El 26 de septiembre de 1996 era un jueves como cualquier otro, excepto tal vez por elbatifondo que venía de la calle. Desde las doce comenzaba la primera huelga generalcontra el gobierno de Carlos Menem, y una columna del sindicato de judiciales metíabochinche con algún que otro petardo, mientras se concentraba en las escalinatas dela calle Talcahuano. A las diez pasó el empleado del correo. En realidad, lo supongo,porque mi escritorio estaba lejos de la mesa de entradas. Un meritorio me acercó unsobre alargado y manuscrito, sin sellos oficiales, despachado como correo certificado.Lo miré con la curiosidad de encontrar un mensaje que lucía personal, mezclado en elfárrago de comunicaciones entre reparticiones públicas, al que vivíamosacostumbrados.Distraído, busqué los anteojos de leer hasta que advertí que los llevaba puestos.No reconocí la letra. ¿Había leído alguna vez esa cursiva elegante que se elevabarecta, vertical y prolija? No lo recordaba. Lo que sí recordaba (aunque había creídoque nunca más iba a evocarlo), era el nombre del remitente y su historia: RicardoAgustín Morales, que resucitaba después de veinte años de distancia y silencio.Antes de abrir el sobre, volví a mirar el destinatario. Era yo, sin duda. «BenjamínMiguel Chaparro. Juzgado Nacional de Primera Instancia en lo Criminal deInstrucción n.º 41, Secretaría n.º 19». ¿Cómo sabía Morales que iba a encontrarmeallí? Me disgustó un poco ese envío intempestivo, aunque... ¿qué era exactamente loque me molestaba? De hecho no lo hacía responsable por mi huida desesperada de1976. Al respecto siempre tuve claro que eso se lo debía al malparido de Romano.¿Me perturbaba que me escribiese tantos años después? Tampoco. Guardaba de él unrecuerdo afable, casi cariñoso. ¿Qué era entonces? Demoré un rato en caer en lacuenta de que lo que verdaderamente me ofuscaba era ser tan previsible, tanmonótono, tan igual a mí mismo, como para que alguien pudiera ubicarme en elmismo Juzgado, la misma Secretaría, el mismo cargo y el mismo escritorio dosdécadas después de nuestro último contacto.Era una carta relativamente larga, y estaba fechada el 21 de septiembre enVillegas. De modo que se había ido de la Capital Federal. ¿Habría podido reconstruirsu vida? Deseé sinceramente que sí, y empecé a leer.Ante todo le pido disculpas por importunarlo después de tanto tiempo.Demoré un segundo en hacer un cálculo sencillísimo: eran, nomás, veinte años yunos pocos meses.Si en todos estos años no me comuniqué con usted fue, más que nada, por temor a ocasionarle más contratiempos aún que los que ya le había causado.Supe de su partida a San Salvador de Jujuy, unos meses después deproducida, cuando me comuniqué telefónicamente a su Juzgado. De más estádecir que no pregunté sobre los motivos de su alejamiento, pero no tardé enadvertir que mis actos debían ser los responsables.Un pinche me hizo una pregunta estúpida. Pedí en voz alta, a él y a todos, que porun rato no me interrumpieran.Si lo molesto a estas alturas, tantos años después, es porque me veo en laobligación de aceptar el ofrecimiento que me hizo usted en nuestro últimoencuentro, cuando me relató las circunstancias que habían originado lapuesta en libertad de Isidoro Gómez.«De nuevo ese nombre», pensé. ¿También haría muchos años que Morales no lopronunciaba? ¿O nunca se lo habría sacado realmente de la cabeza?En aquella ocasión me dijo que si en algún momento yo pensaba queusted podía serme útil, no dudase en convocarlo. ¿Tomará como una osadíaque me aferre, ahora, a ese ofrecimiento? Lo digo pensando en el enormesacrificio que le impuse, involuntariamente, cuando en 1976 usted tuvo queirse. Dudo que sirva de consuelo, pero le juro que pasé largos días buscandoel modo de librarlo de semejante percance.Me pregunté qué cara tendría ahora Ricardo Morales, para imaginarme el rostroque había detrás de esas palabras. Aunque me lo propusiera, no conseguíaenvejecerlo: seguía siendo el muchacho alto y rubio, de bigote pequeño, de ademaneslentos, de expresión aterida, que había conocido casi treinta años antes. ¿Seguiríavistiéndose igual? Su estilo no tenía nada que ver con el de los muchachos de suedad, a principios de los años setenta. Me imaginé que sí, y noté que su manera deexpresarse por escrito también sonaba antigua.Es evidente que nunca encontré el modo de sustraerlo a esas dificultades,aunque me agradó saber, varios años después, que había retornado a supuesto en su Juzgado de antaño.No lo decía, pero podía suponerlo: Morales habría llamado de tanto en tanto alJuzgado, preguntando por mí, hasta que le dijeron que había vuelto. ¿Pero por qué no había querido hablar conmigo? ¿Por qué se había conformado con esa constatación?¿Y por qué ahora sí me convocaba? Y por otra parte: ¿a qué me convocaba? Seguíleyendo.De más está decir que, si usted me guarda rencor por el modo en quealteré su vida —reitero que sin proponérmelo en absoluto—, creo que loasiste absoluta razón como para romper y olvidar estas líneas ahora o encuanto termine de leerlas. En los próximos días recibirá otras dos idénticas aesta. Le ruego no lo tome como una abusiva insistencia: el temor a que lacarta se extravíe me ha hecho conducirme de este modo. Despacharé una confecha lunes 23 y la restante con fecha martes 24, ambas certificadas también.Si recibe y lee esta, le ruego destruya las restantes.No sé por qué —o sí— me vino a la memoria la imagen de Morales sentado en elcopetín al paso de la estación de Once. La misma minuciosidad, idéntica obstinación.Sentí algo de pena.A veces la vida encuentra caminos extraños para resolver nuestrosenigmas. Disculpe si me torno aquí torpemente filosófico. No sé si le conté,alguna vez, que de muy joven fui un fumador empedernido, hasta que Lilianame convenció de que me hacía daño, y dejé de fumar de inmediato.Liliana Emma Colotto de Morales. Ese nombre sí guardaba un registro muydesvaído en mi memoria. Claro: su paso por mi vida había sido fugaz, durante el añoque siguió a su muerte. Después mi recuerdo se adhería solamente a Morales, suviudo, y a Gómez, su asesino. Ahora volvía, traído por el hombre que más la habíaquerido.Después de su muerte, como si fuese un acto de despecho o, peor, como siese acto de despecho sirviese de algo, volví a fumar y de manera cada vezmás abusiva. Pues bien, dos atados diarios han concluido con mi buena saludy mi resistencia. Y paradójicamente, solucionan tal vez antes de tiempo miúltimo dilema.«Pobre tipo», pensé, «encima va y se muere de cáncer». Siempre que me enterode la muerte de alguien, o de la inminencia de esa muerte, hago un rápido cálculo desu edad, como si la juventud y la injusticia de la muerte fueran directamenteproporcionales, y como si valiese de algo mi indignación frente a las muertestempranas. Esta vez no fue la excepción: deduje que Morales andaría por los cincuenta y cinco años.Sería necio si le dijera que la muerte me preocupa. Ni mucho ni poco. Talvez si usted llega a considerar cabalmente mi situación hasta coincidaconmigo en que se trata de un alivio. Si no lo toma a mal, quisieratransmitirle mis condolencias por la muerte de su amigo, el señor Sandoval.Me enteré por los obituarios de La Nación. No sabe cuánto lo lamenté.Tampoco con él hallé modo de retribuir lo que hizo por mí, o por Liliana ypor mí, o como sea. Por motivos que le explicaré más adelante (si antes nosiente que abuso de su paciencia y abandona prematuramente esta larguísimaepístola), me resulta imposible ausentarme de mi lugar de residencia porlapsos prolongados. Por eso concurrí al cementerio de la Chacarita unosmeses después de la muerte del señor Sandoval, a rendirle un modestísimotributo. Habría deseado, en ese entonces, hacerle llegar a su viuda algún tipode auxilio monetario, mucho más contundente y provechoso que mis respetos,pero en esa época yo atravesaba una situación económica muy ajustada,producto de importantes deudas que había contraído. Ahora bien: si ustedestá dispuesto a hacerme ese favor (en realidad, debería decir si estádispuesto a sumar este a la ingente cantidad de favores que voy a pedirleenmascarados en uno solo), voy a rogarle que le haga llegar a esa señora undinero que he reunido, y que sería para mí un honor tributarle como muestrade gratitud a la memoria de su esposo.Este Morales era maravilloso. Pretendía que yo me presentara en la casa deAlejandra, a la que veía de Pascuas en Ramos, con un paquete de guita de parte de unvengador anónimo que se sentía en deuda con su marido, muerto catorce años atrás.¿No pasaba el tiempo, para este hombre? ¿Todo era un eterno presente que se sumabaa los anteriores? Para mis adentros respondí, rendido, que sí, que aceptaba llevarle ala viuda de Sandoval el dinero que Morales se proponía enviarle.Pero bueno, lo que le mencioné de la muerte del señor Sandoval lo hicepara que no me atribuya la insolencia de juzgar tan livianamente todas lasmuertes. Nada de eso. Apenas me atrevo a considerar así la mía propia. Y enverdad no diría que la encaro como algo liviano, antes bien podría calificarlade algo reparador, algo por fin sereno. Releo lo escrito y siento que me voypor las ramas y que lo fatigo con nociones inconducentes. Ya bastante tieneusted con que yo aparezca emergiendo del olvido, y encima para solicitarleun favor, como para que además deba tolerar mis divagaciones. Discúlpeme.Volvamos al asunto. Decía más arriba que en el caso de que no acoja favorablemente mi pedido destruya por favor esta, aparte de las otras cartasque van a llegarle. No obstante, le ruego se comunique con el escribanodoctor Padilla, de aquí de Villegas, en las próximas semanas, pues en mitestamento me he tomado el atrevimiento de legarle a usted mis pocos bienes.Espero no lo tome como una impertinencia. No es gran cosa lo que dejo,salvo la propiedad en la que vivo, que hoy en día debe valer sus buenospesos, porque son treinta hectáreas de buenos campos.Me sorprendió. Lo hacía viviendo en el casco urbano. Nunca me había dado laimpresión de que fuera hombre para el campo. También me halagó su generosidad,aunque me incomodó levemente: a esa altura había decidido ayudarlo sinrecompensas de por medio.Eso y un automóvil en buen estado de conservación pero muy antiguo.El Fiat 1500 blanco. Los recuerdos nunca vuelven solos. Siempre retornan engrupo. La imagen de ese auto me vino con la de Báez, sentados él y yo en la estaciónde Rafael Castillo, mientras el policía narraba el testimonio de los viejos de VillaLugano que habían visto a Morales cargar en el baúl de ese coche a un Gómezdesvanecido pero aún con vida, veinte años antes.No hay más, salvo unos cuantos muebles viejos, cuyo destino final pongoa su albedrío. Ahora bien, en el caso de que pueda contar con sucolaboración para poner en orden, aquí en Villegas, mis últimos asuntos,debería rogarle que haga lo posible por llegarse a mi casa en el transcursodel día sábado 28. Espero no lo tome como otra insolencia de mi parte. Casile diría que lo hago por usted, para evitarle una incomodidad mayor a la quese me toma imposible dejar de provocarle.Creí entender. Era atroz pero simplísimo. Morales iba a matarse, y me pedía quefuera el sábado para que no me encontrase con un espectáculo todavía peor eldomingo o el lunes. No me lo decía en la carta, pero había planificando hasta eldetalle de que a mí me resultaría más cómodo disponer de un fin de semana que pedirun par de días libres en el Juzgado. ¿Sabría que estábamos lejos del próximo turno, ypor lo tanto bastante aliviados de tareas? No me habría extrañado que se hubiesetomado el trabajo de averiguarlo.A estas alturas habrá adivinado —por lo menos en parte— con qué se vaa encontrar cuando llegue a mi casa. Le ruego sepa disculparme. Y le reitero que entenderé perfectamente una negativa. Se trate de uno u otro caso, losaludo con mi más atenta consideración, y le reitero mi más profundagratitud por todo lo que hizo por nosotros.Ricardo Agustín MoralesTerminé de leer y guardé la carta. Tardé unos cuantos minutos en reaccionar. Elescribiente me preguntó qué me pasaba, que tenía esa cara. Le respondí con evasivas.En eso salió el secretario del despacho. Aproveché para decirle que tenía queretirarme temprano para llevar el auto al taller a que lo revisaran, porque el sábadotenía que viajar por un asunto personal. Me contestó que no había inconveniente.
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La pregunta de sus ojos
Mystery / ThrillerHace treinta años, Benjamín Chaparro era prosecretario en un juzgado de instrucción y llegó a su oficina la causa de un homicidio que no pudo olvidar. Ahora, jubilado, repasa su vida, las instancias de ese caso y sus insospechadas derivaciones, y la...