DEVOLUCION

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«Ahora sí», piensa Chaparro. Ahora sí ha terminado y no tiene nada más paracontar. Nada que tenga que ver con Morales y con Gómez. Ahora sí siente que lahistoria lo abandona definitivamente. Chaparro se pregunta si las vidas de los sereshumanos, una vez extinguidas, no se prolongan en la vida de los otros, los que aúnviven y los recuerdan. Sin embargo, siente que las vidas de esos dos hombres estándefinitivamente concluidas, porque Chaparro está seguro de que nadie más que él lostiene presentes.Los últimos vestigios de su paso por el mundo habrán desaparecido, o falta pocopara que lo hagan. ¿Cuáles son las últimas huellas de Morales? Algún papel con sufirma y su sello en el archivo del Banco Provincia, sucursal Villegas. Las de Gómezson aún más lejanas. Un juego de fichas dactiloscópicas, tal vez, en el paquidérmicoarchivo de la cárcel de Devoto, junto a una orden de libertad fechada el 25 de mayode 1973. Algo todavía los reúne y los sobrevive. Las firmas que rubrican susdeclaraciones judiciales de hace treinta años. La de Morales al pie de sustestimoniales. La de Gómez al final de su indagatoria. Todas bien sujetas en unexpediente amarillento, cosido con maestría por el oficial Pablo Sandoval durantealguna de sus resacas. Quedan también los huesos de los dos. Los de uno en elcementerio de Villegas. Los del otro en un pozo sin marcas, en pleno campo, al pie deun par de robles. Pero tampoco los huesos hablan.«Este es el final de la historia», piensa Chaparro. En el deslinde entre esas vidasdevastadas y la suya propia. Y no siente deseos de decir nada a este respecto. Es más,no está seguro de si algo de su propia vida no se le ha filtrado, contra su expresavoluntad, en esas páginas que descansan prolijamente apiladas a un lado de laRemington.Baja los ojos hasta las hojas mecanografiadas y siente que lo interrogan. Debedecidir, ahora sí, qué hacer con ellas. ¿Intentar publicarlas? ¿Guardarlas en un cajónpara que alguien las encuentre, luego de su muerte, y se enfrente a idéntico dilema?¿Para quién son, a fin de cuentas, esas páginas?También debe decidir sobre la Remington. La ha pedido prestada, no se la hanregalado. Debe devolverla. Al Juzgado. Es patrimonio del Estado. ¿Importa que eseartefacto prehistórico no valga nada para nadie salvo para un prosecretario retiradoque lo ha estado aporreando durante casi un año para darse aires de novelista? No,igual debe regresarla, y que luego hagan con ella lo que quieran.Debe llevar la Remington a la Secretaría, saludar a los empleados, arrimar una delas sillas de madera para subir el catafalco al anaquel del fondo, y explicarles, comoparte de su inquebrantable manía de enseñarles a trabajar, que deben mandar unoficio a la intendencia para que vayan a retirarlo. ¿Y luego? Nueva ronda de saludos  y a casa.¿E Irene? ¿No va a ofenderse si se entera de que estuvo allí y no pasó a saludarla?«Una pena», se dice Chaparro, porque no, no va a pasar a saludarla. No tiene lasagallas como para decirle que la adora, pero tampoco el aguante como para seguirtolerando el ardor de callárselo.Se pone de pie. Apoya un diccionario bien pesado sobre el original de su libro, nosea cosa que una corriente de aire venga a barajarle los recuerdos. Se da una vueltapor el baño, se lava los dientes y se ordena el pelo blanco pasándose las manossalpicadas en loción de lavanda y luego un pequeño peine negro.Duda, de pasada por el dormitorio: ¿corbata o cuello abierto? Decide lo segundo.Ya no es el prosecretario. Ahora que es escritor —no pierde la oportunidad deburlarse de sí mismo— le sientan mejor la ropa informal y el pelo sin fijador.Consulta el reloj. ¿Sale algún tren vacío desde Castelar tan cerca de mediodía?Sospecha que no, y no tiene ganas de cargar la máquina de pie durante todo eltrayecto. Camina hasta la estación. Dios parece compadecerse: son las once y cinco yel último tren local de la mañana lo agasaja con un montón de asientos libres. Sesienta del lado derecho para distraerse viendo correr los autos por la avenidaRivadavia.De repente se sobresalta. El tren avanza, ruidoso, entre los paredones lúgubresque se levantan a los costados de las vías entre Caballito y Once. ¿En qué ha estadopensando la última media hora? No puede recordarlo. ¿En Morales? ¿En Gómez? No.Ellos ya descansan. Llamativamente, desde que ha contado todo, ya no lo asaltan, nolo perturban, no lo increpan a cada rato. ¿Y entonces? Baja del tren en la terminal deOnce y le entra una repentina curiosidad por pasar delante del local donde funcionabael copetín al paso en el que dos veces se encontró con Morales, en la noche de lostiempos. ¿Seguirá existiendo? Pero cuando sale a la vereda del lado de Pueyrredónvuelve a experimentar la sensación extraña de haber perdido de vista su propósito.¿Cuál era? El copetín, claro. El copetín. Puede echarle un vistazo a ese local a lavuelta, pero lo inquieta esa incipiente tendencia a extraviarse en insólitas ausencias,como si lo estuviese ganando una decrepitud repentina.Cavila estas cuestiones mientras rumbea hacia la parada del 115. La máquina lepesa, aunque la cambie una y otra vez de mano. No quiere que le vuelva a ocurrir estode nublarse. De modo que paga el boleto y se sienta pensando, sobre todo, en qué esexactamente lo que está pensando. Durante tres o cuatro cuadras funciona. Pero denuevo se extravía, apenas el colectivo toma por Corrientes. ¿Dónde, Dios santo, enqué recodo mental está perdido? Ni la curva bamboleante que hace el colectivocuando abandona la avenida para torcer por Paraná logra conducirlo de vuelta a larealidad. Es casi una casualidad que atine a bajar justo antes de que el conductorcierre la puerta trasera. Se observa en una vidriera. Benjamín Chaparro está de pie en una veredaestrecha. Es alto, canoso, flaco. Todavía tiene sesenta años. Sostiene en la manoizquierda una máquina de escribir del tiempo de María Castaña. ¿Qué le queda porhacer en la vida? Ya no su novela. Ya ha terminado de escribir la historia de esos doshombres desangrados. La respuesta se abre paso lentamente en su cabeza, como todaslas decisiones difíciles.Está en la vida para hacer lo que ha venido rumiando, sin saber que lo ha venidorumiando, desde que tomó el tren en Castelar a las once y cinco, o desde que pidióprestada la Remington hace once meses, o desde que le dijo a una joven meritoriarecién ingresada cómo debía atender el teléfono, hace tres décadas.Por eso se pone finalmente en movimiento y sube saltando de dos en dos losescalones de la entrada de Lavalle. Toma el ascensor hasta el quinto piso. Camina agrandes trancos por el pasillo de baldosas blancas y negras dispuestas en rombo.No pasa a saludar por la Secretaría n.º 19. Ya no es por temor a que adviertan elamor que le incinera las entrañas. Es porque por primera vez sabe que hoy sí, sin faltay sin demora, tiene que ir directamente a golpear la puerta del despacho; a escuchar lavoz de ella diciéndole que pase; a plantarse como un hombre delante de la mujer a laque ama; a ignorar la pregunta trivial que suelten los labios de ella cuando lo recibasonriendo; a pagar, o a cobrar, la deuda que tiene pendiente y que es el único motivoválido que encuentra para seguir viviendo. Porque Chaparro necesita responderle aesa mujer, de una vez y para siempre, la pregunta de sus ojos. 

Ituzaingó, septiembre de 2005 E. S.

La pregunta de sus ojosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora