una conversación nunca interrumpida, deesas a las que no hace falta ponerles nombres porque los interlocutores sabenperfectamente de quiénes se trata. «El policía ese» era Báez, «mi suegro» era el padrede la difunta, «el que no se volvió a Tucumán» era Gómez.—Los jueves me toca acá. Los lunes y miércoles en Constitución. Martes yviernes, Retiro —de vez en cuando seguía con la mirada a algún transeúnte—. Estemes es así. En mayo cambio. Todos los meses lo cambio.Por los parlantes apareció una voz áspera, que arrastraba las palabras y se comíalas eses, para anunciar la inminente partida del rápido a Morón de las 19.40 desde laplataforma cuatro. Aunque no pensaba tomarlo —no quería viajar parado—, mepareció una excusa oportuna para ponerme de pie y amagar con despedirme. Medetuvo la voz de Morales, que de nuevo atacó su tema sin preámbulos.—El día que la mató, Liliana me preparó té con limón —noté que ahoraconjugaba el verbo matar en singular: ya no era «la mataron», porque el asesino, ensu cabeza, tenía cara y tenía nombre—. «El café te hace mal, tenés que tomarmenos», me dijo. Yo le contesté que sí. Me gustaba cómo me cuidaba.Sospeché que no solo iba a perderme el tren local a Castelar que salía menos diez,sino unos cuantos más.—Aparte, si usted la hubiera visto —miró fijamente a un tipo petiso y joven quecruzó delante de la vidriera, pero lo descartó enseguida y buscó otro posible blanco—. Cada vez que mi padre veía algún desfile de modelos, algún concurso de bellezapor televisión, decía que a esas chicas, para determinar si eran realmente hermosas,había que verlas al levantarse a la mañana, sin maquillaje. Nunca se lo dije a ella,pero cada mañana lo primero que hacía al despertarme era mirarla para comprobar lateoría de mi viejo. ¿Sabe que tenía razón? Por lo menos con Liliana.La espantosa voz del parlante anunció el tren de 19.55 a Castelar, parando entodas. Recordé las facciones de la mujer, y pensé que no exageraba con respecto a subelleza. Se me estaba haciendo definitivamente tardísimo, pero ya no tenía ganas delevantarme. Por lo menos no hasta que pudiera ponerle nombre a la emoción que sentía cobrar forma dentro de mí. ¿Compasión? ¿Tristeza? No. Era otra cosa, pero noconseguía definirla.—¿Sabe qué es lo peor de todo?Lo miré. No supe qué decir.—Que la voy olvidando.Le temblaba la voz. No cometí el desatino de interrumpirlo.—La pienso, y la pienso y la pienso todo el día. Me despierto por la noche y medesvelo recordándola. Pero me pasa que tiendo a recordar siempre las mismas cosas.Las mismas imágenes. ¿Qué es lo que recuerdo, entonces? ¿A ella o al recuerdo quehe construido en este año y pico que lleva muerta?Pobre tipo. ¿Por qué no podía avanzar, en mi reflexión, más allá de ese «pobretipo» que era como una etiqueta sin valor?—Pensé en matarme, ¿sabe? A veces me levanto a la mañana y me pregunto paraqué carajo estoy vivo.A esa altura yo ya me preguntaba para qué estaba vivo yo mismo. ¿Qué podíacontestarle? Pero a la vez ¿podía quedarme callado frente a semejante confesión,frente a semejante angustia? Le dije lo primero que se me ocurrió, o lo único:—Tal vez sigue vivo para agarrar al hijo de puta que la mató... —recapacité y mesentí obligado a agregar, como para distanciarme de su fanática certeza—: sea Gómezo sea otro.Morales consideró mi respuesta. Por hábito, o por método, seguía mirando a lagente que pasaba rumbo a las plataformas. Por fin respondió.—Creo que sí. Creo que es por eso.Hizo silencio. Yo también. Si por lo menos su pesquisa personal lo mantenía convida, ya era algo. De todas formas su esfuerzo estaba derrotado de antemano. SiGómez era inocente, no habría manera de culparlo. Y, si era el asesino, me parecíamuy difícil que alguna vez pudiésemos detenerlo. El tipo sabría que lo buscaban, ytambién que en ese mar de gente era casi imposible hallarlo. Viéndolo de ese modo,la obstinada vigilancia de Ricardo Agustín Morales sobre las terminales de trenesresultaba de una candidez enternecedora.—¿Sigue viviendo en Palermo? —pregunté casi por decir algo.—No. El departamento lo sigo teniendo, pero vivo en una pensión de San Telmo.Me queda más a tiro del trabajo y de... esto —agregó, como si tuviera dificultad paraponerle nombre a esa cacería extravagante.Me despedí, diciéndole que cualquier novedad que tuviera lo llamaría. Mientrasme daba la mano, miró el reloj y vio que también era su hora. Sacó un billetearrugado y lo dejó sobre la barra. Salimos juntos, pero a los pocos pasos me dio aentender que tomaba hacia el lado contrario. Volvimos a estrecharnos la mano.Me acerqué a los andenes. Un guarda me picó el abono en el acceso. Estaba por salir otro rápido, Flores, Liniers, Morón, después parando en todas. No quedabanasientos. Igual subí. Acababa de decidir que necesitaba llegar cuanto antes a mi casa.Aunque no del todo, había logrado ponerle un nombre a lo que había sentido mientraslo escuchaba hablar a Morales.Era envidia. El amor que había vivido ese hombre me despertaba una enormeenvidia, más allá de la piedad que me suscitara la tragedia en la que ese amor habíaterminado naufragando. Asido de mala manera a una de las argollas blancas quependían sobre el pasillo y bamboleándome con el movimiento del tren, supe que iba acaminar hasta mi casa, iba a decirle a Marcela que teníamos que hablar e iba acomunicarle mi decisión de separarme de ella. Probablemente me mirase asombrada.Sin duda semejante programa escaparía absolutamente al encadenamiento lógico delas etapas en las que había planificado su vida. Yo iba a lamentarlo, porque nunca meha gustado causarles daño a los demás, pero acababa de entender que le hacía másdaño quedándome con ella.Cuando llegué a casa, Marcela me esperaba con la mesa tendida. Hablamos hastalas dos de la mañana. Al día siguiente cargué algunas cosas en un par de valijas y mefui a buscar una pensión, aunque procuré que no fuera por San Telmo.

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora