—No puede ser, tanta mala leche —dije por fin cuando conseguí, después de variosminutos de furiosa incredulidad, aceptar que lo que ocurría estaba, nomás,ocurriendo.Báez me miraba esperando tal vez que le brindara las dos o tres piezas que lerestaban para terminar de armar el conjunto. Le recordé aquel suceso de los albañilesy la paliza salvaje que les había dado Sicora casi por orden y recomendación deRomano. Báez me escuchó con una mezcla de sorpresa y curiosidad, porque en sumomento casi no se había enterado del asunto. Él había andado unos cuantos días delicencia por unas vacaciones que le debían, y Sicora y el otro hijo de puta lo habíanmanejado desde la seccional. Ni siquiera estaba seguro de que a Sicora lo hubiesensumariado, como habíamos hecho en Tribunales con Romano. Le confirmé que ladenuncia contra mi entonces colega había quedado en nada. Cuando terminé, mepidió que lo esperara un segundo. Fue hasta el fondo del café y habló un par deminutos por el teléfono público. Cuando volvió, me dijo que Sicora había muerto enel '71 en un accidente en la ruta 2, así que por ahí no podíamos profundizar nada.—Bah —agregó—, en realidad, no podemos profundizar nada por ningún lado.Era cierto. Con la amnistía no había modo de ir contra Gómez. Y tratar demeterse con la Secretaría de Inteligencia para perseguir a Romano era una locura yera al divino botón. Los dos estaban a salvo.Era todo tan ridículo que casi daban ganas de reír, si no fuese porque era todo tansiniestro que daban ganas de llorar. Al denunciarlo por los apremios ilegales le habíaabierto la chance de hacer una carrera meteórica, de la mano de su suegro el fascista,en las «fuerzas de inteligencia antisubversiva». Y por añadidura al muy hijo de putale había llovido del cielo la oportunidad de vengarse de mí. Sabía que esa causa lahabía llevado adelante yo, y poniendo al culpable bajo su ala protectora tarde otemprano terminaría birlándomelo. Lo había hecho, y yo ni me había percatado. Nohasta que había sido rotundamente tarde.—Pobre tipo.Las dos palabras que pronunció Báez flotaron un segundo sobre la mesa hasta quese evaporaron y volvió el silencio. No contesté, pero entendía sin lugar para elequívoco de quién estaba hablando el policía. No hablaba de Romano, ni de Gómez,ni de él, ni de mí. Hablaba de Ricardo Morales, que de lleno o de rebote, de primera ode segunda, por h o por b, girara como girase la perinola, terminaba siempreinmolado como una víctima perpetua. Traté de imaginarme su cara cuando le diese lanoticia. ¿Convendría ir a verlo al banco, o citarlo, mejor, en el café de las otras veces?¿Qué iba a responderle cuando me preguntase «qué se puede hacer ahora»? ¿Decirlela verdad? ¿Decirle, simplemente, «nada»? Solté un terrón de azúcar en la borra del pocillo y me entretuve mirando cómo sederrumbaba a medida que se humedecía.—Pobre tipo —fue, también, lo único que pude concluir.
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La pregunta de sus ojos
Mystery / ThrillerHace treinta años, Benjamín Chaparro era prosecretario en un juzgado de instrucción y llegó a su oficina la causa de un homicidio que no pudo olvidar. Ahora, jubilado, repasa su vida, las instancias de ese caso y sus insospechadas derivaciones, y la...