23

54 0 0
                                    

Terminé encontrándolo el martes siguiente. El mismo pelo rubio, tal vez un poco másraleado que en nuestro último encuentro. Los mismos ojos grises con aspectogastado. Idénticas las manos quietas en el regazo, de espaldas a la barra. Igual elbigote recto. La misma obstinación sin estridencias.Le conté desde el principio. Elegí, o me salió, un tono medido y calmo, muchomás medido y calmo que el que usamos con Sandoval, una vez que se le pasó lamamúa, para regodearnos de nuestro éxito. Algo me indicaba que en ese copetín nohabía lugar para emociones como el triunfo, la euforia o la alegría. El único pasaje enel que condescendí a que mi crónica se tornase más vehemente, a deslizar algunosadjetivos y a trenzar con las manos un par de ademanes, fue cuando le conté de laintervención magistral de Pablo Sandoval. Le evité, es cierto, las dos o tres fraseshorripilantes con las que Gómez se había cavado la fosa. Pero fui suficientementeclaro para pintarle la manera espléndida en que Sandoval nos había embaucado, aGómez y a mí mismo. Por último, le dije que el juez Fortuna Lacalle había firmado laprisión preventiva por homicidio calificado sin objetar ni una coma.—¿Y ahora? —preguntó cuando acabé de hablar.Le dije que la causa, en cuanto a la instrucción, estaba casi terminada. Que paradejarla bien sólida iba a ordenar ampliar un par de declaraciones testimoniales,alguna pericia extra, ciertos truquitos judiciales como para impedir que algúndefensor piola nos complicase la existencia. Concluí que en unos meses (seis, ocho alo sumo) clausuraríamos el sumario y enviaríamos la causa al Juzgado de Sentencia.—¿Y después?Le aclaré que podía pasar otro año, o dos como mucho, para una sentencia firme.Según la velocidad a la que trabajaran el Juzgado de Sentencia y la Cámara deApelaciones. Pero que se quedara tranquilo, que Gómez había quedado pegado depies y manos a la causa.—¿Y la pena? —preguntó después de un largo silencio.—Perpetua —afirmé.Ese era un asunto espinoso. ¿Valía la pena decirle que, por más dura que fuese lacondena, Isidoro Gómez podría salir en libertad después de veinte, o cuanto muchoveinticinco años? Ya en otra ocasión me lo había callado. Esta vez hice lo mismo. Noquería volver a lastimar a ese hombre que, tal vez por primera vez en tres años ymedio, había girado su taburete hacia mi lado, desentendido por fin del mar de genteque se apresuraba hacia los andenes.Como si fuese capaz de escuchar mis pensamientos, Morales giró hacia lavidriera. La banqueta chilló sobre su eje. Las costumbres no se abandonan fácilmente,razoné. Pero algo había cambiado. Ahora miraba a los transeúntes sin énfasis. Esperé  alguna otra pregunta que no se produjo. ¿Qué estaría pasando por su cabeza? Al cabocreí entenderlo.Por primera vez en más de cuatro años Ricardo Agustín Morales no sabía quéhacer con el tiempo restante de su vida. ¿Qué le quedaba ahora? Sospeché que no lequedaba nada. O, peor aún, que lo único que le quedaba era la muerte de Liliana.Aparte de eso, nada. Hubo otra cosa que ocurrió por primera vez en ese encuentro:fue Morales el que se puso de pie, dándolo por terminado. Lo imité. Me tendió lamano.—Gracias —fue todo lo que dijo.No le respondí. Me limité a mirarlo a los ojos y a estrecharle la diestra. Entoncesno lo entendí del todo, pero yo también había acumulado cosas para agradecerle.Metió la mano en el bolsillo y la sacó con el cambio justo para pagar el café cortado.El gordo, detrás de la barra, seguía absorto escuchando «La oral deportiva». Superspicacia no llegaba a tanto como para adivinar que acababa de perder un cliente.Morales caminó hasta la puerta y se volvió.—Dele por favor mis saludos a su ayudante... ¿cómo me dijo que se llamaba?—Pablo Sandoval.—Gracias. Mándele mis respetos. Y dígale que también a él le agradezco muchosu ayuda.Morales alzó apenas la mano y se perdió en el torrente de gente de las siete.

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora