ARCHIVO

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Entrar en el Archivo General le ocasiona siempre la misma sensación. Alprincipio un efecto opresivo, como si estuviese ingresando en un sepulcro. Perodespués, una vez dentro de esa especie de mazmorra muda y oscura, caminar por esospasillos estrechos y flanqueados por estanterías gigantescas y abarrotadas de legajosle genera un infrecuente sentimiento de seguridad, de cobijo.Unos pasos delante de él camina el empleado que le sirve de guía. Chaparropiensa cuán fácil nos resulta detectar el paso del tiempo en la decadencia física dequienes tenemos alrededor. Conoce a ese hombre desde hace... ¿cuánto? ¿Treintaaños? Seguro que está excedido de la edad de jubilarse. Cojea levemente de la piernaizquierda. A cada paso la suela de su mocasín deja un ligerísimo eco como de papelde lija sobre las baldosas. ¿Por qué sigue trabajando? Chaparro supone que despuésde tantos años de custodiar esa silenciosa catacumba, en la que todos los sonidosmueren en los anaqueles atiborrados, el mundo exterior debe haberse convertido, paraese hombre, en una especie de estallido atronador, turbio y desagradable. Pensar queese hombre no está tal vez en una cárcel, sino en un refugio, lo tranquiliza.Al rato de andar, y cuando Chaparro ya está por completo desorientado en eselaberinto en penumbras, el viejo se detiene frente a un anaquel exactamente igual alos otros mil que previamente han dejado atrás y levanta la vista por primera vez.Hasta entonces ha avanzado sin voltear la vista ni una sola vez hacia los lados,girando de tanto en tanto a derecha e izquierda con la circunspecta determinación deun ratón acostumbrado a las tinieblas. Alza los brazos hacia un estante que pareceestar fuera de su alcance. Suelta un mínimo quejido al estirar sus coyunturas gastadas.Tira de un paquete de expedientes identificado con un número de cinco cifras.Cuando lo captura, reemprende la marcha. Chaparro lo sigue hasta el final de esepasillo y gira tras él hacia la derecha. Si todos los corredores están escasamenteiluminados, este se encuentra casi a oscuras. Tanto que Chaparro se detiene en un intento de que sus ojos se habitúen a la oscuridad, porque teme llevarse por delantelas estanterías, perdido en ese pozo de límites negros. Los pasos del archivero siguenalejándose hasta que dejan de oírse, como si acabara de internarse en un mar deniebla. Después de unos segundos en los que a Chaparro está a punto de atraparlo laangustia súbita de la soledad, siente un chasquido lejano: el viejo acaba de encenderun velador que se apoya sobre una mesa desnuda. Una silla destartalada completa elmobiliario del «rincón de lectura» que el otro parece estar acondicionándole. Caminahacia allí casi contento de escapar del agujero insondable del corredor.El viejo abre el paquete de expedientes con dos movimientos de experto. Deja ellazo de hilo sisal a un costado para poder rehacer el paquete cuando el visitante hayaterminado. Separa el expediente que han ido a buscar. Los tres cuerpos vienen unidospor un cordel blanco. Los apila meticulosamente sobre la madera y acomoda la sillaen ese sitio.—Aquí le dejo —la voz es cascada, más bien aguda; la voz de un hombre que seadentra decididamente en la vejez—. Cuando termine, deje nomás las cosas comoestán. Yo vengo y las ordeno. —Empieza a caminar hasta que se detiene y se davuelta, como recordando algo—: Para salir tiene que avanzar en diagonal. En cadaencrucijada doble una vez a la izquierda, una a la derecha, y así —acompaña suspalabras con un gesto vago del brazo—. Si escucha ruidos, no se preocupe: son estasratas de mierda que andan por todos lados. Ya no sabemos qué ponerles: veneno,trampas... probamos de todo. Todos los días saco un montón de ratas muertas. Perocada día son más, no menos. Igual no van a molestarlo. No les gusta la luz.—Gracias —responde Chaparro, pero el viejo ya le ha dado la espalda y se pierdeal girar al fondo del corredor.

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora