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Manejé desde la madrugada porque quería llegar antes de mediodía. Me parecía lahora menos horrenda para penetrar en una casa vacía o peor, en una casa en la que meesperaban los despojos de un hombre al que había conocido y apreciado.Las instrucciones que cerraban la carta de Morales eran concretas y sencillas.Pasar de largo el acceso a la ciudad, dejar atrás también la YPF que aparecía luego amano derecha sobre la ruta. Cuatro kilómetros y vería tres silos muy altos a miizquierda. Un kilómetro más y el camino vecinal pavimentado, abierto también a laizquierda. Dos kilómetros más, los últimos, atento a la tranquera que debía aparecerahora a la derecha, entre los pastos altos.Creo que eran las once cuando me apeé para abrir la tranquera. La crucé con elauto y volví a cerrarla. Seguía una senda de ripio regularmente conservada. Avancé loque supuse eran dos o tres kilómetros, aunque tal vez exagero: andaba lentamente porel estado del camino, y los pastizales altos de los lados no me ofrecían puntos dereferencia. Si Morales había querido mantener su privacidad, lo había conseguido.Por fin la senda se abrió en una explanada bastante amplia, delante de una casa. Erasencilla, de una planta, con ventanas altas y enrejadas, rodeada por una galería sinornamentos ni macetas ni sillas ni nada. A un costado estaba estacionado el Fiat,protegido por la galería. No me detuve a mirarlo en detalle, pero se lo veía tanimpecable como entonces.Sabía —Morales me lo había dicho en su carta— que el campo tenía en total pocomás de treinta hectáreas. Supuse que para comprarlo el viudo debía haberseendeudado hasta las orejas. Me sonaba lejanamente haber leído en su esquela algunaalusión a sus deudas. Caí en la cuenta: el dinero para la viuda de Sandoval. Eso. Ensu momento no había podido ayudarla, pero evidentemente quince años despuéshabía saldado sus compromisos. Supuse que Morales se habría recompuesto a fuerzade grandes sacrificios. Como tesorero de una sucursal bancaria no debía ganardemasiado dinero, y sospeché que esas tierras no debían ser baratas. La estrechezfinanciera en la que se había aventurado para comprar la propiedad explicaba eldeterioro controlado pero evidente de la construcción y del camino de acceso.Estacioné cerca de la casa y caminé hasta la puerta. Tal como Morales me habíaanticipado, estaba sin llave. Cuando abrí, me asaltó una esperanza pueril.—¡Morales! —llamé en voz alta.Nadie contestó. Maldije para mis adentros, porque supe que iba nomás aencontrarlo muerto. Avancé por la sala. Pocos muebles, una biblioteca bien provista,ningún adorno. Dos escopetas colgadas de la pared. No me aproximé a examinarlas(siempre he sentido una fuerte aprensión frente a las armas), pero lucían limpias ylistas para el uso. Sobre la mesa, apoyado con pulcritud sobre un cenicero de  cerámica, un sobre abultado a nombre de la «señora de Sandoval». Me acerqué, lotomé y lo guardé en el bolsillo interior del saco, porque me dio pudor contarlo. Alfondo había un pasillo al que se abría la puerta del baño, y detrás la cocina. ¿Y eldormitorio? Giré sobre mis pasos. Había pasado por alto una puerta cerrada que dabaa la sala, a un lado de la biblioteca. Ese tenía que ser el dormitorio. Abrí la puerta conel alma en vilo.Lo que vi resultó menos terrible de lo que había supuesto. Los postigos de laventana estaban abiertos y la luz del sol entraba a raudales. Evidentemente, Moralessabía que la claridad no iba a molestarlo esa mañana en particular. Nada de sangre nide sesos estampados contra la cabecera de la cama, que eran las escenas que mitórrida imaginación había tenido tiempo de construir desde el momento en que habíaleído la carta. Apenas el cuerpo del viudo, boca arriba, tapado hasta el cuello con lascobijas.No voy a cometer la imbecilidad de escribir que parecía dormido, porque nuncaentendí a los que a la vista de un difunto afirman cosas semejantes. Para mí losmuertos parecen muertos, y Morales no era la excepción. Además, su piel habíaadoptado una marcada tonalidad azulada. ¿Tendría que ver con el modo que habíaelegido para matarse? Aún lo ignoraba. Pero seguro era reciente. Aprecié sudelicadeza de evitarme los signos más chocantes de la corrupción de su cadáver, conlos que me habría indefectiblemente topado de haber mediado más tiempo entre sudeceso y mi llegada.El mobiliario era mínimo. Un ropero de dos cuerpos, un baúl cerrado, una mesadesnuda con una silla recta y la cama de una plaza con una mesa de luz sencilla a unlado, abarrotada de medicamentos, jeringas descartables, frascos de suero. Reciénentonces caí en la cuenta de lo difícil que debía haber sido atravesar la enfermedadpara ese hombre solo, librado a sus propias fuerzas para menguar el dolor.Porque había iniciado mi inspección buscando abarcar el conjunto, o porque enmi cobardía evité observar con demasiada insistencia el cadáver, o porque mis ojos seposaron con mayor facilidad en una fotografía de casamiento que emergía, a duraspenas, sobre la cordillera de frascos de remedios que poblaban la mesa de luz, locierto es que tardé en advertir el sobre blanco y alargado que colgaba del velador, deun lazo hecho con cinta. Me aproximé para recogerlo. Estaba dirigido a mí. Y engrandes letras, bajo mi nombre: «Por favor, léala antes de llamar a la policía».

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora