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Tomé la decisión de ayudar a Ricardo Morales en todo lo que fuera posible esamisma tarde, durante la primera conversación que mantuvimos a solas, en un bar dela calle Tucumán al 1400, sentados junto a la ventana guillotina que nos separaba dela vereda, mientras afuera escampaba después de llover a baldazos.Desde el momento en que le rajé la puteada a Romano, y me senté resollando eintentando calmarme, tomé conciencia de que el pobre viudo estaría viniendo a lostiros hasta el Juzgado, convencido de que estaba por enterarse de la verdad. De hechollegó veinte minutos después. Escuché los dos golpes tímidos que dio en la alta puertade la Secretaría, y el impersonal «pase» de alguno de los pinches.—Lo buscan, jefe —me anunció el pibe que lo había atendido.Levanté la cabeza y me tomé un instante para pensar que, si el meritorio nuevo nome tuteaba, yo seguramente acababa de trasponer la puerta de ingreso a la madurez.—Me llamaron al banco —dijo Morales cuando me vio aparecer en la mesa deentradas. Tal vez me reconocía como uno de los dos que habían ido a darle la noticiade la muerte de Liliana.—Sí, ya sé —no fui capaz de decir algo más preciso.Supuse que iba a preguntarme si «era cierto que en la causa había novedadesimportantes» o si «era verdad que acababan de caer los asesinos», dependiendo deque el idiota de Romano hubiese elegido un tono La Nación o un estilo Crónica paradarse aires cuando le comunicó la supuesta primicia. Pero, para mi sorpresa, Moralesse contentó con permanecer muy tieso, con las manos suavemente apoyadas sobre elmostrador y los ojos muy fijos en los míos.Fue peor, porque sentí que ese silencio era el de un desamparado que estáconvencido de que nada saldrá como se ha atrevido secretamente a soñarlo. Tal vezpor eso me decidí a invitarlo a tomar un café. Era consciente de que me estabasaliendo de las normas más elementales de la asepsia judicial. Me consolédiciéndome que lo hacía por compasión, o por enmendar de algún modo la estúpidaprecipitación de Romano.Salimos por la puerta de Tucumán, y nos topamos con un aguacero feroz que caíaoblicuo por las ráfagas de viento. Cruzamos, a los saltos, la calle que comenzaba aanegarse. Morales me siguió dócilmente por el desfiladero que dibujé, pegado a lasvidrieras, bajo los toldos, intentando protegerme. Con la misma mansedumbre, oapatía, se dejó conducir hasta la otra cuadra, cruzando Uruguay, hasta un bar y hastauna mesa pegada a la ventana, y aceptó el café que encargué al mozo con gesto veloz.Después no tuvimos nada que hacer.—Qué tiempo de porquería, ¿no? —dije, en un intento por sortear el mutismoincómodo en el que nos habíamos hundido. Morales dejó largo rato los ojos olvidados en la vereda regada por el diluvio.—Lo mandamos llamar —me sentí en la obligación corporativa de usar laprimera persona del plural, aunque ese «nos» me atase al hijo de puta de Romano—,pero tengo que decirle algo.Volví a trabarme. ¿Cómo empezar? ¿Tal vez con un «lo ilusionamos al pedo,discúlpenos»?—Pierda cuidado —Morales al fin me miraba. En su rostro se trazó apenas unasonrisa—: Acaba de decírmelo.Lo miré, confundido.—El «pero» —intentó aclarar Morales. Abrí la boca como para responder, aunqueno entendía el sentido de lo que el viudo pretendía decirme. Viendo mis brazadas denáufrago, continuó:—El «pero». Usted acaba de decirme «lo mandamos llamar, pero...». Essuficiente. Ya entendí. Si hubiese dicho «lo mandamos llamar y...» o «lo mandamosllamar porque...», hubiese significado algo. No lo hizo. Dijo «pero».Morales volvió a mirar la lluvia y supuse erradamente que había terminado.—Es la palabra más puta que conozco —Morales volvió a arrancar, pero no mesonó a que eso fuese una conversación, sino un monólogo íntimo al que le ponía vozpor pura distracción—. «Te quiero, pero...»; «podría ser, pero...»; «no es grave,pero...»; «lo intenté, pero...». ¿Se da cuenta? Una palabra de mierda que sirve paradinamitar lo que era, o lo que podría haber sido, pero no es.Miré el perfil de ese hombre que veía caer la lluvia. Había supuesto que era unsencillo muchachito de horizontes pequeños cuyo mundo acababa de desmoronarse.Pero sus palabras, y el tono en el que las decía, eran las de un hombre acostumbrado acaminar por el dolor. Parecía alguien preparado desde siempre para que lo golpease lapeor de las derrotas.—Eso me simplifica un poco las cosas —aunque fuera un poco vergonzoso,encontraba en esa sabia melancolía la escotilla para escabullirme de una extrañasensación de culpa que me estaba cercando.—Dele, lo escucho —Morales giró la silla hacia mi lado, como para focalizar másfácilmente la atención en mí, o como si quisiera evitar que la lluvia volviese ahipnotizarlo.Le conté. Ahora no me sentí obligado a usar plurales que disfrazaran lasresponsabilidades de Romano y de Sicora. Que se fueran al demonio. Terminécontándole que acababa de irme hasta la Cámara para radicar la denuncia contra losdos, y que estaba a la espera del informe de los médicos forenses sobre los golpes quehabían sufrido los albañiles.—Pobres tipos —dijo Morales—. El baile en el que los metieron.Lo dijo en un tono tan neutro, tan falto de emoción, que daba la impresión de estar hablando de algo que le era totalmente ajeno. Yo había temido que Moralesdesaprobase mis acciones, que se empeñase fanáticamente en aferrarse a esa pista queRomano y el otro idiota habían construido con el humo de su propia estupidez. Ahoraestaba empezando a entender que el muchacho era demasiado inteligente paraencontrar consuelo en cualquier historia que no fuera la verdad.—Si lo agarran, ¿qué van a hacerle? —Morales habló sin dejar de mirar la lluvia,que se había convertido en una llovizna tenue.No pude evitar que las palabras del Código me vinieran a la mente, con aquellode prisión perpetua, más la eventual accesoria de reclusión por tiempo indeterminado,para el que «matare para preparar, facilitar, consumar u ocultar otro delito». Creíentender que a ese hombre ninguna verdad podía lastimarlo, simplemente porque nole quedaba ningún retazo ileso en el alma como para que pudiera llagársele.—Es homicidio calificado. Artículo 80, inciso 7 del Código Penal. Lecorresponde perpetua.—Prisión perpetua... —Morales repitió, como en un esfuerzo por captar el fondode la idea. Noté que no decía «cadena perpetua» como casi todo el mundo quedesconoce el Derecho, y que usa el léxico aprendido de las películas. Ese muchachoseguía sorprendiéndome.—¿Lo desilusiona? —me atreví a preguntarle.Temí haber sonado insolente con esa pregunta tan personal. Después de todo,éramos dos desconocidos. Morales volvió a mirarme con una repentina perplejidadque me pareció sincera.—No —contestó por fin—. Me parece justo.Callé. Tal vez era mi obligación aclararle que, aun cuando le aplicaran laaccesoria de reclusión por tiempo indeterminado del artículo 52 del Código Penal, siel asesino no era reincidente, a los veinte o veinticinco años podría salir en libertadcondicional. Pero me dio la impresión de que eso sí podría aumentar su dolor. Comotenía la vista clavada en Morales, que a su vez miraba la vereda, advertí que derepente el ceño de mi interlocutor se ensombrecía en un gesto de contrariedad. Miréyo también hacia afuera. Había dejado de llover, y el sol iluminaba las callesempapadas y refulgía en los charcos, como si alumbrase por primera vez.—Odio cuando pasa esto —dijo de repente Morales, como si yo debiese estar altanto de lo que significaba «esto»—. Nunca pude soportar ver salir el sol después deuna tormenta. Mi idea de un día de lluvia es que debe llover hasta la noche. Que elsol salga a la mañana siguiente, vaya y pase, pero ¿así?... Que el sol interrumpadonde nadie lo llama... En los días de lluvia el sol es un intruso imperdonable. —Morales se detuvo un segundo y dejó entrever una sonrisa ausente—. No se preocupe.Estará pensando que la tragedia me ha fundido los sesos. No es para tanto.Yo no sabía qué contestar, pero Morales, de nuevo, no parecía esperar una respuesta.—Me encantan los días de lluvia. Desde chico. Siempre me ha parecido unaimbecilidad que la gente hable de «mal tiempo» cuando llueve. ¿Mal tiempo por qué?Usted mismo dijo algo sobre eso al salir de Tribunales ¿cierto? Pero sospecho que lodijo por decir algo, porque estaba muy incómodo y no sabía cómo llenar ese silencio.Igual no es nada.Seguí callado.—En serio. Es natural. Supongo que yo soy el raro. Pero siento que la lluvia tieneuna inmerecida mala fama. El sol... no sé. Con el sol parece todo demasiado fácil.Como en las películas de este pibe... ¿cómo se llama? Palito Ortega. Esa supuestaingenuidad siempre me saca de quicio. El sol tiene demasiada propaganda, creo. Ypor eso me irrita que se inmiscuya en los días de lluvia. Como si el malditosencillamente no tolerase que de vez en cuando los que no lo veneramos comoidólatras pudiésemos disfrutar de un día completo.A esa altura, yo lo contemplaba absorto. Era el discurso más largo que le habíaoído decir.—Un día perfecto, para mí, es así —Morales se permitió una mínimagesticulación con las manos, como si bosquejara la acción de una película quepensase dirigir—: Una mañana cargada de nubarrones, unos cuantos truenos, y unabuena lluvia de todo el día. No digo un aguacero, porque los imbéciles solares sequejan el doble si la ciudad se llena de agua. No, alcanza con una lluvia pareja quedure hasta la noche. Hasta la noche tarde, eso sí. Para que uno pueda dormirse con elruido de las gotas. Y si podemos agregarle de nuevo unos truenos, mejor.Se quedó un minuto en silencio, como si recordase alguna noche como esa.—Pero esto... —torció la boca en una mueca de disgusto—, esto es una estafa.Dejé la vista un largo rato clavada en el rostro de Morales, que seguía vueltohacia la calle con expresión defraudada. Tendía a creer que mi trabajo me habíavuelto inmune a las emociones. Pero ese muchacho que se desparramaba en la sillacon el desvalimiento de un espantapájaros, y que miraba abatido hacia la calle,acababa de ponerle palabras a algo que yo había sentido desde chico. Fue en esemomento cuando tomé conciencia, creo, de que Morales me recordaba mucho, odemasiado, a mí mismo, o al «mí mismo» que habría sido si, exhausto, me hubiesecansado de aparentar la seguridad y la fortaleza que me calzaba todas las mañanas, alinstante siguiente de despertar, como si fuese un traje o, peor aún, un disfraz.Supongo que por eso decidí ayudarlo en todo lo que me fuera posible

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora