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Aunque sabía que el momento de archivar esa causa iba a llegar, intenté posponerlo através del mecanismo más antiguo y más inútil que conocía: borrarlo de mi mentecada vez que me asaltaba su recuerdo. Y por eso, por la futilidad de mis resistencias ypor la inevitabilidad de las circunstancias, el momento llegó con una puntualidadrigurosa que me desbarató esas jugarretas de negación y aplazamiento.Estaba sentado en mi rincón de la Secretaría, un día de fines de agosto,despachando una excarcelación. Advertí que el secretario Pérez se aproximaba conuna causa en la mano. Cuando la dejó caer sobre el vidrio de mi escritorio, elexpediente hizo un ruido fláccido.—Te dejo el homicidio de Palermo para sobreseer —dijo antes de volver a sudespacho.En la jerga que gastábamos allí, «dejarme el homicidio» era pedirme quedespachara una resolución, el «de Palermo» aludía a la zona del hecho, porque noteníamos detenidos con cuyo apellido identificarla, y el «para sobreseer» tenía quever precisamente con la resolución que Pérez me pedía que despachase: tres meses detrámite sin hallazgos positivos, ningún dato para proseguir el sumario hacia ningúnlado. Palo y a la bolsa. Adiós al caso. Mil veces había redactado medidas como esa, olas había ordenado a mis subordinados en las causas más sencillas. Pero aquí meresistía, porque no se trataba para mí del homicidio de Palermo, sino de la causa porla muerte de la mujer de Ricardo Agustín Morales, a quien yo me había propuestoayudar en lo que pudiera. Y hasta ese momento la verdad era que había podidobastante poco.Aparté la causa en la que había estado trabajando y acerqué hacia mí elexpediente de carátula azul. «Liliana Emma Colotto s/homicidio». Di vuelta lashojas. Me encontré con el resultado previsible. El acta inicial de la policía, con ladeclaración del oficial que había llegado en primer lugar a la escena del crimen,alertado por la vecina del fondo. La descripción del hallazgo del cuerpo. La solicitudde las pericias. La nota dejando constancia de haber avisado al Juzgado deInstrucción, o sea a mí. A mí recibiendo la noticia medio dormido sobre el amplioescritorio del despacho del juez, con el cornudo de Romano festejando a los saltos ami lado. Las declaraciones que Báez había recabado entre los testigos. Las fotos de laescena del crimen. Las pasé rápido, aunque creí reconocer la punta de mi zapato muycerca de la mano de la víctima, en uno de los planos oblicuos que tomaban el cadáverdesde la derecha. Volví rápidamente las hojas de la autopsia —esas descripciones measqueaban—, pero me detuve en sus conclusiones.Violación... muerte por estrangulamiento... ¿y esa tercera conclusión? Se mehabía pasado por alto al recibir la pericia, unas semanas atrás. Aunque no pareciera posible, esa historia era capaz de multiplicar el dolor más allá de la muerte. Seguíleyendo el resto de la causa repentinamente angustiado, aunque no volví a dar conotro dato inesperado. Venía la parodia bestial de Romano y Sicora con los albañiles:las dos hojas escuálidas de las «manifestaciones espontáneas» en las que el turro deSicora fraguaba, a golpes, la confesión de los pobres tipos. Después, la copia de midenuncia ante la Cámara por los apremios ilegales y las pericias sobre las lesiones delos dos detenidos.Me acordé de Romano, como me ocurría cada vez que veía su escritorio vacío. Lohabían sumariado y suspendido preventivamente, apenas hecha mi denuncia. Alprincipio había temido que sus empleados me guardasen rencor: a fin de cuentaséramos todos compañeros del mismo Juzgado. Pero mis relaciones con ellossiguieron siendo tan cordiales que hasta me pregunté si secretamente no meagradecían haberles sacado a ese palurdo de encima. Seguí avanzando, aunquequedaban muy pocas fojas. La remisión de la causa desde la comisaría hasta elJuzgado, las declaraciones de los mismos testigos en nuestra Secretaría, donde sehabían limitado a ratificar lo que ya habían dicho. Por último, algún informe forensecomplementario (algo del estudio sobre las visceras que no agregaba nada y que, detodos modos, salteé, aprensivo).Cuando di vuelta la última hoja leí, escrita en lápiz en el margen, la fecha de esedía. La había anotado Pérez, siguiendo las expresas directivas del juez: «Toda causaque llega desde la comisaría sin sospechosos ni autores conocidos, hay que limpiarlaen dos meses. Máximo tres». Ojalá Fortuna hubiese sostenido ese principio pormetódico. Pero no, lo hacía simplemente por mediocre. Su verdadero lema era«cuantas menos causas, mejor». Por eso la manía de archivar las causas sinprocesados cuanto antes, sin importar que fueran hurtos u homicidios.Me imagine el paso siguiente. Debería colocar una hoja con membrete en lamáquina, el encabezado de rigor y una resolución de diez líneas, dictando elsobreseimiento en la causa, sin procesados, y encomendando a la policía quecontinuara con la pesquisa para dar con los culpables. Eso para guardar lasapariencias. En los hechos era un módico certificado de defunción para el expediente:la causa al archivo y hasta nunca.Revisé de nuevo todo el legajo. Verdaderamente no había nada por ningún lado.Aunque Fortuna fuese un chanta y Pérez un alcahuete estaban en lo cierto, mierda.Llegué a la autopsia y de nuevo me detuve en las conclusiones. Me pregunté siMorales sabría aquello de lo que yo acababa de enterarme. Supuse que no. Pensé enesa mujer joven y hermosa. Joven, hermosa, violada, muerta y abandonada sobre elparqué del dormitorio.A Morales tenía que decírselo. Tenía la certeza de que en el alma de ese hombreexistía un inmenso lugar para guardar el dolor, pero no para almacenar el engaño. No obstante, comunicarle aquello y al mismo tiempo decirle que la causa estaba muertaen el archivo era demasiado cruel como para que pudiese tolerarlo.Del primer cajón del escritorio saqué una goma. Borré prolijamente la fechaescrita en el margen de la última hoja, y la cambié por otra para la que faltaban tresmeses más, con la delicadeza algo titubeante de quien imita la letra de otra persona.Me incorporé y abandoné el expediente en uno de esos estantes en los que sabía, porexperiencia, que nadie iba a poner un dedo durante décadas salvo una expresa ordenmía en contrario. Ni el juez ni el secretario iban a preguntar por esa causa. Volví alescritorio y pasé un largo rato mordisqueando el capuchón de la birome y pensandocuál sería la mejor manera de explicarle a Morales que, en el momento de ser violaday asesinada, su mujer tenía casi dos meses de embarazo.


La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora