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Aunque ya la había leído dos veces, una cuando la recibió y otra en voz alta, DelforColotto decidió hacerlo una vez más mientras su mujer iba a hacer las compras, paraasegurarse de haberla entendido bien. Se calzó los lentes y se sentó en la mecedora dela galería. Leía lentamente para no tener que acompañarse con los labios: estando enel jardín de adelante lo habría puesto incómodo que alguien lo viera.Al concluir se sacó los anteojos y dobló la carta en sus pliegues originales. Era unpapel suave y muy blanco, que contrastaba con la lija gruesa que era la piel de susmanos. La había entendido, pese a su temor inicial de que alguna de las palabras quecruzaban con trazos negros y elegantes las dos carillas le resultara demasiadoconfusa. «Imperiosamente» era la única que lo había puesto en aprietos. Tenía unaidea de lo que podía significar, pero para estar seguro había echado mano aldiccionario que la nena había dejado en casa y santo remedio: su yerno necesitabaayuda... urgente, mucha, sí o sí. De ahí en adelante había entendido todo. Su yernoterminaba diciendo que «lo dejo en sus manos» porque estaba «seguro de que se leocurrirá el mejor modo». Ese era el asunto espinoso que había tenido a Delfor Colottoen ascuas desde la llegada de la carta, dos días atrás: cuál sería ese mejor modo.Se puso de pie. Quedándose ahí sentado lo único que iba a lograr sería ponersemás y más ansioso. Tal vez no fuera un buen plan, pero no se le ocurría otro. Suyerno debería haber sido más claro en esa carta. El hombre sentía que no había sidodel todo sincero con él. ¿Lo consideraba poco digno de confianza? O peor, ¿pensaríaque por no haber terminado la escuela era medio tonto? «Mejor no darse manija»,pensó Colotto. Tal vez no le daba otros detalles para no ponerlo más nerviosotodavía. En ese caso, hacía bien. Si ya así, con lo poco que sabía y lo mucho que seimaginaba, estaba como loco y apenas había pegado un ojo en dos noches. Capaz quesabiendo más, o confirmando lo que temía, era peor. Aparte, el yerno siempre lehabía caído bien, aunque eso de «siempre» quedara un poco grande porque ¿cuántasveces lo habían visto? Tres, cuatro veces lo más. Tanto no lo conocía, era cierto, peroal fin y al cabo no era culpa del pibe, caray.Pensar eso le dio el empujón que le faltaba. Entró a la casa, caminó hasta eldormitorio y sobre la camiseta se calzó la camisa que colgaba prolijamente delrespaldo de la silla. Se la acomodó dentro del pantalón y volvió a ajustarse elcinturón. Salió a la vereda y caminó hasta la esquina. Devolvió el saludo a un par devecinos que tomaban mate en la vereda. Diciembre se había descolgado con unoscalores de infierno, y algunos buscaban una bocanada de aire en la intemperie delatardecer.En la esquina dobló a la derecha. «Es nuestra misma manzana», pensó. Y se sintióincómodo, como burlado. Se detuvo delante de una casa parecida a la suya propia y a  todas las otras construidas con el plan de vivienda del gobierno. El módico jardíndelantero, la galería, la puerta flanqueada por dos ventanas, el techo americano.Golpeó las manos. Un par de perros llegaron corriendo y ladrando desde la parte deatrás. Una voz de mujer que venía del interior de la casa los hizo callar casi porcompleto. Una señora más bien bajita, de piel blanca y ojos claros, salió secándoselas manos en el delantal de cocina que llevaba sobre la pollera.—¿Qué dice, don Colotto? Qué sorpresa verlo por acá.—Acá andamos, doña Clarisa. Tirando.La mujer pareció dudar acerca de cómo continuar el diálogo.—¿Y cómo anda su señora? Hace tiempo que no la veo por el barrio.—Ahí anda, ¿sabe? Un poco más compuesta —el hombre se rascó la cabeza yfrunció el gesto.La mujer lo interpretó como un deseo de cambiar de tema, y por eso adelantó lamano para abrir el portoncito negro mientras volvía a hablar:—Pero pase, pase. ¿Le puedo convidar un mate?—No, doña, muchas gracias —exhibió las palmas de ambas manos, comoreafirmando serenamente su negativa—. Le agradezco pero ando de pasada, nomás.La verdad que andaba necesitando ubicarlo a su sobrino el Humberto.—Ah...—Es por una changa. Allá en el corralón municipal el supervisor me ofreció unostrabajitos de albañilería en su casa, ¿vio?, y capaz que necesito un peón, y se meocurrió que a lo mejor el Humberto...—Pero qué lástima, don Colotto. Pasa que se fue a ayudarlo a mi hermano, sabe,al campo, por allá por Simoca.—Ah, claro —Colotto pensó que el asunto le estaba saliendo demasiado bien.Igual, de cierto modo, que la charla se diera de acuerdo con sus planes le agregaba unpoco más de nervios, si era eso posible—. Qué macana. Yo más que nada por nollevar a alguno que uno no conoce, vio.—Ay, se lo agradezco, don Delfor. Haberse acordado...—Y dígame, doña Clarisa —ahora. Era ahora o nunca:— ¿Y el Isidoro en quéanda? ¿No puede llegar a interesarle la changa?—Noooo... —era un no agudo, largo, convencido, confiado, inocente—, elIsidoro ya va para un año que se fue a Buenos Aires, ¿no sabía? Bueno. Un año no.Un poco menos, la verdad. Pasa que una, como extraña, piensa que es más, ¿sabe?Colotto abrió mucho los ojos. La mujer lo habrá interpretado como simplesorpresa.—Déjeme pensar. Estamos a primeros de diciembre... —alzó las manos yempezó a sacar cuentas con los dedos— hace cosa de diez meses que se fue. Fines demarzo, sabe. Pensé que sabía. Claro, yo con lo del reuma salgo tan poco...—Claro, doña, claro —«Falta poco, Delfor. Controlate, por el amor de Dios te lopido», se dijo—. No tenía ni idea, mire. Me lo hacía acá, trabajando por la zona.—No... el verano pasado andaba muy flojo de trabajo. Alguna changuita suelta.Poco y nada. Bah, yo le decía que ponía poco empeño. Él a veces se enojaba, vio,pero era cierto. Andaba metido en su pieza todo el día, con cara de malo, mirando eltecho. Ni salía. Ni a divertirse digo. Yo le preguntaba, qué te pasa, Isidorito, contale amamá lo que te pasa. Pero él, nada, fíjese. Y... salió igual de reservado que el padre,que en paz descanse, que para sacarle dos palabras era un triunfo, sabe. Así que yo lodejaba. Andaba por la casa como un león enjaulado, con cara larga. Hasta que un díame soltó eso de que se iba a Buenos Aires, que acá no quería saber más nada. Deentrada me puse triste, vio. Mi único hijo, y tan lejos: una tiene su corazoncito. Perolo veía tan mal, tan... como enojado, ¿vio?, que al final casi me pareció bien que sefuera.La mujer tenía ganas de seguir contando, pero tanto tiempo de pie le fatigaba lasarticulaciones y la obligaba a cambiar permanentemente la pierna de apoyo. Terminórecostándose contra el pilar.—Igual, no sabe, don Delfor. Todos los meses me manda un giro. Siempre. Entreeso y la pensión me las arreglo de lo más bien, sabe.«Me falta una», pensó Colotto. «Una más».—Pero qué bien, doña. Cuánto me alegro. Mire que, como están las cosas,conseguir trabajo fijo tan rápido...—Pero, claro —confirmó la mujer, entusiasmada—, es lo que yo le digo. Tenésque correrte a agradecerle a la Virgen del Milagro, Isidorito. Bah, le digo Isidoroporque si no le molesta. Un milagro, como están las cosas. Hay que ser agradecido.Porque de entrada había ido con una recomendación para una imprenta que leconsiguió mi cuñado, pero eso no salió. Igual enseguida, enseguidita, le salió algo enuna obra. Y aparte parece que es una obra grande, y tiene para rato.—No diga... ¿parece de cuento, no? —Colotto tragó saliva.—¡La verdad, don Colotto, la verdad! Un edificio por ahí por Caballito, me dijo.Ahí nomás de... ¿Primera Junta, puede ser? Cerquita del tren ese, el sute. Un edificiocomo de veinte pisos.De lo que siguió diciendo la mujer, Delfor Colotto se perdió buena parte porquese había quedado pensando si tenía que alegrarse o entristecerse por lo que estabaaveriguando. Trató de concentrarse en lo que la señora decía, y dejar sus dudas paraluego. Estaba hablando de llegarse hasta Salta para la fiesta del Milagro, si el reumala dejaba, porque ella era muy devota de la Virgen.—Bueno, doña Clarisa. La voy dejando —de repente recordó su excusa—: Y sillega a saber de alguien que necesite la changa... alguien recomendable, claro.—No se preocupe, don Delfor. Aunque acá metida, de poco y nada me entero; pero cualquier cosa le aviso, y que Dios lo bendiga.Delfor Colotto caminó hasta su casa envuelto en la luz mortecina de los focoscallejeros recién encendidos. Era curioso. Hacía dos años había removido cielo ytierra, como presidente de la Sociedad de Fomento, para que pusieran el alumbradopúblico. Ahora eso, como casi todo lo demás, le importaba un carajo.Entró en su casa y miró la hora. Era tarde para ir hasta la telefónica. Tendría queser a la mañana siguiente. Escuchó un ruido de cacerolas. Su mujer trajinaba en lacocina. Decidió que por el momento no iba a decirle nada. Se quitó la camisamientras iba hacia el dormitorio. La colgó de nuevo en el respaldo de la silla. Volvióa salir y se sentó en la galería. Corría un poco de fresco

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora